—Él lo sabe, señor.
—¿Qué quiere que hagamos nosotros? ¿Que el incendio rodee su granja, eh? —Eremoil agitó el brazo en señal de impaciencia—. Tendrá que evacuar la zona, no importa lo que quiera o no quiera hacer.
—Ya intentamos obligarle —dijo el mensajero—. Está armado y ofreció resistencia. Dice que matará a cualquiera que intente sacarle de sus tierras.
—¿Matar? —dijo Eremoil, como si la palabra careciera de significado—. ¿Matar? ¿Quién habla de matar a otros seres humanos? Ese hombre está loco. Envíen cincuenta soldados y que lo lleven a una zona segura.
—He dicho que ofreció resistencia, señor. Hubo intercambios de disparos. El capitán Vanayle cree que es imposible sacarlo de allí sin que se pierdan vidas. El capitán Vanayle solicita que vaya usted personalmente para razonar con el sujeto, señor.
—Que yo…
—Puede ser lo más sencillo —dijo tranquilamente Viggan—. Estos grandes terratenientes pueden ponerse muy difíciles.
—Que Vanayle hable con él —dijo Eremoil.
—El capitán Vanayle ha intentado ya parlamentar con el sujeto, señor —dijo el mensajero—. Fue inútil. Ese Kattikawn exige audiencia con lord Stiamot. Está claro que eso es imposible, pero quizá si usted quisiera…
Eremoil consideró la posibilidad. Era absurdo que el comandante del distrito aceptara esa tarea. Despejar el territorio antes del incendio de mañana era responsabilidad directa de Vanayle; la responsabilidad de Eremoil era quedarse allí arriba y dirigir la acción. Por otra parte, despejar el territorio también era responsabilidad de Eremoil en último término. Vanayle había fracasado por completo, y enviar un pelotón para sacar a aquel hombre por la fuerza acabaría seguramente con la muerte de Kattikawn y de varios soldados, cosa que a duras penas era un resultado provechoso. ¿Por qué no ir? Eremoil inclinó lentamente la cabeza. Al diablo con el protocolo, él no iba a insistir en ceremonias. No le quedaba nada importante que hacer esa tarde y Viggan se ocuparía de los detalles que surgieran. Y si él podía salvar una vida, la vida de un viejo necio y obstinado, haciendo una pequeña excursión por la ladera…
—Que preparen mi flotador —dijo a Viggan.
—¿Señor?
—Lo que he dicho. Ahora mismo, antes de que cambie de idea. Voy a bajar a verle.
—Pero Vanayle ya ha…
—Deja de poner dificultades, Viggan. Estaré fuera sólo un rato. Tú quedas al mando hasta mi regreso, pero no creo que tengas que trabajar duro. ¿Podrás hacerlo?
—Sí, señor —dijo tristemente el subalterno.
El trayecto fue más largo que lo que Eremoil esperaba, casi dos horas por la carretera en zigzag hasta llegar a la base del Pico de Zygnor, y luego por el irregular descenso de la meseta hasta las colinas que bordeaban la llanura costera. El ambiente ahí era más caluroso aunque había menos humo. Las rielantes ondas caloríficas generaban espejismos, y hacían que el panorama pareciera disolverse y fluir. La carretera estaba vacía de tráfico, pero Eremoil se vio constantemente obstaculizado por bestias que emigraban presas de pánico, extraños animales de especies que no pudo identificar que huían despavoridas de la zona de fuego. Las sombras estaban empezando a alargarse cuando Eremoil llegó a los poblados al pie de las montañas. El fuego era una presencia tangible, igual que un segundo sol en el cielo. Eremoil notó el calor de las llamas en sus mejillas, y vio que finos granos de arena se pegaban a su piel y a sus ropas.
Los lugares que había estado comprobando en las listas se volvieron desagradablemente reales: Byelk, Domgrave, Bizferz. Todos eran iguales, un apiñamiento central de tiendas y edificios públicos, un borde residencial, un cinturón de granjas que se extendían más allá, y todos los pueblos al abrigo de pequeños valles donde diversos arroyos bajaban de las montañas y se perdían en la llanura. Todos los poblados estaban desiertos, o casi desiertos; sólo quedaban algunos rezagados, los demás ya estaban en las carreteras que llevaban a la costa. Eremoil supuso que podía meterse en cualquier casa y encontrar libros, tallas, recuerdos de vacaciones pasadas en otros lugares con gran pesar. Y al día siguiente no habría más que cenizas. Pero ese territorio estaba plagado de cambiaspectos. Los colonos habían vivido allí durante siglos bajo la amenaza del implacable y salvaje enemigo que aparecía y desaparecía en los bosques siempre enmascarado, disfrazado de amigo, de amante, de hijo, para cumplir sus cometidos criminales. Una guerra secreta y silenciosa entre los desposeídos y los que vinieron después, una guerra que se hizo inevitable en cuanto los primitivos puestos de avanzada de Majipur crecieron hasta convertirse en ciudades y territorios agrícolas que consumían más y más zonas de dominio de los nativos. Ciertos remedios implican una drástica cauterización: en esta convulsión definitiva de la lucha entre humanos y cambiaspectos era imposible evitarlo, había que destruir Byelk, Domgrave y Bizfern para poner fin a la agonía. No obstante esta necesidad no hacía más fácil la obligación de abandonar el hogar, pensó Eremoil, y tampoco era especialmente fácil destruir el hogar de otras personas, como él había hecho desde hacía varios días… a menos que se hiciera a distancia, a cómoda distancia, en un lugar donde la deflagración fuera únicamente una abstracción estratégica.
Más allá de Bizfern las montañas viraban hacia el oeste un largo trecho, y la carretera seguía su contorno. Había buenos arroyos en esa zona, prácticamente pequeños ríos, y el territorio tenía grandes bosques en los puntos donde no había sido despejado para el cultivo. Sin embargo, también allí los meses sin lluvia habían hecho terriblemente combustibles los bosques. Por todas partes había hojas caídas de las ramas y viejos troncos agrietados.
—Éste es el lugar, señor —dijo el mensajero.
Eremoil contempló un encajonado cañón, estrecho en la entrada y mucho más amplio en el interior, con un arroyo que discurría por el centro. Entre las sombras cada vez más abundantes distinguió una impresionante finca, un gran edificio blanco con un tejado de tejas verdes, y más allá lo que parecía ser una inmensa área de cultivos. Guardias armados aguardaban en la entrada del cañón. No se trataba de las tierras de un simple campesino, sino del dominio de alguien que se consideraba duque. Eremoil vio problemas en perspectiva.
Bajó del vehículo flotante y avanzó hacia los guardianes, que le examinaron con frialdad y mantuvieron los lanzadores de energía listos para abrir fuego.
—El capitán de grupo Eremoil desea ver a Aibil Kattikawn —dijo al hombre de aspecto más imponente.
—El Kattikawn aguarda a lord Stiamot —fue la simple y fría réplica.
—Lord Stiamot está atareado en otro lugar. Yo soy su representante en el día de hoy. Soy el capitán de grupo Eremoil, comandante de este distrito.
—Tenemos orden de admitir únicamente a lord Stiamot.
—Informa a tu señor —dijo Eremoil, cansado— que la Corona envía sus excusas y le pide que exponga sus quejas al capitán de grupo Eremoil.
El guardián se mostró indiferente. Pero al cabo de unos instantes dio media vuelta y entró en el cañón. Eremoil vio que caminaba sin prisa alguna junto a la orilla del arroyo y desaparecía en la densa maleza de la plaza procedente de la zona de fuego, una capa de aire oscuro que causaba picor en los ojos y abrasaba la garganta. Eremoil imaginó una cubierta de negras y arenosas partículas en sus pulmones. Pero desde allí, un lugar abrigado, el mismo fuego era invisible.
El guardián volvió por fin, con idéntica lentitud.
—El Kattikawn le recibirá —anunció.
Eremoil llamó por señas a la conductora y al guía, el mensajero. Pero el guardián de Kattikawn movió la cabeza de un lado a otro.