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«Oomeer», contestaba el depósito. Vacio, tenía una voz gruesa y ronca, como si estuviese resfriado.

– ¿Sabes tú quién fue Omer u Hornero? -me preguntó ha.

– No. Dímelo tú.

– Fue un viejo poeta griego, ciego.

– ¿Quién le sacó ¿os ojos, los italianos?

Ambos rieron.

– Escribió libros maravillosos sobre monstruos de un solo ojo y sobre una ciudad llamada Troya y un caballo de madera.

Asomé la cabeza a la boca del aljibe.

– Hornero -grité.

En el aljibe se fundían fragmentos de luz y oscuridad.

«Hoomeeroo», me repitió. Me pareció escuchar el ruido del bastón del ciego golpeando el suelo.

– ¿Qué haces en medio molestando? -dijo Xexo entre el estruendo de los cubos.

FRAGMENTO DE CRÓNICA

…mientras Japón se prepara para atacar a la India y Australia. Tribunales. Audiencia. Propiedad. Es llevado a juicio por impago de deudas Gole Ballom, del barrio de Varosh. La subasta del mobiliario de la casa de L. Xuano tendrá lugar el domingo. Emitidas órdenes de arresto contra las ancianas H.Z. y C.V., acusadas de prácticas de brujería. Notifico a los lectores que la causa de que el número anterior del periódico resultara deficiente y con erratas ha sido mi padecimiento estomacal. El redactor jefe. Son expulsados del liceo nuevos elementos perturbadores. Ha llegado a nosotros cierto número de quejas de padres de alumnos acerca del maestro Qani Kekez. Los métodos pedagógicos del señor Kekez son verdaderamente asombrosos. Durante la clase de anatomía, este señor descuartiza gatos ante los ojos de los alumnos causando el terror de los pobres muchachos. La última vez, el gato masacrado se le escapó de las manos y se lanzó sobre los pupitres con las tripas fuera. La señorita Lejía Karllashe, hija del respetable propietario de la fábrica de curtidos Mak Karllashe, partió ayer hacia Italia. Aprovechamos la ocasión para ofrecer el horario de salidas del vapor de la línea Durres-Bari. Direcciones de las comadronas de la ciudad. Precio del pan. Noticia de nacimientos, casamientos y defunciones.

IV

– Has adelgazado -dijo la abuela-. Tienes que ir unos día con el babazoti. Me gustaba porque el lugar era más alegre y más agradable y sobre todo porque allí no se pasaba hambre como en nuestra casa. En nuestra gran casa, quizás a causa de los corredores, de los porches, de las alacenas, de las bovedillas, el hambre se hacía sentir aún más. Además, nuestro barrio era de color gris, con las casas apretadas, casi montadas unas sobre otras. Allí todo estaba establecido, fijado de una vez y para siempre, desde hacía cientos de años. Las calles, las esquinas, los rincones, los umbrales de las casas, los postes del teléfono y todo lo demás, estaban como estampados en la piedra, a distancias determinadas al milímetro, mientras que en casa de mi abuelo materno nada era rígido. Allí todo era leve y cambiante. Las calles y los callejones parecían olvidar el lugar por donde habían pasado una semana antes y con toda parsimonia y sin escándalo se desviaban a derecha o izquierda. Quizás esto sucedía porque allí no había empedrado, sino tierra suelta. Además el suelo era resbaladizo. El paisaje, allí, se parecía a los hombres: uno podía verlo, con el cambio de las estaciones, engordar o adelgazar, aclararse u oscurecerse, embellecerse o afearse. En cambio, nuestro barrio era prácticamente indiferente a este discurrir.

Lo más asombroso de todo era que este barrio no tenía más que dos casas, la del babazoti y otra más a unos doscientos pasos de distancia. Todo alrededor, las pendientes escarpadas se cubrían de arbustos y de hierbas silvestres. Unas cuantas rocas y grandes piedras, rodadas tiempo atrás quién sabe de qué procedencia y desperdigadas caprichosamente entre los matojos y la hierba escasa, acentuaban su aspecto desértico. El barrio en cuestión era una de la partes de la ciudad que moría ante los ojos de todos. No era casual que las calles y callejas fueran aquí móviles y provisionales, como si estuvieran impacientes por abandonar definitivamente el lugar. Como tampoco era casual que los matorrales se tornaran cada vez más insolentes, brotando en el lugar más inesperado: en mitad del camino, junto a la fuente, en el interior del patio; uno incluso intentó crecer justo en el umbral de la puerta. No hace falta decir que esta osadía suya, loca y prematura, le costó la vida.

Los matorrales presagiaban la muerte. Recorriendo con Ilir los barrios altos, a lo largo de la frontera que separa la montaña de la ciudad, habíamos observado que tras la franja de ruinas de la últimas casas, abandonadas tiempo atrás, crecían los matojos. Crecían y acechaban como pequeñas bestias burlonas. Toda la ciudad estaba rodeada por ellas. De noche, había llegado a escuchar cómo aullaban. Era un aullido sordo, apenas audible, casi un llanto.

Hacia el norte del barrio pasaba el camino de la fortaleza, que enlazaba los barrios altos con el centro. Esta calzada discurría por encima del tejado de las dos únicas casas del barrio y, en una ocasión, un camión se había precipitado en el patio de la casa del babazoti. A veces ocurría que un borracho se caía sobre nuestro tejado y luego había goteras durante semanas. Pero esto era infrecuente. El camino tenía escasos transeúntes, aunque pasaba por él con frecuencia un solitario desconocido que cantaba bajo la solana, con toda la fuerza de sus pulmones, mientras regresaba del mercado:

A las siete de la tarde

Acudí a tu puerta

Escuché tu voz, Meri,

Decía: me duele la cabeza.

A una tal Meri le dolía siempre la cabeza a las siete de la tarde y se quejaba por ello. Era simple y sin embargo me gustaba mucho la canción. Nadie en nuestro barrio se habría atrevido a cantar una canción así y, si alguien lo hiciera, se abrirían al instante decenas de ventanas; las mujeres y las viejas se golpearían el rostro maldiciendo y finalmente alguna tiraría un cubo de agua al atrevido. Pero aquí la amplitud y la soledad permitían alzar la voz hasta la cima del cielo sin que el espacio inmenso llegara a llenarse. No era casual que el desconocido entonara su canción precisamente al volver la curva y emprender aquel camino. Sin duda le rondaba en la cabeza todo el día, en el mercado, en el café, por las calles de la ciudad y aguardaba impaciente el momento de llegar a aquel lugar perdido para ponerse a cantarla a voz en cuello.

Las tardes en aquel barrio eran particularmente hermosas e incomparables. Cuando escuchaba a la gente desearse las buenas tardes, recordaba de inmediato el patio de la casa del abuelo, donde los gitanos que vivían en el cobertizo tocaban el violín, mientras el babazoti, tumbado en su otomana, chupaba su pipa grande y negra. Hacía ya tiempo que los gitanos no tenían con qué pagar el alquiler y, al parecer, aquellos conciertos en las noches de verano servían para satisfacer en cierto modo la obligación que habían contraído con el abuelo.

– Babazoti, líame también a mí un cigarrillo -le pedía yo con voz suplicante y él, sin decir palabra, liaba un cigarrillo fino, lo encendía y me lo daba. Me sentaba junto a él y aspiraba el humo con enorme placer, sin hacer caso de los gestos amenazadores que me hacían mis tías desde la penumbra.

Imaginaba que no existía felicidad mayor en el mundo que, tras haber comido mucho, mucho, fumar y escuchar a los gitanos mientras tocaban el violín, entornando los ojos como el abuelo.