Tal vez no sepas que el Pontífice Arioc estaba comportándose de un modo muy extraño desde hace varios meses. Supongo que en las tensiones que sufren los altos cargos hay algo que acaba por volver loca a la gente. O quizás hay que estar parcialmente loco, como mínimo, para aspirar a un alto cargo. Pero ya sabes que Arioc fue Corona durante trece años en el pontificado de Dizimaule, y que ha sido Pontífice otros doce años, y son muchos años detentando esa clase de poder. En especial cuando se vive en el Laberinto. De vez en cuando el Pontífice debe añorar el mundo externo, supongo… Notar las brisas del Monte del Castillo, cazar gihornas en Zimroel o nadar en algún río de verdad… Y en este dédalo se encuentra varios kilómetros bajo tierra, presidiendo rituales y dando órdenes a los burócratas hasta el final de sus días. Una vez, hace un año, Arioc se refirió de improviso a su deseo de hacer una gran procesión por Majipur. Yo estaba de servicio en la corte aquel día, junto con el duque Guadeloom. El Pontífice pidió mapas y planeó un viaje río abajo hasta Alaisor, una peregrinación a la Isla del Sueño para visitar a la Dama en el Templo Interior, luego un recorrido por Zimroel, con paradas en Piliplok, Ni-moya, Pidruid, Narabal… en fin, todo el mundo, un viaje que al menos duraría cinco años. Guadeloom me miró, divertido, y de un modo muy diplomático indicó a Arioc que la gran procesión la hace la Corona, no el Pontífice, y que lord Struin había terminado una hacía un par de años.
—¿Debo entender que se trata de algo prohibido para mí?—preguntó el Pontífice.
—No exactamente prohibido, vuestra majestad, pero la costumbre dicta…
—¿Que yo siga estando prisionero en el Laberinto?
—Prisionero no, ni mucho menos, vuestra majestad, pero…
—Pero será muy raro, si no imposible, que me aventure en el mundo exterior. ¿No es eso?
Y así sucesivamente. Debo decir que mis simpatías estaban del lado de Arioc. Pero recuerda que yo no soy, como eres tú, nativo del Laberinto. Sólo soy un hombre cuyas obligaciones lo han traído aquí, y a veces la vida subterránea me parece un poco anormal. De cualquier forma, Guadeloom convenció a su majestad de que una gran procesión no venía al caso. Pero vi inquietud en los ojos del Pontífice.
Lo siguiente que sucedió fue que su majestad se escabullía por las noches para vagar a solas por el Laberinto. Nadie sabe cuántas veces lo hizo antes de que lo averiguáramos, pero empezamos a oír extraños rumores sobre un personaje enmascarado muy parecido al Pontífice que había sido visto a primeras horas de la madrugada moviéndose furtivamente por la Mansión de las Pirámides o el Corredor de los Vientos. Consideramos absurdos los rumores, hasta que una noche un lacayo del dormitorio real creyó que el Pontífice tocaba el timbre para pedir algo. Entró y encontró vacío el dormitorio. Creo que te acordarás de esa noche, Silimoor, porque estábamos pasándola juntos y un servidor de Guadeloom me encontró y me obligó a salir, afirmando que se había convocado una reunión urgente de altos consejeros y que se requería mi presencia. Tú te enfadaste mucho… te pusiste furiosa, diría yo. Naturalmente el objeto de la reunión era la desaparición del Pontífice, aunque más tarde ocultamos la verdad argumentando que se trataba de una discusión sobre la gran marea que había devastado gran parte de Stoienzar.
Encontramos a Arioc dos horas después de medianoche. Se hallaba en la Arena… ya sabes, ese absurdo lugar vacío que el Pontífice Dizimaule construyó en uno de sus instantes más alocados. Arioc estaba sentado con las piernas cruzadas en la parte más alejada, tocando un zutibar y cantando ante un auditorio de cinco o seis chiquillos andrajosos. Le llevamos a la corte. Pocas semanas después logró salir otra vez y llegar nada menos que a la Mansión de las Columnas. Guadeloom discutió con él. Arioc insistió en que era importante que un monarca visitara a su pueblo y oyera las quejas de éste, y citó precedentes tan antiguos como los reyes de Vieja Tierra. Guadeloom puso guardias en los recintos reales, con el pretexto de evitar la presencia de posibles asesinos… pero ¿quién iba a asesinar a un Pontífice? Los guardias estaban allí para que Arioc no saliera. Mas el Pontífice, aunque excéntrico, dista mucho de ser estúpido, y a pesar de los guardias se escapó otras dos veces en los meses siguientes. El problema era crítico. ¿Y si desaparecía una semana entera? ¿Y si salía del Laberinto para dar un paseo por el desierto?
—Puesto que no podemos evitar que salga —dije a Guadeloom—, ¿por qué no le buscamos un compañero, alguien que le acompañe en sus aventuras y que al mismo tiempo se preocupe de que no sufra ningún daño?
—Excelente idea —replicó el duque—. Y le designo a usted para ese puesto. El Pontífice le tiene cariño, Calintane. Y usted es joven y ágil, podrá sacar al Pontífice de cualquier dificultad en que se meta.
Eso fue hace seis semanas, Silimoor. Seguramente recordarás que yo dejé de pasar las noches contigo en esa época, pretextando nuevas responsabilidades en la corte, y así empezó nuestra separación. No podía explicarte qué obligaciones ocupaban mis noches, y sólo podía confiar en que tú no sospecharas que yo entregaba mi afecto a otra mujer. Pero ahora puedo revelarte que me vi forzado a alojarme cerca del dormitorio del Pontífice para atenderle todas las noches. Empecé a dormir durante el día, cuando podía. Y mediante diversas estratagemas me convertí en compañero de Arioc durante sus paseos nocturnos.
Fue un trabajo agotador. En realidad yo era el custodio del Pontífice, y ambos lo sabíamos, pero tuve que preocuparme de no subrayar la verdad imponiéndole indebidamente mi voluntad. No obstante tuve que protegerle de malas compañías y excursiones arriesgadas. Existen bellacos, camorristas, exaltados; ninguno causaría daño deliberado al Pontífice, pero era muy fácil que su majestad se encontrara por accidente en medio de una pelea. En mis raros momentos de sueño busqué la orientación de la Dama de la Isla (que ojalá descanse en el regazo del Divino) y ella me respondió en un bendito envío, y me dijo que debía hacerme amigo del Pontífice si no pretendía ser su carcelero. ¡Qué afortunados somos teniendo el consejo de una madre tan dulce en nuestros sueños! Y de ese modo me atreví a ser yo el que iniciara no pocas aventuras de Arioc.
—Vamos, salgamos esta noche —le dije una vez, y Guadeloom se habría quedado sin sangre en las venas si se hubiera enterado.
Mi idea era llevar al Pontífice a los niveles públicos del Laberinto, pasar una noche en tabernas y mercados. Disfrazados, claro está, sin posibilidad de que nos reconocieran. Lo conduje por misteriosos callejones donde vivían jugadores, pero jugadores que yo conocía, gente que no representaba amenaza. Y yo, en la noche más temeraria, guié al Pontífice al otro lado de los muros del mismo Laberinto. Sabía que ése era el mayor deseo de Arioc, y que incluso él temía realizarlo, y por ello propuse la idea como secreto presente. Utilizamos el pasadizo real que asciende hasta salir a la Boca de las Aguas. Estuvimos tan cerca del Río Glayge que pudimos sentir el frío viento que sopla procedente del Monte del Castillo, y contemplamos las relucientes estrellas.
—No había salido de aquí desde hace seis años —dijo el Pontífice.
Él estaba temblando y creo que lloraba en su interior. Y yo, que tampoco había visto las estrellas desde hacía tiempo, estaba casi tan profundamente conmovido. Él señaló varias estrellas, y dijo que aquélla era la del mundo de donde procedían los gayrogs, y aquélla la de los yorts, y otra, un insignificante punto luminoso, nada menos que el sol de Vieja Tierra. Yo lo dudé, porque en la escuela me habían enseñado otra cosa, pero él estaba tan gozoso que no me atrevía a contradecirle. Y él me miró, me cogió del brazo y me dijo en voz baja: