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Le costó otros tres meses encontrarlo. Empezó a ver indicios de colonización muy al sureste: un claro bien visible a dos o tres colinas de distancia, con algo similar a señales de recientes senderos que surgían de él. Y a su debido tiempo avanzó en esa dirección, atravesó un gran río hasta entonces desconocido para ella y llegó a una región de árboles talados tras la que había una granja de aspecto muy nuevo. Thesme recorrió furtivamente los alrededores y distinguió a un gayrog… Era Vismaan, Thesme estaba segura, labrando un campo de rica tierra negra. El miedo arrasó y dejó débil y tembloroso el cuerpo de Thesme. ¿No podía ser otro gayrog? No, no, no, Thesme estaba convencida de que era él, incluso imaginó que veía una ligera cojera. Se agachó para ocultarse, temerosa de acercarse a Vismaan. ¿Qué iba a decirle? ¿Cómo iba a justificar que hubiera hecho una caminata tan larga para verle, después de haberse apartado de su vida con tanta frialdad? Retrocedió en la maleza y estuvo a punto de irse. Pero entonces se envalentonó y gritó el nombre del gayrog.

Vismaan se detuvo y miró alrededor.

—¿Vismaan? ¡Aquí! ¡Soy Thesme!

Thesme tenía las mejillas ardiendo, el corazón le temblaba de un modo terrible. Durante un horroroso instante no le quedó duda de que estaba ante un gayrog desconocido, y las excusas por haberse entrometido ya saltaban hacia sus labios. Pero cuando el gayrog se acercó a ella, Thesme supo que no se había confundido.

—He visto el claro y pensaba que a lo mejor era tu granja —dijo, saliendo de la enmarañada maleza—. ¿Cómo te ha ido, Vismaan?

—Bastante bien. ¿Y a ti? Thesme se encogió de hombros.

—Voy tirando. Has hecho milagros aquí, Vismaan. Sólo han pasado unos meses y… ¡mira todo esto!

—Sí —dijo él—. Hemos trabajado duro.

—¿Hemos?

—Ahora tengo compañera. Ven, te la presentaré y te enseñaré nuestros logros.

Las tranquilas palabras de Vismaan helaron a Thesme. Quizá pretendían lograr precisamente ese efecto. En lugar de mostrar resentimiento o inquina por la forma en que Thesme le había apartado de su vida, Vismaan se vengaba de un modo más diabólico, mediante un comedimiento extremo, sin pasión alguna. Pero era más probable, pensó Thesme, que él no sintiera resentimiento y no tuviera necesidad de vengarse. La opinión del gayrog sobre lo ocurrido entre ambos debía ser totalmente distinta a la suya. No olvides que él no es un hombre, pensó Thesme.

Siguió al gayrog. Subieron una suave pendiente, cruzaron una acequia y bordearon un campo de pequeña extensión que obviamente estaba recién sembrado. En la cumbre de la colina, medio oculta por una frondosa huerta, había una casita hecha con madera de sijanil, no muy distinta de la choza de Thesme aunque de mayor tamaño y quizá más angulosa. Desde esa altura podía verse toda la granja, que ocupaba tres laderas de la colina. Thesme se asombró al observar la tarea hecha por Vismaan. Era imposible haber desbrozado tanto terreno, haber empezado a sembrar en sólo unos meses. Ella recordaba que los gayrogs no dormían, pero… ¿no tenían necesidad de descansar?

—¡Turnóme! —gritó Vismaan—. ¡Tenemos visita, Turnóme!

Thesme se esforzó en guardar calma. Ahora comprendía que había ido en busca del gayrog porque ya no deseaba estar sola. Se daba cuenta de que casi inconscientemente había forjado la fantasía de ayudar a Vismaan a levantar su granja, compartir su vida tanto como su cama, edificar una auténtica relación con él. Incluso durante un fugaz instante se había visto pasando unas vacaciones con él en el norte, visitando la hermosa Dulorn, conociendo a los compatriotas de Vismaan. Todo eso era una locura, y ella lo sabía, pero había sido una posibilidad tan cierta como alocada hasta el momento en que el gayrog le dijo que tenía una compañera. Thesme se esforzó en sosegarse, en mostrarse cordial y afectuosa, en evitar que salieran a relucir absurdas indirectas de rivalidad…

De la casita salió un gayrog casi tan alto como Vismaan, con el mismo caparazón de escamas, relucientes y perlinas, con idéntico cabello serpentino que se agitaba lentamente. Sólo había una clara diferencia entre ambos, pero ciertamente una diferencia muy curiosa, porque el pecho de la hembra estaba adornado por colgantes mamas tubulares, diez o quizá más, todas rematadas por un pezón de color verde oscuro. Thesme se estremeció. Vismaan afirmaba que los gayrogs eran mamíferos, y era imposible refutar la evidencia, pero el aspecto de reptil de la hembra quedaba simplemente realzado por aquellos pavorosos senos que le daban un aspecto, no de mamífero, sino de una criatura extrañamente híbrida e incomprensible. Thesme miró alternativamente a las dos criaturas con profundo desagrado.

—Le doy la bienvenida a esta casa —dijo la mujer gayrog, con aire solemne.

Thesme tartamudeó nuevos reconocimientos del trabajo que habían hecho en la granja. Sólo deseaba huir, pero era imposible hacerlo; ella había ido a visitar a sus vecinos de la jungla, y éstos insistían en observar las reglas de urbanidad. Vismaan la invitó a entrar en la casa. ¿Qué vendría después? ¿Una taza de té, un vaso de vino, zokas y mintuno a la brasa? En el interior de la casita apenas había nada aparte de una mesa, algunos cojines y, en el rincón más alejado de la puerta, un curioso recipiente tejido, de altas paredes y gran tamaño, apoyado en un trípode. Thesme lanzó una mirada al extraño objeto y apartó los ojos rápidamente mientras pensaba, sin saber por qué, que era incorrecto mostrar curiosidad por el recipiente. Pero Vismaan la cogió por el codo y dijo:

—Te lo enseñaremos. Acércate y mira.

Thesme obedeció. Era una incubadora. En un nido de musgo había once o doce huevos redondos y correosos, de color verde brillante con grandes manchas rojas.

—Nuestro primogénito saldrá antes de un mes —dijo Vismaan.

Thesme se vio barrida por una ola de mareo. Esa revelación del verdadero carácter no humano de los gayrogs la asombró más que cualquier otro detalle, más que la helada mirada de los ojos que nunca parpadeaban de Vismaan, más que la agitación del cabello, más que el contacto de la piel del gayrog con su cuerpo desnudo o la repentina sensación de que él estaba moviéndose dentro de ella. ¡Huevos! ¡Una carnada! ¡Y Turnóme ya rebosaba de leche para alimentar a las crías! Thesme tuvo la visión de diez diminutos lagartos aferrados a los numerosos pechos de la hembra, y el horror la paralizó. Permaneció inmóvil, sin respirar, durante un interminable momento, y luego dio media vuelta y salió disparada. Bajó corriendo la ladera de la colina, cruzó la acequia, atravesó justo por el centro, cosa que comprendió demasiado tarde, el campo recién sembrado y se adentró en la húmeda y nebulosa jungla.

8

No sabía cuánto tiempo había transcurrido cuando Vismaan apareció en la puerta de su choza. El tiempo había pasado en un confuso flujo de comida, cama, lloros y temblores, y quizás había sido un día, tal vez dos, quizás una semana… y allí estaba él, asomando cabeza y hombros en el interior de la choza y pronunciando el nombre de Thesme.

—¿Qué quieres? —preguntó Thesme, sin levantarse.

—Hablar. Hay cosas que deseaba explicarte. ¿Por qué te fuiste de repente?

—¿Tiene importancia?