Pero Lavon estaba enamorado de Majipur y ansiaba abrazarlo todo. Lo había atravesado desde Amblemorn, al pie del Monte del Castillo, hasta Til-omon, la otra costa del Gran Océano. Y después, impulsado por la necesidad de cerrar el círculo, había invertido todos sus recursos y energías en el equipamiento del pasmoso navío, tan autónomo y autosuficiente como una isla, a bordo del cual él y unos tripulantes tan locos como él pretendían pasar una década o más explorando el desconocido océano. Lavon sabía, y seguramente los demás también, que se había asignado una tarea quizás imposible. Pero si triunfaban, y llevaban su bajel hasta un puerto de la costa oriental de Alhanroel donde ninguna embarcación oceánica había tocado tierra, sus nombres serían inmortales.
—¡Eh! —gritó de pronto el vigía—. ¡Dragones! ¡Dragones!
—Semanas de aburrimiento —murmuró Vormecht— ¡y ahora todo al mismo tiempo!
Lavon vio que el vigía, una oscura silueta perfilada en el deslumbrante cielo, señalaba con un rígido dedo hacia el nor-noroeste. Se protegió los ojos con una mano y siguió la dirección del extendido brazo. ¡Sí! Grandes formas gibosas se deslizaban serenamente hacia el barco, con las aletas en alto y las alas plegadas o en algunos casos espléndidamente extendidas…
—¡Dragones! —gritó Galimoin.
—¡Dragones, mirad! —exclamaron otras diez voces al mismo tiempo.
El Spurifon había topado con dos manadas de dragones marinos en momentos anteriores del viaje: seis meses después de la partida, entre las islas que habían bautizado con el nombre de archipiélago Stiamot, y luego dos años más tarde, en la parte del océano que habían denominado sima de Arioc. En ambas ocasiones las manadas eran notables, cientos de inmensos dragones con numerosas hembras preñadas, y los animales no se acercaron al Spurifon. Pero esta vez parecía tratarse únicamente de ejemplares alejados de la manada, no más de quince o veinte animales, un puñado de gigantescos machos y otros adultos que apenas llegaban a diez metros de largo. Las inquietas algas eran insignificantes ante la presencia cada vez más próxima de los dragones. Todo el mundo estuvo en cubierta en un instante, casi brincando de excitación.
Lavon se agarró con fuerza a la borda. Había deseado riesgos como diversión. Bien, ahí estaban los riesgos. Un dragón adulto encolerizado podía destrozar un barco, aunque estuviera tan bien defendido como el Spurifon, con unos cuantos golpes potentes. Los dragones marinos raramente atacaban a los buques si éstos no los habían atacado antes, pero se sabía que ello había ocurrido. ¿Y si esas criaturas creían que el Spurifon era un buque dragonero? Todos los años una nueva manada de dragones recorría los mares entre Piliplok y la Isla del Sueño, donde estaba permitida su caza, y las flotas de dragoneros los diezmaban en ese momento. Los ejemplares de mayor tamaño que estaba contemplando Lavon en esos instantes, al menos, debían ser supervivientes de esa serie y… ¿quién sabía los resentimientos que albergaban? Los arponeros del Spurifon se prepararon tras una señal de Lavon.
Pero no hubo ataque. Los dragones parecían considerar el barco como una curiosidad, nada más. Habían llegado hasta ahí para alimentarse. Cuando llegaron a las primeras masas de algas abrieron sus inmensas bocas y engulleron grandes cantidades de plantas, que succionaron junto con otras criaturas parecidas a calamares y cangrejos. Durante varias horas pastaron ruidosamente entre las algas, y luego, como por común acuerdo, se zambulleron bajo la superficie y al cabo de unos minutos se perdieron a lo lejos.
Un gran círculo de mar despejado rodeaba al Spurifon.
—Deben haber comido toneladas de algas —murmuró Lavon—. ¡Toneladas!
—Y ahora el camino está despejado —dijo Galimoin. Vormetch sacudió la cabeza.
—No. ¿No lo ha visto, capitán? La hierba de dragón, más lejos. ¡Cada vez es más espesa!
Lavon observó la lejanía. Por todas partes había una fina línea oscura a lo largo del horizonte.
—Tierra firme —sugirió Galimoin—. Islas… atolones…
—¿Rodeándonos por completo? —dijo burlonamente Vormetch—. No, Galimoin. Nos hemos metido en medio de un continente de hierba de dragón. La brecha que nos han abierto los dragones al comer es un engaño. ¡Estamos atrapados!
—Sólo son algas —dijo Galimoin—. Si es preciso, las atravesaremos.
Lavon observó el horizonte, nervioso. Estaba empezando a compartir el desasosiego de Vormetch. Pocas horas antes la hierba de dragón formaba franjas aisladas, luego dispersos montones. Pero ahora, aunque de momento el barco estuviera en aguas despejadas, parecía como si un continuo anillo de algas estuviera a punto de rodear al barco por todas partes.
¿Sería posible que las algas cobraran espesor suficiente para impedir el paso del Spurifon?
El crepúsculo estaba acentuándose. El caluroso y opresivo cielo se volvió rosa, después gris. La oscuridad cayó sobre los viajeros procedente del horizonte oriental.
—Por la mañana destacaremos botes y veremos lo que haya que ver —anunció Lavon.
Esa noche, después de la cena, Joachil Noor informó sobre la hierba de dragón: un alga gigante, explicó, de complicada bioquímica, merecedora de atenta investigación. La científica se extendió sobre el complejo sistema de nudos de color y la notable contractibilidad de las algas. Todos los presentes, incluso algunos perdidos en las nieblas de una desesperada depresión desde hacía semanas, se apiñaron alrededor del recipiente para examinar los especímenes, para tocarlos, para especular y comentar. Sinnabor Lavon se regocijó al ver tanta animación a bordo del Spurifon después de tantas semanas de murria.
El capitán soñó esa noche que danzaba sobre el agua, ejecutando un vigoroso solo en cierto vivaz ballet. La hierba de dragón tenía un tacto firme y elástico bajo sus danzarines pies. Una hora antes del alba le despertaron los apremiantes golpes en la puerta del camarote. Entró un skandar… Skeen, que hacía la tercera guardia.
—Venga enseguida… la hierba de dragón, capitán… El alcance del desastre era obvio incluso con los tenues fulgores perlinos del nuevo día. El Spurifon había estado en marcha toda la noche, igual que la hierba de dragón, y el barco se hallaba en el centro de una apretada red de algas que aparentemente se extendía hasta los confines del universo. El panorama que divisó cuando las primeras fajas verdes matinales tiñeron el cielo fue similar al de un sueño: una alfombra uniforme formada por millones de millones de intrincadas hebras. La superficie vibraba, se retorcía, se agitaba, temblaba, y el colorido variaba por todas partes según un inquieto espectro de tonalidades muy agresivas. Acá y allá, podía verse a los habitantes de una telaraña infinitamente enmarañada mientras efectuaban una gran diversidad de movimientos: se escabullían, se arrastraban, culebreaban, reptaban, subían y bajaban, correteaban… De la masa de algas espesamente entrelazadas surgía un olor tan penetrante que parecía atravesar las ventanas de la nariz y llegar a la nuca. No había ni un metro cuadrado de océano despejado. El Spurifon estaba encalmado, atascado, tan inmóvil como si durante la noche hubiera navegado mil kilómetros por el corazón del desierto de Suvrael.
Lavon miró a Vormetch —el segundo oficial, tan quejicoso e irritable ayer, tenía un sereno aspecto vindicativo— y a Galimoin, el oficial de derrota, cuya exuberante confianza había sido reemplazada por un estado mental tenso y volátil, detalle claro si se reparaba en su mirada, fija y rígida, y en la sombría cerrazón de sus labios.