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El ayudante habló con el jefe de la guardia. De repente Eremoil se vio en el centro de un grupo de hombres armados, con luces que se reflejaron enloquecedoramente en los ojos del capitán mientras muchos dedos le despojaban laboriosamente de sus armas. El asalto le dejó atónito unos instantes. Pero luego recobró el aplomo.

—¿Qué es esto? —dijo—. Soy el capitán de grupo Eremoil.

—Siempre que no sea un cambiaspecto —dijo un hombre.

—¿Y creen que lo averiguarán zarandeándome y cegándome con ese resplandor?

—Existen métodos —dijo otro militar.

Eremoil se echó a reír.

—Ninguno ha demostrado ser fiable. Pero prosigan: pónganme a prueba, y háganlo rápido. Debo hablar con lord Stiamot.

Aquellos hombres conocían métodos, sí. Uno entregó a Eremoil una tira de papel verde y le dijo que la tocara con la lengua. Así lo hizo el capitán, y el papel se puso de color naranja. Otro militar le pidió varios cabellos, y prendió fuego a éstos. Eremoil no pudo ocultar su sorpresa. Había pasado un mes desde su última visita al campamento de la Corona, y entonces nadie hacía uso de tales prácticas. Debía haberse producido otro intento de asesinato, decidió Eremoil, o quizás algún científico charlatán había difundido esas técnicas. Por lo que sabía el capitán, no existía método seguro de diferenciar a un metamorfo de un humano auténtico cuando el metamorfo adoptaba forma humana… como no fuera mediante disección, y él no iba a proponer que se sometería a ese método.

—Pase —le dijeron por fin—. Puede entrar.

Pero todos le acompañaron. Los ojos de Eremoil, ya deslumbrados, se ajustaron con dificultad a la penumbra de la tienda de la Corona, pero al cabo de unos momentos vio a seis personas en el extremo opuesto, y lord Stiamot entre ellas. Al parecer estaban rezando. Oyó musitadas invocaciones y respuestas, fragmentos de las viejas escrituras. ¿Era el tipo de reuniones de estado mayor que celebraba actualmente la Corona? Eremoil avanzó unos pasos y se quedó a pocos metros del grupo. Sólo conocía a uno de los asistentes de la Corona, Damlang de Bibiroon, generalmente considerado como el segundo o tercer candidato al trono. Los otros ni siquiera tenían aspecto de soldados, puesto que se trataba de hombres de más edad, con ropa civil y cierta apariencia de estar acostumbrados a la vida urbana, poetas, quizá intérpretes de sueños, pero ciertamente no guerreros. Mas la guerra estaba prácticamente terminada.

La Corona miró en dirección a Eremoil sin dar muestras de haberse percatado de su presencia.

Eremoil se sorprendió al ver el aspecto atormentado y consumido de lord Stiamot. La Corona había envejecido visiblemente durante los tres últimos años de la guerra, pero el proceso se había acelerado: era un hombre encogido, sin color, frágil, con la piel reseca y los ojos sin brillo. Aparentaba tener cien años, y sin embargo no era mucho más viejo que Eremoil, un hombre de cincuenta años. Eremoil recordó el día en que Stiamot ocupó el trono, y la promesa que hizo el monarca de poner fin a la locura de la constante y no declarada guerra con los metamorfos, reagrupar a los antiguos nativos del planeta y alejarlos de los territorios colonizados por la raza humana. Sólo treinta años y la Corona parecía casi un siglo más viejo. Pero había pasado su reinado haciendo campañas (cosa que no había hecho ninguna Corona anterior y que seguramente no haría ninguna posterior) en el Valle del Glayge, en las calurosas tierras del sur, en los densos bosques del noroeste, en las ricas llanuras que rodeaban el golfo de Stoien, año tras año cercando a los cambiaspectos con veinte ejércitos y encerrándolos en campos. Y casi había terminado esa tarea, sólo las guerrillas del noroeste permanecían en libertad… Una lucha constante, una prolongada y violenta vida bélica, sin apenas tiempo para volver a la tierna primavera del Monte del Castillo para disfrutar los placeres del trono. De vez en cuando Eremoil se preguntaba, mientras la guerra se alargaba más y más, cómo respondería lord Stiamot si fallecía el Pontífice, si él era ascendido a la otra categoría real y se viera forzado a establecer su residencia en el Laberinto: ¿se negaría, y conservaría el título de Corona para poder continuar las campañas? Pero el Pontífice gozaba de buena salud, así se afirmaba, y allí estaba lord Stiamot, un hombrecillo viejo y cansado, con aspecto de hallarse al borde de la tumba. Eremoil comprendió de pronto por qué Aibil Kattikawn no había entendido la situación, por qué lord Stiamot estaba tan ansioso de poner fin a la fase final de la guerra fuera cual fuese el coste.

—¿Quién tenemos aquí? —dijo la Corona—. ¿Es Finiwain?

—Eremoil, mi señor. Al mando de las fuerzas que realizan el incendio.

—Eremoil. Sí. Eremoil. Recuerdo. Ven, siéntate con nosotros. Estamos dando gracias al Divino por el fin de la guerra, Eremoil. Estas personas han venido a verme enviadas por mi madre la Dama de la Isla, que nos protege en sueños, y pasaremos la noche cantando cánticos de loa y gratitud, porque por la mañana estará terminado el círculo de fuego. ¿Eh, Eremoil? Ven, siéntate, canta con nosotros. Conoces los cantos a la Dama, ¿verdad?

Eremoil escuchó espantado la voz cascada y desgarrada del monarca. Esa apagada brizna de reseco sonido era todo lo que quedaba de un tono de voz en otro tiempo majestuoso. El héroe, el semidiós, estaba agotado y arruinado tras la prolongada campaña. No quedaba nada de él, era un espectro, una sombra. Al verle así, Eremoil se preguntó si lord Stiamot había sido alguna vez el poderoso personaje del recuerdo, o si quizá ello era debido a la invención de mitos y a la propaganda y la Corona había sido siempre menos de lo que veía la mirada.

Lord Stiamot le hizo un gesto para que se acercara. Eremoil lo hizo con renuencia.

Pensó en el motivo de su visita, en lo que tenía que decir. Mi señor, hay un hombre en la ruta del fuego que no piensa moverse y que no consentirá en que le hagan marcharse, y al que es imposible evacuar sin perder vidas. Y, mi señor, es un hombre excelente que no podemos destruir de ese modo. Por eso le pido, mi señor, que detenga el incendio, que idee una estrategia alternativa para que podamos capturar a los metamorfos que huyen de la línea de fuego pero sin necesidad de extender la destrucción más allá del punto al que ha llegado, porque…

No.

Eremoil comprendió la imposibilidad de pedir a la Corona que retrasara una sola hora el fin de la guerra. Ni en provecho de Kattikawn, ni en provecho de Eremoil, ni en provecho de la santa Dama, la madre del monarca, podía detenerse el incendio. Eran los últimos días de la guerra y la necesidad de la Corona de llegar al final era la fuerza dominante que barría cualquier otra cosa. Eremoil podía intentar detener el incendio mediante su autoridad personal, pero no podía pedir la aprobación de la Corona.

Lord Stiamot extendió la cabeza hacia Eremoil.

—¿Qué ocurre, capitán? ¿Qué te preocupa? Ven. Siéntate a mi lado. Canta con nosotros, capitán. Alza tu voz en acción de gracias.

Iniciaron un himno, una tonada que Eremoil no conocía. Se limitó a tararear, improvisó una armonía. Después cantaron otra canción y otra más, y Eremoil conocía la última; cantó, pero de un modo apagado, sin tono. No podía faltar mucho para el alba. Silenciosamente retrocedió en la sombra y salió de la tienda. Sí, allí estaba el sol, proyectando la primera luz verdusca sobre la faz oriental del Monte Haimon, aunque todavía faltaba una hora o más para que sus rayos escalaran la pared de la montaña e iluminaran los condenados valles del suroeste. Eremoil ansiaba una semana de sueño. Buscó al ayudante.

—¿Quieres enviar un mensaje a mi subalterno en el Pico Zygnor? —le dijo.

—Naturalmente, capitán.