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—Si eso es cierto, sería una locura esperar que la gelatina de algas se disperse espontáneamente.

—Muy cierto. Lavon pestañeó.

—Y si permanecemos bloqueados mucho tiempo, la hierba de dragón nos dejará como un colador, ¿no? La bióloga se echó a reír.

—Para eso harían falta cientos de años. Morir de hambre es un problema más inmediato.

—¿Por qué?

—¿Cuánto tiempo duraríamos comiendo únicamente lo que ahora está almacenado a bordo?

—Algunos meses, supongo. Ya sabe que dependemos de lo que encontramos a lo largo del viaje. ¿Pretende decir que…?

—Sí, capitán. Probablemente todo lo que hay en el ecosistema que nos rodea en estos momentos es venenoso para nosotros. Las algas absorben metales oceánicos. Los crustáceos y peces pequeños comen algas. Las criaturas de mayor tamaño comen a las de menor tamaño. La concentración de sales metálicas aumenta cada vez más a lo largo de la cadena. Y nosotros…

—No medraremos con una dieta de renio y vanadio.

—Y molibdeno y rodio. No, capitán. ¿Ha visto los últimos informes médicos? Una epidemia de náusea, fiebre, algunos problemas circulatorios… ¿Cómo se siente usted, capitán? Y esto es sólo el principio. Nadie ha sufrido una «infección» grave… todavía. Pero dentro de una semana, dos o tres semanas …

—¡Que la Dama nos proteja! —musitó Lavon.

—Las bendiciones de la Dama no llegan a un lugar tan occidental —dijo Joachil. Sonrió fríamente—. Mi recomendación es dejar de comer pescado inmediatamente y recurrir a las reservas hasta que salgamos de esta parte del océano. Y concluir lo antes posible la tarea de proteger los rotores.

—De acuerdo —dijo Lavon.

En cuanto se fue la bióloga, Lavon se dirigió al puente y contempló sombríamente el mar, congestionado y tembloroso. Hoy los colores eran más ricos que nunca. Oscuros ocres, sepias, bermejos, índigos… La hierba de dragón estaba medrando. Lavon imaginó las pulposas briznas que golpeaban el casco, quemando el reluciente metal con secreciones ácidas, corroyéndolo molécula a molécula, convirtiendo el barco en caldo de iones que devoraban con avidez. Se estremeció. Ya no podía ver belleza en los complejos tejidos de algas. Esa densa y entrelazadísima masa que se prolongaba hasta el horizonte sólo significaba para él hedor y podredumbre, peligro y muerte, los burbujeantes gases de la corrupción. Hora tras hora los costados del gran barco iban haciéndose más delgados, y el Spurifon continuaba quieto, inmovilizado, impotente, en medio del enemigo que lo consumía.

Lavon intentó evitar que los nuevos peligros fueran conocidos en general. Era imposible, por supuesto: no podía haber secretos duraderos en un universo tan cerrado como el Spurifon. La insistencia en guardar el secreto del capitán sirvió como mínimo para minimizar la discusión abierta de los problemas que con tanta rapidez podía conducir al pánico. Todos lo sabían, pero todos fingían que sólo el capitán conocía la deplorable situación.

No obstante, la tensión fue aumentando. Los modales eran bruscos, las conversaciones tensas; las manos temblaban, se tartamudeaban las palabras, caían cosas al suelo…Lavon se separaba de los demás tanto tiempo como le permitían sus obligaciones. Suplicaba liberación y buscaba una guía en los sueños, pero Joachil tenía razón: los viajeros estaban fuera del alcance de la amorosa Dama de la Isla cuyo consejo aportaba solaz a los que sufrían y sapiencia a los que tenían problemas. El único destello de esperanza provino de los biólogos. Joachil Noor sugirió la posibilidad de alterar el sistema eléctrico de la hierba de dragón haciendo pasar corriente por el agua. A Lavon le pareció un método dudoso, pero autorizó a Joachil a que encargara la tarea a varios técnicos del barco.

Y por fin estuvo colocada la última protección de las tomas. Fue casi al final de la tercera semana de cautiverio.

—Motores en marcha —ordenó Lavon.

El buque latió con renovada vida cuando los rotores empezaron a funcionar. En el puente, los oficiales permanecieron paralizados: Lavon, Vormetch, Galimoin, todos silenciosos, inmóviles, casi sin respirar. Se formaron pequeñas olas a proa. ¡El Spurifon estaba empezando a moverse! Poco a poco, obstinadamente, el barco se abrió paso entre las apretadas masas de serpenteante hierba de dragón… y se estremeció, se movió a sacudidas, pugnó… y cesó el ruido de los rotores…

—¡Las protecciones no resisten! —gritó angustiado Galimoin.

—Averigüe qué está pasando —dijo Lavon a Vormetch. Miró a Galimoin, inmóvil como si tuviera los pies clavados, tembloroso, sudoroso, con los músculos de labios y mejillas agitándose frenéticamente. Lavon le dijo en tono cordial—: Seguramente será un contratiempo sin importancia. Venga, tomaremos un vaso de vino, y dentro de un momento estaremos avanzando otra vez.

—¡No! —chilló —. Noté que las protecciones se soltaban. La hierba de dragón está comiéndoselas.

—Las protecciones resistirán —dijo Lavon, en tono más apremiante—. Mañana a estas horas estaremos lejos de aquí, y usted pondrá rumbo a Alhanroel…

—¡Estamos perdidos! —gritó Galimoin, y se marchó bruscamente, agitando los brazos mientras bajaba las escaleras y se perdía de vista.

Lavon vaciló. Volvió Vormetch, muy serio: las protecciones se habían soltado, los rotores estaban atascados, el barco estaba parado de nuevo. Lavon no sabía qué hacer. Se sentía contagiado de la desesperación de Galimoin. El sueño de su vida era un fracaso, una catástrofe absurda, una burda farsa.

Llegó Joachil.

—Capitán, ¿sabe que Galimoin se ha vuelto loco? Está en la cubierta de observación, gesticulando, chillando, bailando, incitando a un motín.

—Iré a verle —dijo Lavon.

—Noté que los motores se ponían en marcha. Pero luego… Lavon asintió.

—Otra vez atascados. Las protecciones se soltaron.

Mientras se dirigía al pasillo el capitán oyó que Joachil decía algo sobre el proyecto eléctrico, que ella estaba lista para la primera prueba completa, y Lavon replicó que lo hiciera enseguida, y que le informara en cuanto hubiera resultados alentadores. Pero las palabras de la mujer no tardaron en desaparecer de sus pensamientos. El problema de Galimoin le ocupaba por entero.

El oficial de derrota se había situado en la plataforma elevada de estribor, donde en otros días hacía observaciones y cálculos de latitudes y longitudes. Estaba brincando como una bestia enloquecida, iba de un lado a otro gesticulando y gritando de modo incoherente, cantando estridentes baladas, denunciando a Lavon como el loco que deliberadamente los había conducido a esa trampa. Diez miembros de la tripulación se habían reunido abajo, atentos al oficial de derrota; unos se mofaban, otros chillaban su acuerdo. Y estaban llegando más tripulantes: era el deporte del momento, la diversión del día. Para su horror, Lavon vio que Mikdal Hasz se acercaba a la plataforma desde el lado opuesto. El cronista habló en voz baja, hizo gestos al oficial de derrota, le urgió serenamente a que bajara. Y Galimoin interrumpió varias veces su arenga para mirar a Hasz y gruñir una amenaza. Pero el cronista siguió avanzando. Se hallaba a un par de metros de Galimoin, sin dejar de hablarle, sonriente, enseñando las manos como si quisiera indicar que no llevaba armas.

—¡Vete! —rugió Galimoin—. ¡No te acerques! Lavon, también acercándose poco a poco a la plataforma, indicó por señas a Hasz que se mantuviera fuera del alcance del enloquecido oficial. Demasiado tarde: en un súbito momento de locura el furioso Galimoin se lanzó hacia Hasz, levantó al hombrecillo como si fuera un muñeco y lo lanzó al mar. Un grito de asombro brotó de los presentes. Lavon corrió hasta la barandilla a tiempo de ver al cronista que, agitando los brazos, caía en la superficie del mar. Al instante hubo convulsiva actividad en la hierba de dragón. Igual que enloquecidas anguilas, las pulposas plantas pulularon, se retorcieron, culebrearon. El mar pareció hervir por un instante. Y después Hasz desapareció. Un terrible mareo sobrecogió a Lavon. Pensó que el corazón llenaba todo su pecho y aplastaba sus pulmones, y que su cerebro daba vueltas dentro del cráneo. Nunca antes había presenciado violencia. En toda su vida jamás había tenido noticia de que un hombre matara deliberadamente a otro. Que ello hubiera ocurrido en su barco, siendo oficiales del mismo tanto la víctima como el capitán, en plena crisis, era intolerable, una herida mortal. Avanzó como un sonámbulo, puso las manos en los potentes y musculosos brazos de Galimoin y, con una fuerza que hasta entonces no había tenido, lanzó al oficial de derrota por encima de la barandilla, sin dificultad, sin pensarlo. Oyó un sofocado aullido, un chapoteo. Se asomó, consternado, asombrado, y vio que el mar bullía por segunda vez mientras la hierba de dragón envolvía el cuerpo de Galimoin pese a los frenéticos movimientos de éste.