Más tarde, como es de suponer, Hissune anhela otro sobresalto del milagroso registro. Un empleado distinto está de guardia esta vez, un severo y diminuto vroon con la máscara torcida, e Hissune tiene que mostrar sus documentos muy deprisa para entrar. Pero su desenvuelta inteligencia es digna rival para cualquiera de estos tardos funcionarios, y no tarda en encontrarse en el cubículo, marcando coordenadas con veloces dedos. Que sea la época de lord Stiamot, decide. Los últimos días de la conquista de los metamorfos por los ejércitos de los colonizadores humanos de Majipur. Dame un soldado del ejército de lord Stiamot, ordena a la oculta mente de los subterráneos. ¡Y a lo mejor tengo un vislumbre del mismísimo lord Stiamot!
Las resecas colinas ardían a lo largo de una curvada cresta desde Milimorn hasta Hamifieu, e incluso donde él se hallaba, en un nido de águilas ochenta kilómetros al este de Pico Zygnor, el capitán de grupo Eremoil notaba las calurosas ráfagas de aire y gustaba el chamuscado aroma del ambiente. Una densa corona de oscuro humo se alzaba sobre la cordillera entera. Dentro de una o dos horas los aviadores extenderían la línea de fuego desde Hamifieu hasta el pueblo situado en la base del valle, y al día siguiente harían arder la zona del sur hasta Sintalmond. Y luego toda la región estaría en llamas, y desdichados los cambiaspectos que se rezagaran en ella.
—Ya queda poco —dijo Viggan—. La guerra está prácticamente acabada.
Eremoil levantó los ojos de los mapas de la punta noreste del continente y miró fijamente al subalterno.
—¿Eso es lo que piensas? —preguntó vagamente.
—Treinta años. Es mucho.
—Nada de treinta. Quinientos años, seis siglos, el mismo tiempo que los hombres llevan en ese planeta. Siempre ha habido guerra, Viggan.
—Pero durante buena parte de ese tiempo no nos dimos cuenta de que estábamos librando una guerra.
—No —dijo Eremoil—. No, no lo comprendimos. Pero lo comprendemos ahora, ¿no es cierto, Viggan?
Volvió a centrar su atención en los mapas, inclinándose mucho sobre ellos, con los ojos entrecerrados, atisbando. El grasiento humo del aire estaba haciendo brotar lágrimas en sus ojos y haciendo borrosa su visión, y los mapas tenían trazos muy finos. Poco a poco pasó el puntero por las líneas que indicaban los contornos de las colinas por debajo de Hamifieu, marcando las poblaciones relacionadas en los informes.
Todos los pueblos situados a lo largo del arco de las llamas estaban señalados en los mapas, o así lo esperaba Eremoil, y diversos oficiales los habían visitado para notificar el incendio. Iban a pasarlas mal, él y los que estaban por debajo de él, si los cartógrafos habían olvidado alguna población, puesto que lord Stiamot había dado órdenes de que no se perdieran vidas humanas en la campaña culminante: había que avisar a todos los colonos para que tuvieran tiempo de evacuar las poblaciones. Y a los metamorfos se les daba idéntico aviso. No podemos asar vivos a nuestros enemigos, había dicho repetidamente lord Stiamot. El único objetivo era tenerlos bajo control, y en ese momento el fuego parecía ser el mejor medio de conseguirlo. Tener el fuego bajo control posteriormente podía ser una tarea mucho más ardua, pensaba Eremoil, pero ése no era el problema del momento.
—Kattikawn… Bizfern… Domgrave… Bylek… Hay tantos pueblos, Viggan. Además, ¿por qué quiere vivir aquí la gente?
—Dicen que la tierra es fértil, señor. Y el clima es moderado, para ser una región tan septentrional.
—¿Moderado? Sí, es posible, siempre que no te importe estar medio año sin ver la lluvia.
Eremoil tosió. Imaginó que escuchaba el restallido del distante incendio entre la tostada hierba que llegaba a la altura de la rodilla. En este lado de Alhanroel llovía durante todo el invierno y después no llovía durante todo el verano: un reto para los campesinos, podía pensarse, pero era evidente que éstos lo habían superado, considerando la cantidad de asentamientos agrícolas que habían brotado en las laderas de las colinas y más abajo, en los valles que corrían hacia el mar. Estaban en el apogeo de la estación seca, y la región llevaba meses tostándose bajo el sol. Sequía, sequía, sequía, el negro suelo crujía y se llenaba de surcos, la hierba que crecía en invierno estaba dormida y agotada, los arbustos llenos de hojas se plegaban y aguardaban… Qué momento tan ideal para entregar el lugar a las llamas y forzar al terco enemigo a retirarse a la orilla del mar… ¡o a meterse de cabeza en él! Pero no debían perderse vidas, no debían perderse vidas… Eremoil estudió las listas.
—Chikmoge… Fualle… Daniup… Michimang… —Levantó la cabeza otra vez, y dirigiéndose al subalterno, dijo—: Viggan, ¿qué harás después de la guerra?
—Mi familia tiene tierras en el Valle del Glayge. Volveré a ser campesino, supongo. ¿Y usted, señor?
—Mi hogar está en Stee. Yo era ingeniero civil. Acueductos, alcantarillas y otras cosas igualmente fascinantes. Tal vez siga con eso. ¿Cuándo viste el Glayge por última vez?
—Hace cuatro años —dijo Viggan.
—Yo cinco, desde que salí de Stee. Participaste en la batalla de Tremoyne, ¿no es cierto?
—Me hirieron. Levemente.
—¿Alguna vez has matado a un metamorfo?
—Sí, señor.
—Yo no —dijo Eremoil—. Nunca. Nueve años de soldado, sin matar a nadie. Claro que he sido oficial. Sospecho que no valgo para matar.
—Ninguno de nosotros vale para matar —dijo Viggan—. Pero cuando ellos se te echan encima, cambiando de forma cinco veces por minuto, con un cuchillo en una mano y un hacha en la otra… o cuando sabes que han atacado las tierras de tu hermano y asesinado a tus sobrinos.
—¿Es eso lo que sucedió, Viggan?
—No a mí, señor. Pero sí a otros, a muchísima gente. Las atrocidades… no necesito explicarle cómo…
—No. No, no hace falta. ¿Cuál es el nombre de este pueblo, Viggan?
El subalterno se inclinó sobre los mapas.
—Singaserin, señor. El rótulo está un poco manchado, pero eso es lo que dice. Y está en nuestra lista. Mire, aquí. Dimos el aviso anteayer.
—En ese caso, creo que hemos acabado con todos.
—Así lo creo, señor —dijo Viggan.
Eremoil amontonó los mapas, los puso a un lado y volvió a mirar hacia el oeste. Había una clara línea de demarcación entre la zona de incendio y las intactas colinas al sur de éste, de color verde oscuro y al parecer con abundante vegetación. Pero las hojas de aquellos árboles estaban marchitas, sucias después de muchos meses sin lluvia, y las colinas explotarían igual que si las hubieran bombardeado cuando el fuego las alcanzara. Eremoil vio de vez en cuando pequeñas llamaradas, simples estallidos de repentina brillantez como cuando se enciende una luz. Pero era una ilusión causada por la distancia, y Eremoil lo sabía. Aquellas minúsculas llamas representaban la erupción de un vasto territorio, ya que el fuego, propagándose mediante ascuas en el aire donde los aviadores no estaban extendiéndolo, devoraba los bosques más allá de Hamifieu.
—Ha llegado un mensajero, señor —dijo Viggan. Un joven muy alto vestido con un sudado uniforme había bajado de un monte y miraba vacilantemente al capitán.
—¿Y bien? —dijo Eremoil.
—Me envía el capitán Vanayle, señor. Hay problemas en el valle. Un colono no quiere evacuar el pueblo.
—Será mejor para él que lo haga —dijo Eremoil, encogiéndose de hombros—. ¿Qué pueblo es ése?
—Entre Kattikawn y Bizfern, señor. A notable distancia. El individuo también se llama Kattikawn, Aibil Kattikawn. Dijo el capitán Vanayle que es dueño de sus tierras por concesión del Pontífice Dvorn, que su familia lleva miles de años allí y que no piensa…
Eremoil suspiró.
—No me importa que esas tierras le pertenezcan por concesión directa de nadie, aunque sea del mismo Divino. Mañana quemaremos esa zona y él morirá frito si se queda ahí.