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—Dile que se haga cargo de la siguiente fase del incendio y que prosiga el programa. Voy a quedarme aquí durante el día y regresaré por la tarde a mi cuartel general, después de haber descansado un poco.

—Sí, señor.

Eremoil se volvió y miró hacia el oeste, todavía envuelto por la noche excepto en los puntos iluminados por el terrible fulgor de la zona de fuego. Seguramente Aibil Kattikawn habría estado toda la noche atareado con bombas y mangas, mojando sus tierras. Sería inútil, por supuesto; un incendio de tal magnitud arrasaba todo a su paso, y proseguía hasta que no quedaba combustible. De modo que Kattikawn moriría y el tejado del edificio se derrumbaría, y era imposible evitarlo. La única forma de salvarlo era arriesgar las vidas de inocentes soldados, y quizá ni aun así. O podía salvarse si Eremoil prefería no tener en cuenta las órdenes de lord Stiamot, pero había poco tiempo. De forma que Kattikawn moriría. Al cabo de nueve años de campaña, pensó Eremoil, se perderá una vida por mi culpa, y se trata de un ciudadano nuestro. Así sea. Así sea.

Se quedó en el puesto de guardia, fatigado pero incapaz de moverse, otra hora más, hasta que vio las primeras explosiones de fuego en las colinas próximas a Bizfern, o tal vez Domgrave, y supo que el bombardeo incendiario matutino había comenzado. La guerra acabará pronto, pensó. Nuestros últimos enemigos huyen ahora hacia la seguridad de la costa, donde serán internados y transportados al otro lado del mar, y el mundo estará tranquilo de nuevo. Eremoil notó el calor del sol estival en su espalda, y el calor del incendio que se propagaba en sus mejillas. El mundo estará tranquilo de nuevo, pensó, y se dispuso a buscar un lugar para dormir.

III

EN EL QUINTO AÑO DEL VIAJE

Ese relato era muy distinto al primero. Hissune está menos sorprendido, menos conmocionado; es un relato triste y conmovedor, pero no sacude las profundidades de su alma como hizo el abrazo de la mujer y el gayrog. Sin embargo Hissune ha aprendido mucho sobre la naturaleza de la responsabilidad, los conflictos que surgen entre fuerzas opuestas sin que pueda decirse que una de ellas está equivocada, y el significado de la auténtica tranquilidad de espíritu. Además ha descubierto algo sobre el proceso de fabricar mitos, porque en toda la historia de Majipur no ha existido personaje más divino que lord Stiamot, el brillante rey-guerrero que quebró la fuerza de los siniestros aborígenes, los cambiaspectos. Ocho mil años de idolatría han transformado a Stiamot en un pavoroso ser de gran majestad y esplendor. Ese mítico lord Stiamot todavía perdura en la mente de Hissune, pero ha sido preciso ponerlo en un lado para dejar sitio al Stiamot que él ha visto a través de los ojos de Eremoiclass="underline" un hombrecillo fatigado, pálido, arrugado, prematuramente envejecido, que se quemó el alma hasta dejarla convertida en un pellejo en una batalla de toda una vida. ¿Un héroe? Ciertamente, excepto quizá para los metamorfos. Pero… ¿un semidiós? No, un ser humano, muy humano, todo él fragilidad y fatiga. Es importante no olvidar nunca esto, piensa Hissune, y en ese momento comprende que estos minutos robados en el Registro de Almas están dándole verdadera educación, un titulo de doctor en la vida.

Transcurre mucho rato antes de que Hissune se sienta preparado para otro curso. Pero a su debido tiempo el polvo de los archivos fiscales empieza a filtrarse hasta las profundidades de su ser y el muchacho apetece diversión, una aventura. Así pues, vuelta al Registro. Otra leyenda precisa examen. Porque una vez ,hace mucho tiempo, un barco cargado de locos se dispuso a cruzar el Gran Océano… Una insensatez inconcebible, aunque gloriosamente insensata, e Hissune decide abordar ese barco y descubrir qué aconteció a su tripulación. Una breve investigación revela el nombre del capitán: Sinnabor Lavon, nativo del Monte del Castillo. Los dedos de Hissune tocan suavemente las teclas para indicar fecha, lugar y nombre, y el jovencito se recuesta, ansioso, listo para ir al mar.

En el quinto año del viaje Sinnabor Lavon vio las primeras briznas de hierba de dragón que se agitaban y retorcían en el mar a lo largo del casco del barco.

Sinnabor desconocía lo que veía, por supuesto, ya que ningún habitante de Majipur había visto hierba de dragón hasta entonces. Esa distante extensión del Gran Océano estaba inexplorada. Pero él sabía que habían llegado al quinto año del viaje; todas las mañanas Sinnabor Lavon anotaba la fecha y la posición del barco en el cuaderno de bitácora, de forma que los exploradores no perdieran la orientación psicológica en un océano monótono y sin límites. Por eso el capitán estaba seguro de que ese día correspondía al vigésimo año del pontificado de Dizimaule, siendo Corona lord Arioc, y que se habían cumplido cinco años desde que el Spurifon partiera del puerto de Til-omon en su viaje alrededor del mundo.

Al principio Sinnabor confundió la hierba de dragón con una masa de serpientes marinas. La hierba parecía moverse gracias a una fuerza interna, se retorcía, se agitaba, se contraía, se inmovilizaba. En la calmada y oscura agua, relucía con brillante riqueza de color; todas las briznas eran iridiscentes, mostraban fulgores de tonos esmeralda, índigo y bermellón. Había una mancha pequeña a babor y una franja algo más amplia que teñía el mar a estribor.

Lavon se asomó a la barandilla que daba a la cubierta inferior y vio un trío de peludos seres de cuatro brazos: tripulantes skandar que reparaban redes o fingían hacerlo. Los tres miraron al capitán agria, malhumoradamente. Igual que gran parte de la tripulación, aquellos skandars hacía mucho tiempo que estaban hartos de navegar.

—¡Eh, vosotros! —gritó Lavon—. ¡Echad la red! ¡Recoged algunos ejemplares de esas serpientes!

—¿Serpientes, capitán? ¿Qué serpientes?

—¡Allí! ¡Allí! ¿No las veis?

Los skandars observaron el mar y luego, con cierta solemnidad paternal, miraron a Sinnabor.

—¿Se refiere a esa hierba en el agua?

Lavon miró más atentamente. ¿Hierba? El barco ya había dejado atrás las primeras manchas, pero había más a proa, masas de mayor tamaño, y el capitán forzó la vista para intentar distinguir un solo animal entre el enmarañado conjunto arrastrado por la corriente. Se movían, igual que serpientes. Sin embargo Lavon no vio cabezas, ni ojos. Bien, seguramente era hierba. Hizo impacientes gestos y los skandars, sin prisa alguna, extendieron la cuchara, articulada y acoplada a un elevador, con que se recogían especímenes biológicos.

Cuando Lavon llegó a la cubierta inferior, un chorreante montoncillo de hierba se hallaba extendido a bordo, y seis personas estaban reunidas alrededor: el segundo oficial Vormetch, el oficial de derrota Galimoin, Joachil Noor y dos científicos, y Mikdal Hasz, el cronista. Había un fuerte olor a amoníaco en el ambiente. Los tres skandars retrocedieron, apretándose la nariz de modo ostentoso y murmurando, pero los demás señalaron, se rieron, pincharon la hierba, se mostraron más excitados y animados que en las últimas semanas.

Lavon se arrodilló junto a los otros. No había duda, aquello eran algas marinas de clase desconocida, filamentos planos y pulposos casi tan largos como un hombre, anchos como un brazo, gruesos como un dedo. Las algas se retorcían y se agitaban de modo convulsivo, igual que si tuvieran muelles, pero poco a poco los movimientos fueron haciéndose más lentos. Estaban secándose, y los brillantes colores fueron apagándose con rapidez.

—Coged más —dijo Joachil Noor a los skandars—. Y esta vez metedlas en un recipiente con agua del mar para mantenerlas vivas.

Los skandars no se movieron.

—Esa peste… esa peste asquerosa… —gruñó uno de los velludos seres.

Joachil Noor se acercó a ellos —la mujer, nervuda y bajita, parecía una niña al lado de las gigantescas criaturas—, y agitó bruscamente las manos. Los skandars, tras encogerse de hombros, prosiguieron la tarea con pesados movimientos.