—Yo lo ensalzaré ahora —dijo Kattikawn—. ¡Oh sabia y justa Corona! Que en su infinita sabiduría destruye este territorio para que su mundo no tenga la preocupación de unos fastidiosos aborígenes que están al acecho. Yo habría preferido, Eremoil, que él, su heroico rey, fuera menos noble de espíritu. O más noble, tal vez. Para mí habría sido más admirable que él eligiera un método más lento para conquistar estos últimos reductos. Treinta años de guerra… ¿Qué importan dos o tres más?
—Es el método que ha elegido él. El fuego se acerca a este lugar mientras nosotros hablamos.
—Que se acerque. Yo estaré aquí, defendiendo mi casa contra él.
—Usted ha visto la zona de fuego —dijo Eremoil—. Su defensa no durará diez segundos. El fuego devora todo lo que se le pone en su camino.
—Seguramente. Correré el riesgo.
—Le suplico que…
—¿Me suplica? ¿Es usted un mendigo? ¿Y si fuera yo el suplicante? ¡Le suplico, capitán, que salve mis posesiones!
—Imposible. Yo le hago una súplica sincera: váyase, y salve su vida y las vidas de los suyos.
—¿Qué me pide que haga? ¿Que me arrastre por esa carretera de la costa, que viva en una escuálida cabaña en Alaisor o Bailemoona? ¿Que atienda mesas en una posada, que duerma en la calle, que almohace monturas en alguna cuadra? Ésta es mi casa. Prefiero morir aquí mañana en diez segundos que vivir mil años en un cobarde exilio. —Kattikawn se acercó a la ventana—. Oscurece, capitán. ¿Querrá cenar conmigo?
—No puedo quedarme, lamento decírselo.
—¿Le cansa esta discusión? Podemos hablar de otras cosas. Yo preferiría hacerlo.
Eremoil estrechó la zarpa que era la mano del otro hombre.
—Tengo obligaciones en mi cuartel general. Aceptar su hospitalidad habría sido un placer inolvidable. Ojalá fuera posible. ¿Querrá perdonar mi negativa?
—Me apena que se vaya sin cenar. ¿Tiene prisa por volver con lord Stiamot?
Eremoil guardó silencio.
—Le ruego que me obtenga audiencia con él —dijo Kattikawn.
—Es imposible, y no serviría para nada. Por favor: salga de aquí esta noche. Cenemos juntos, y luego abandone su dominio.
—Ésta es mi casa, y aquí me quedo —dijo Kattikawn—. Le deseo lo mejor, capitán, una larga y armoniosa vida. Y le agradezco esta conversación.
Cerró los ojos un momento e inclinó la cabeza: una ligera reverencia, una elegante despedida. Eremoil se acercó a la puerta del gran salón.
—El otro oficial pensó que me echaría de aquí a la fuerza —dijo Kattikawn—. Usted ha tenido más juicio, y yo le felicito. Adiós, capitán Eremoil.
Eremoil buscó palabras adecuadas, no encontró ninguna y se conformó con hacer un gesto de saludo.
Los guardianes de Kattikawn le acompañaron a la entrada del cañón, donde aguardaban la conductora y el mensajero, que estaban jugando a cierto juego de dados junto al flotador. Ambos se pusieron firmes al ver a Eremoil, pero éste les indicó que descansaran. Miró al este, hacia las grandes montañas que se alzaban en el lado opuesto del valle. En esas latitudes septentrionales, siendo una noche estival, el cielo aún estaba brillante, incluso hacia el este, y la gruesa mole del Pico Zygnor se extendía en el horizonte como un negro muro que tapaba el suave tono gris del cielo. Al sur se hallaba el gemelo de este pico, el Monte Haimon, donde la Corona tenía su cuartel general. Eremoil pasó un rato examinando los dos poderosos picos, las estribaciones bajo ellos, la columna de fuego y humo que ascendía al otro lado, y las lunas que habían hecho acto de presencia en el cielo. Luego meneó la cabeza, se volvió y observó la finca de Aibil Kattikawn, que en ese momento estaba desapareciendo entre las sombras del crepúsculo. Durante su ascenso en los rangos del ejército Eremoil había conocido duques, príncipes y numerosas personalidades que un simple ingeniero civil no suele conocer en su vida normal, y había pasado muchas horas con la misma Corona y su círculo de íntimos consejeros. Sin embargo no creía haber conocido nunca a un hombre como Kattikawn, que podía ser el hombre más noble o más descamisado del planeta, y quizás ambas cosas.
—Vámonos —dijo a la conductora—. Coge la carretera de Haimon.
—¿La del Haimon, señor?
—Para ver a la Corona, sí. ¿Podemos estar allí a medianoche?
La carretera que llevaba al pico meridional era muy parecida a la del Zygnor, aunque más empinada y no tan bien pavimentada. Sus curvas y recodos serían peligrosos en la oscuridad a la velocidad que la conductora de Eremoil, una mujer de Stoien, se arriesgaba. Pero el rojo fulgor de la zona de fuego iluminaba el valle y las montañas y reducía mucho los riesgos. Eremoil no dijo nada durante el largo trayecto. No había nada que decir. ¿Acaso la conductora o el mensajero podían entender la naturaleza de Aibil Kattikawn? El mismo Eremoil, cuando supo que un campesino local se negaba a abandonar sus tierras, había interpretado mal dicha naturaleza; había imaginado que se trataba de un viejo loco, un fanático, un terco, un hombre ciego a las realidades del peligro que corría. Kattikawn era terco, sí, y quizá podía llamársele fanático, pero nada más. No era un loco, aunque su filosofía pudiera parecer alocada a quienes, como Eremoil, vivían de acuerdo a códigos distintos.
Eremoil se preguntó qué iba a decir a lord Stiamot.
Era inútil ensayar: las palabras saldrían, o no saldrían. Al cabo de un rato el capitán cayó en una especie de sueño en vela, con la mente lúcida pero paralizada, sin juzgar nada, sin calcular nada. El vehículo flotador, que avanzaba suave y velozmente por la vertiginosa carretera, abandonó el valle y salió al escabroso territorio que había a continuación. A medianoche todavía se encontraba en la parte más baja del Monte Haimon, pero era iguaclass="underline" la Corona tenía fama de acostarse muy tarde, y a menudo ni siquiera dormía. Eremoil no tenía duda alguna de que el monarca estaría disponible.
En algún punto de las alturas del Haimon, Eremoil quedó dormido de verdad sin enterarse, y sintió sorpresa y confusión cuando el mensajero le zarandeó con suavidad mientras le decía:
—Estamos en el campamento de lord Stiamot, señor.
Parpadeando, desorientado, Eremoil vio que todavía estaba erguido en el asiento, con las piernas entumecidas y la espalda rígida. Las lunas ya estaban al otro lado del cielo y la noche era totalmente negra aparte del asombroso y ardiente tajo que hendía el firmamento hacia el oeste. Eremoil salió torpemente del flotador. Incluso entonces, en plena noche, el campamento de la Corona era un lugar bullicioso; diversos mensajeros corrían de un lado a otro y brillaban luces en numerosas dependencias. Se presentó un ayudante que reconoció a Eremoil y le ofreció un saludo exageradamente formal.
—Esta visita es una sorpresa, capitán Eremoil.
—También lo es para mí, diría yo. ¿Está lord Stiamot en el campamento?
—La Corona está celebrando una reunión de estado mayor. ¿Le espera él, capitán?
—No —dijo Eremoil—. Pero debo hablar con él.
El ayudante no se preocupó por ese detalle. Reuniones de estado mayor en plena noche, comandantes regionales que aparecían de improviso solicitando conferencias… bueno, ¿por qué no? Así era la guerra, los protocolos se improvisaban día tras día. Eremoil siguió al ayudante a través del campamento hasta llegar a una tienda octogonal que ostentaba la insignia del estallido estelar de la Corona. Un círculo de guardias rodeaba el lugar, tan severos y atentos como los que defendían la entrada al cañón de Kattikawn. En los últimos ocho meses se habían producido cuatro atentados contra la vida de lord Stiamot, todos ellos obra de metamorfos, todos frustrados. Ninguna Corona de la historia de Majipur había muerto violentamente, pero también era cierto que ninguna Corona había librado una guerra antes de Stiamot.