—He desconectado los motores —dijo Vormetch—. Estamos succionando algas en grandes cantidades. Los rotores quedaron totalmente obstruidos casi en un instante.
—¿Es posible limpiarlos? —preguntó Lavon.
—Estamos limpiándolos —dijo Vormetch—. Pero en cuanto volvamos a ponerlos en marcha, entrarán algas por todas partes.
Con el ceño fruncido, Lavon miró a Galimoin.
—¿Ha conseguido medir la superficie de algas?
—Es imposible ver más allá de las algas, capitán.
—¿Ha sondeado la profundidad?
—Es igual que un prado. Las sondas no pueden atravesar las algas.
Lavon respiró lentamente.
—Que salgan varios botes a investigar, ahora mismo. Hay que inspeccionar lo que nos impide el paso. Vormetch, ordene a dos buceadores que averigüen la profundidad de las algas, y si hay alguna forma de proteger las tomas. Y diga a Joachil que venga aquí.
La menuda bióloga se presentó enseguida, con aspecto cansado aunque perversamente alegre.
—No he dormido en toda la noche para estudiar las algas —dijo antes de que Lavon pudiera hablar—. Se trata de fijadores de metales, con gran concentración de renio y vanadio en su…
—¿Ha notado que estamos parados? Joachil se mostró indiferente.
—Eso veo.
—Estamos reviviendo una antigua fábula donde los barcos eran atrapados por algas impenetrables y acababan siendo absorbidos. Tal vez nos quedemos aquí mucho rato.
—Eso nos dará oportunidad de estudiar esta excepcional zona ecológica, capitán.
—Tal vez el resto de nuestras vidas.
—¿Eso piensa? —preguntó Joachil Noor, sorprendida por fin.
—No tengo la menor idea. Pero deseo que varíe el tema de sus estudios, de momento. Averigüe qué cosa mata a estas algas, aparte de la exposición al aire. Tal vez tengamos que librar una guerra biológica contra ellas si pensamos salir de aquí alguna vez. Quiero saber qué productos químicos, qué método, qué plan puede mantenerlas alejadas de los rotores.
—Capture un par de dragones marinos —dijo al instante Joachil—, encadénelos a proa, uno a cada lado, y que nos abran paso a bocados.
Sinnabor Lavon no sonrió.
—Piénselo con más seriedad —dijo— e infórmeme después.
Vio que arriaban dos botes, ambos con una tripulación de cuatro hombres. Lavon confiaba en que los motores fuera borda lograran librarse de la hierba de dragón, pero no existía la menor posibilidad: las hélices se enredaron casi al instante, y los tripulantes tuvieron que desarmar los remos y seguir un curso lento y agotador a través de las algas. De vez en cuando tuvieron que hacer un alto para apartar con palos a los intrépidos crustáceos gigantes que erraban por la superficie del atascado océano. Al cabo de un cuarto de hora los botes se hallaban a poco más de cien metros del barco. Mientras tanto, una pareja de buceadores provistos de equipo autónomo, un yort y un hombre, se zambulleron, abrieron brechas en la hierba de dragón que rodeaba el barco y se esfumaron en las viscosas profundidades. Al ver que no regresaban al cabo de media hora, Lavon habló con el segundo, oficial.
—Vormetch, ¿Cuánto tiempo puede estar sumergido un hombre con ese equipo?
—El tiempo que ha pasado, capitán. Quizás un poco más para un yort, pero no mucho más.
—Eso pensaba.
—No podemos mandar más buceadores en su busca, ¿verdad?
—No —dijo Lavon, desolado—. ¿Cree que el sumergible podrá atravesar las algas?
—Seguramente no.
—Yo también lo dudo. Pero tendremos que intentarlo. Pida voluntarios.
El Spurifon transportaba una pequeña embarcación submarina que utilizaba para investigaciones científicas. Hacía meses que no se usaba, y cuando estuvo lista para el descenso había pasado más de una hora. La suerte de los buceadores era indudable. Y Lavon notó que la certeza de estas muertes se asentaba en su espíritu como una piel de frío metal. Jamás había conocido a una persona que muriera a causa de algo distinto a extrema vejez, y la extrañeza de una muerte por accidente le resultó difícil de asimilar, casi tan difícil como el conocimiento de que él era responsable de lo sucedido.
Tres voluntarios se introdujeron en el sumergible, y un montacargas dejó la embarcación sobre el agua. Estuvo en reposo unos instantes en la superficie. Después los ocupantes hicieron salir los garfios retráctiles de que estaba provisto el aparato y el sumergible empezó a abrirse paso hacia las profundidades igual que un grueso y lustroso cangrejo. Fue una tarea muy lenta, porque la hierba de dragón se aferraba al metal y volvía a tejer la red partida casi con la misma rapidez con que los garfios la rompían. Pero poco a poco la pequeña embarcación fue perdiéndose de vista.
Galimoin estaba gritando por un megáfono desde otra cubierta. Lavon volvió la cabeza y vio que los dos botes pugnaban por atravesar las algas quizás a ochocientos metros de distancia. Ya era media mañana, y con el resplandor resultaba difícil asegurar la dirección seguida por los botes, aunque parecían estar regresando.
Solitario y silencioso, Lavon aguardó en el puente. Nadie se atrevió a dirigirle la palabra. El capitán contempló la flotante alfombra de hierba de dragón, abultada en algunos puntos a causa de las extrañas y terribles formas de vida que la poblaban, y pensó en los dos tripulantes ahogados y en los que ocupaban el sumergible y los botes, y en los que aún estaban a salvo a bordo del Spurifon, todos atrapados en la red de aquel extravagante apuro. Cuán fácil habría sido evitar esto, pensó Lavon; y cuán fácil es tener estas ideas. Y cuán fútil. Permaneció en su puesto, inmóvil, hasta bastante después del mediodía, en silencio, soportando la calina, el calor y la hediondez. Después fue a su camarote. Posteriormente Vormetch fue a verle para informarle de que los tripulantes del sumergible habían encontrado a los buceadores flotando cerca de los paralizados rotores, envueltos en espesos arrollamientos de hierba de dragón, como si las algas los hubieran atacado y cubierto de modo deliberado. Lavon se mostró escéptico en cuanto al último detalle; los buceadores debían haberse enredado en las algas, insistió, aunque sin convicción. El mismo sumergible había pasado momentos difíciles y casi había quemado los motores en el esfuerzo de bajar a quince metros de profundidad. Las algas, explicó Vormetch, formaban una capa prácticamente sólida hasta cuatro metros por debajo de la superficie.
—¿Y qué hay de los botes? —preguntó Lavon.
El segundo oficial le explicó que habían regresado, aunque con los tripulantes exhaustos por la tarea de remar entre la maraña de algas. En una mañana entera sólo habían podido alejarse dos kilómetros del barco, y no habían distinguido el límite de la hierba de dragón, ni siquiera una brecha en la uniforme trama. Un ocupante de un bote fue atacado por un animal parecido a un cangrejo en el trayecto de vuelta, pero se salvó sufriendo únicamente cortes de poca importancia.
Durante la jornada no hubo cambios en la situación. Ningún cambio parecía posible. La hierba de dragón había atrapado al Spurifon y no había motivo para que soltara al barco, a menos que los viajeros la obligaran a hacerlo, cosa que Lavon no sabía cómo lograr.
Ordenó al cronista, Mikdal Hasz, que se mezclara entre los tripulantes y estudiara su estado de ánimo.
—Domina la calma —informó Hasz—. Algunos están preocupados. La mayoría consideran el apuro como un extraño alivio: un reto, una desviación de la monotonía de meses recientes.
—¿Y usted?
—Tengo mis temores, capitán. Pero deseo creer que encontraremos una salida. Y respondo a la belleza de este misterioso paisaje con inesperado placer.