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A pesar de todo, él ha recurrido a las memorias de Sinnabor Lavon en busca de aventura y diversión, no para filosofar con tanta seriedad. No ha encontrado lo que buscaba. Pero pocos años después de ese viaje, Hissune lo sabe, se produjo un hecho en el mismo Laberinto que divirtió enormemente a todo el mundo, y al cabo de más de seis mil años ese hecho todavía retumba en la historia como una de las mayores extrañezas que Majipur ha visto. Cuando sus obligaciones se lo permiten, Hissune aprovecha la oportunidad para hacer un poco de investigación histórica. Y regresa al Registro de Almas para entrar en la mente de cierto joven secretario de la corte de Arioc, Pontífice de extravagante reputación.

En la mañana posterior al momento en que la crisis alcanzó su clímax y ocurrieron los definitivos disparates, una extraña quietud se posesionó del Laberinto de Majipur, como si la sorpresa impidiera hablar a todo el mundo. El impacto de los extraordinarios incidentes del día anterior estaba empezando a hacerse notar, aunque las personas que los habían presenciado aún no acababan de creerlos. La totalidad de ministerios permaneció cerrada, por orden del nuevo Pontífice. Los burócratas, tanto los importantes como los secundarios, habían padecido extremas tensiones por causa del reciente cataclismo, y se les concedió libertad para vencerlas durmiendo, mientras el nuevo Pontífice y la Nueva Corona —ambos aturdidos por la imprevista obtención del cargo real que los había golpeado con la fuerza del trueno— se retiraban a cámaras privadas para contemplar sus asombrosas transformaciones. Y ello ofreció a Calintane la compensación de poder ver a su amada Silimoor. Con aprensión —porque el mes entero la había tratado mezquinamente, y ella no era la clase de persona que olvida con facilidad— Calintane le envió una nota que decía: Sé que soy culpable de vergonzosa negligencia, pero quizás ahora empieces a comprender. Ven a verme a la hora de comer en la cafetería que hay junto a la Mansión de los Globos y te lo explicaré todo.

Silimoor se enfadaba con rapidez incluso en el mejor de los casos. Prácticamente ése era su único defecto pero un defecto grave, y Calintane temía la ira de la mujer. Eran amigos desde hacía un año, y estaban casi prometidos en matrimonio. Los secretarios veteranos de la corte pontificia estaban de acuerdo en que Calintane había elegido un buen partido. Silimoor era encantadora e inteligente, bien informada en asuntos políticos, y de buena familia, con tres coronas entre sus antepasados, entre ellos nada menos que el mítico lord Stiamot. Era obvio que sería la pareja ideal para un joven destinado a ocupar altos cargos. Aunque todavía a cierta distancia de los treinta, Calintane ya había llegado al borde externo del círculo íntimo que rodeaba al Pontífice, y se le habían encomendado responsabilidades que excedían las propias de su edad. En realidad, esas mismas responsabilidades le habían impedido en los últimos tiempos ver, o incluso hablar largamente con Silimoor. Por eso esperaba que Silimoor le regañara, y por eso confiaba sin excesiva convicción en que ella acabara perdonándole.

Durante la última noche en vela Calintane había ensayado en su fatigada mente un largo discurso justificativo que empezaba así. «Como ya sabes, estas últimas semanas he estado preocupado por urgentes asuntos de estado, muy delicados para discutirlos detalladamente contigo, y por eso…» Y mientras ascendía los niveles del Laberinto en dirección a la Mansión de los Globos para acudir a su cita con Silimoor, Calintane continuó dando vueltas a las frases. El espectral silencio del Laberinto esa mañana le hizo sentirse mucho más nervioso. Los niveles inferiores, donde se encontraban las oficinas gubernamentales, parecían estar totalmente desiertos, y más arriba vio escasas personas, reunidas en apretados grupos en los rincones más oscuros, que susurraban y murmuraban como si se hubiera producido un golpe de estado, cosa que en cierto sentido no estaba muy lejos de la realidad. Todo el mundo le miró. Algunos le señalaron con el dedo. Calintane se preguntó cómo era posible que supieran que él era secretario del Pontífice, hasta que recordó que aún llevaba puesta la máscara del cargo. De todas formas no se la quitó, conservándola a modo de protección contra la deslumbrante luz artificial, tan dolorosa para sus afligidos ojos. Hoy el Laberinto resultaba sofocante y opresivo. Calintane anheló la huida de las sombrías profundidades subterráneas, niveles y más niveles de grandes cámaras en espiral que se retorcían continuamente. En una sola noche el lugar se había vuelto detestable para él.

Salió del elevador en el nivel de la Mansión de los Globos y cruzó en diagonal la intrincada inmensidad, decorada con miles de esferas misteriosamente suspendidas, hasta llegar a la pequeña cafetería situada en la parte opuesta. Era mediodía en el momento en que entró. Silimoor ya estaba allí —Calintane ya lo esperaba; Ella usaba la puntualidad para expresar disgusto—, en una mesita junto a la pared trasera de pulido ónice. La mujer se levantó y no le ofreció los labios sino la mano derecha, otro detalle esperado por Calintane. La sonrisa de Silimoor era precisa y fría. Exhausto como estaba, la belleza de su amada le pareció excesiva: el corto pelo rubio peinado en forma de corona, los centelleantes ojos verde turquesa, los carnosos labios y los salientes pómulos, una elegancia penosamente soportable en esos momentos.

—Te he echado de menos —dijo él con voz ronca.

—Claro. Una separación tan larga… debe haber sido una carga terrible…

—Como ya sabes, estas últimas semanas he estado preocupado por urgentes asuntos de estado, muy delicados para discutirlos detalladamente contigo, y por eso…

Las palabras sonaban increíblemente estúpidas incluso en sus propios oídos. Fue un alivio que ella le interrumpiera con su suave voz.

—Hay tiempo para todo eso, cariño. ¿Pedimos vino?

—Por favor. Sí.

Silimoor hizo una señal. Un uniformado camarero, un yort de aspecto arrogante, se acercó para tomar nota y se fue a grandes zancadas.

—¿No piensas quitarte la máscara? —dijo Silimoor.

—Ah. Perdona. Han sido unos días tan revueltos…

Calintane se quitó la tira de color amarillo limón que cubría su nariz y sus ojos y le distinguía como secretario del Pontífice. La expresión de Silimoor varió al ver claramente a Calintane por primera vez; el aspecto de furia y serena presunción fue debilitándose, y en su rostro apareció algo similar a preocupación.

—Tienes los ojos inyectados de sangre… las mejillas pálidas y hundidas…

—No he dormido nada. Ha sido una noche de locura.

—Pobre Calintane.

—¿Crees que he estado alejado de ti porque deseaba hacerlo? Me han cogido en medio de este disparate, Silimoor.

—Lo sé. Veo que la tensión ha sido horrible.

Calintane comprendió de pronto que ella no estaba burlándose, que su pena era genuina, que en realidad las cosas iban a ser más fáciles de lo que él imaginaba.

—El problema de ser ambicioso —dijo Calintane— es que te ves envuelto en asuntos que escapan a tu dominio, y no tienes más alternativa que dejarte llevar. ¿Sabes qué hizo ayer el Pontífice Arioc?

Silimoor contuvo la risa.

—Sí, claro. Bueno, he oído los rumores. Como todo el mundo. ¿Es cierto? ¿Sucedió realmente?

—Por desgracia, sí.

—¡Maravilloso, perfectamente maravilloso! Pero una cosa así pone el mundo al revés, ¿verdad? ¿Te afecta eso de alguna forma desagradable?

—Nos afecta a ti, a mí, a todo el mundo —dijo Calintane, con un gesto que abarcaba más allá de la Mansión de los Globos, más allá del mismo Laberinto, que incluía todo el planeta alrededor de las claustrofóbicas profundidades de aquél, desde la impresionante cima del Monte del Castillo hasta las distantes ciudades del continente occidental—. Nos afecta a todos hasta un punto que todavía soy incapaz de comprender. Pero te explicaré la historia desde el principio…