—¿Qué opina de eso? —dijo Sinnabor a Joachil.
—Algas. Una especie desconocida, pero todo es desconocido a tanta distancia de tierra. Los cambios de color son interesantes. No sé si es a causa de fluctuaciones de la pigmentación o simple resultado de ilusiones ópticas, el reflejo de la luz en capas epidérmicas que oscilan.
—¿Y los movimientos? Las algas no poseen músculos.
—Muchas plantas pueden moverse. Oscilaciones secundarias de corriente eléctrica que causan variaciones en las columnas de fluido dentro de la estructura de la planta… ¿No ha oído hablar de las plantas sensibles del noroeste de Zimroel? Gritas delante de ellas y se contraen. El agua del mar es un conductor excelente. Estas algas deben captar toda clase de impulsos eléctricos. Las estudiaremos con cuidado. —Joachil Noor sonrió—. Estoy segura, llegan como un presente del Divino. Otra semana de mar desierto y me habría tirado por la borda.
Lavon asintió. También él había experimentado esa sensación: ese aburrimiento horrible y agotador, la pavorosa y sofocante sensación de haberse condenado uno mismo a un viaje interminable para llegar a ninguna parte. Incluso él, que había perdido siete años de su vida para organizar esta expedición, que estaba ansioso de emplear el resto de su vida para llevarla a término, incluso él, en el quinto año del viaje, estaba paralizado por la desgana, entumecido por la apatía…
—Esta noche —dijo— nos presentará un informe, ¿eh? Hallazgos preliminares. Excepcional nueva especie de alga.
Joachil Noor hizo una señal y los skandars cargaron en sus anchas espaldas el recipiente de algas y lo llevaron al laboratorio. Los tres biólogos fueron detrás de ellos.
—Van a tener gran cantidad de algas para estudiar —dijo Vormetch. El segundo oficial señaló con el dedo—. ¡Mire, allí! El mar está repleto de algas.
—Demasiado repleto, quizá —dijo Mikdal Hasz. Sinnabor miró al cronista, un hombrecillo de voz seca con ojos claros y un hombro más alto que el otro.
—¿Qué quiere decir?
—Los rotores podrían obstruirse, capitán. Si la capa de algas se hace más espesa. He leído relatos de Vieja Tierra, sobre océanos donde las algas eran impenetrables, donde los barcos se enredaban sin remedio. Los tripulantes se alimentaban con cangrejos y peces y finalmente morían de sed, y las embarcaciones seguían a la deriva durante siglos con esqueletos a bordo…
Galimoin, el oficial de derrota, lanzó un bufido.
—Fantasías. Fábulas.
—¿Y si eso nos pasa a nosotros? —pregunto Mikdal Hasz.
—¿Qué posibilidades hay? —dijo Vormetch.
Lavon se dio cuenta de que todos estaban mirándole. Observó el mar. Sí, las algas eran más espesas. Más allá de proa flotaban en confusos montones, y su rítmica agitación creaba la ilusión de que la lisa y atípica superficie del mar vibraba y se hinchaba. Pero había amplios canales entre los montones. ¿Sería posible que las algas rodearan a un barco tan bien dotado como el Spurifon? Había silencio en cubierta. Era casi cómico: la mortífera amenaza de las algas, los tensos oficiales divididos y prestos a discutir, el capitán obligado a tomar una decisión que podía significar vida o muerte…
La verdadera amenaza, pensó Lavon, no está en las algas sino en el aburrimiento. Durante meses el viaje había sido tan monótono que los días se habían convertido en vacíos que había que llenar con desesperadísimos entretenimientos. Todas las mañanas el abultado sol de color verde y bronce en los trópicos se alzaba en el cielo del lado de Zimroel, al mediodía ardía en lo alto en un cielo sin nubes, por la tarde caía el horizonte, increíblemente alejado, y al día siguiente se repetía el mismo ciclo. Hacía semanas que no llovía, no había variación alguna en el tiempo. El Gran Océano llenaba todo el universo. Los navegantes no avistaban tierra, ni siquiera el vestigio de una isla, ningún ave, ninguna criatura marina. En una existencia así, una desconocida especie de alga representaba una deliciosa novedad. Un violento desasosiego consumía los espíritus de los viajeros, dedicados y comprometidos exploradores que en tiempos habían compartido la visión de Lavon de una épica investigación y que ahora soportaban sombría y miserablemente el tormento de saber que habían desperdiciado sus vidas en un instante de romántica locura. Nadie esperaba que las cosas fueran así cuando partieron para realizar la primera travesía de la historia del Gran Océano, que ocupaba casi la mitad del gigantesco planeta. Imaginaron aventuras diarias, nuevas bestias de fantástica naturaleza, islas desconocidas, heroicas tempestades, un cielo rasgado por los rayos y pintarrajeado con nubes de cincuenta tonalidades extrañas. Pero no imaginaron esto, la machacona uniformidad, la invariable repetición de los días. Lavon ya había empezado a considerar el riesgo de un motín, porque tal vez pasaran otros siete, nueve u once años antes de tocar tierra en las costas del lejano Alhanroel, y dudaba que hubiera muchos viajeros que tuvieran ánimo para llegar hasta el final. Seguramente muchos ya estarían soñando en que el barco diera media vuelta para regresar a Zimroel. Y a veces era el mismo capitán el que tenía este sueño. Por lo tanto hay que buscar riesgos, pensó Lavon, y si es preciso los crearemos con fantasía. Por lo tanto afrontemos el peligro, real o imaginado, de las algas marinas. La posibilidad de peligro nos despertará de la mortífera letargia.
—Podemos hacer frente a las algas —dijo Lavon—. Adelante.
Al cabo de una hora comenzó a tener dudas. Desde su puesto del puente contempló precavidamente las cada vez más espesas algas. Ya estaban formando islotes, de cincuenta o cien metros de anchura, y los canales intermedios eran más estrechos. Toda la superficie del mar estaba en movimiento, se estremecía, temblaba. Bajo los socarradores rayos de un sol casi vertical las algas cobraban mayor riqueza de colorido, deslizándose de un tono a otro de modo maníaco, como azuzadas por el flujo de energía solar. Lavon vio criaturas que se movían entre las apretadas hebras: enormes seres similares a cangrejos, con muchas patas, esféricos, con caparazones verdes y llenos de bultos, y sinuosos animales serpentinos parecidos a calamares que recolectaban otras formas de vida tan pequeñas que el capitán no podía verlas.
—Quizás un cambio de rumbo… —dijo nerviosamente Vormetch.
—Quizá —dijo Lavon—. Mandaré arriba a un vigía para que nos informe sobre la distancia a que se extiende este revoltijo.
Cambiar el rumbo, aunque sólo fuera unos grados, carecía de atractivo para Lavon. Su rumbo estaba fijado, su mente estaba fijada, temía que cualquier desviación hiciera añicos su determinación, cada vez más frágil. Y sin embargo él no era monomaníaco, no seguía adelante sin considerar el riesgo. Pero comprendía que era muy fácil para la gente del Spurifon perder lo poco que quedaba de su dedicación a la inmensa empresa en que se había embarcado.
Estaban en una época dorada para Majipur, una época de heroicos personajes y grandes hazañas. Los exploradores iban a todas partes, a los desiertos yermos de Suvrael, a las junglas y pantanos de Zimroel y a las regiones vírgenes de Alhanroel, a los archipiélagos y grupos de islas que bordeaban los tres continentes. La población crecía con rapidez, los pueblos se convertían en ciudades y las ciudades en metrópolis increíblemente grandes, colonizadores no humanos llegaban en gran número de planetas vecinos en busca de la fortuna, todo era excitación, cambio, crecimiento. Y Sinnabor Lavon había elegido la hazaña más alocada de todas, cruzar en barco el Gran Océano. Nadie lo había intentado. Desde el espacio se veía que el gigantesco planeta tenía agua en la mitad de su superficie, que los continentes, inmensos como eran, estaban apiñados en un solo hemisferio mientras la otra cara del mundo era liso océano. Y aunque habían pasado miles de años desde el inicio de la colonización humana de Majipur, en tierra siempre había habido mucho trabajo que hacer, y el Gran Océano se abandonaba a las armadas de dragones marinos que lo cruzaban incansablemente de oeste a este en migraciones que duraban décadas.