Llegué sin aliento al Paraje de las Máscaras, una zona del Laberinto que me resulta inquietante en el mejor de los casos, porque las grandes caras de ojos rasgados que se alzan sobre esas relucientes peanas de mármol me parecen personajes de pesadilla. Las pisadas de Guadeloom resonaban en el suelo de piedra, y las mías producían un doble ruido a bastante distancia detrás del duque, porque si bien éste doblaba mi edad, estaba corriendo como un demonio. Delante oí gritos, risas, aplausos. Y luego vi un grupo de ciento cincuenta ciudadanos, entre los que reconocí a varios importantes ministros del pontificado. Guadeloom y yo nos metimos en el grupo sin dejar de correr y sólo nos detuvimos al ver varias personas con el uniforme verde y dorado del servicio de la Corona, y luego a la misma Corona. Lord Struin estaba furioso y confuso al mismo tiempo, un hombre que ha sufrido una conmoción.
—Es imposible detenerlo —dijo roncamente la Corona—. Va de sitio en sitio, repitiendo su proclama. ¡Presten atención, va a empezar otra vez!
Vi al Pontífice Arioc delante del grupo, a hombros de un colosal criado skandar. Su majestad iba vestido con sueltas vestiduras blancas de estilo femenino, con espléndidos brocados en las orillas, y en su pecho había una joya color rojo brillante de maravillosa intensidad y refulgencia.
—¡Puesto que hay una vacante en los Poderes de Majipur!—gritó el Pontífice con una voz maravillosamente robusta—. ¡Y puesto que es necesario una nueva Dama de la Isla del Sueño! ¡Sea nombrada de inmediato! ¡Para que ella pueda dar auxilio a las almas del pueblo! ¡Apareciendo en los sueños de éste para ofrecer ayuda y solaz! ¡Y! ¡Puesto que es mi deseo más ansiado! ¡Renunciar a la carga del pontificado que he soportado estos doce años!
»¡Por todo ello!
»¡Yo! ¡Usando los supremos poderes que están a mi alcance! ¡Proclamo que a partir de ahora se me reconozca como miembro del sexo femenino! ¡Y en mi calidad de Pontífice nombro Dama de la Isla a la mujer Arioc, hasta ahora hombre!
—Locura —murmuró el duque Guadeloom.
—Es la tercera vez que lo oigo, y todavía no puedo creerlo —dijo la Corona, lord Struin.
—…¡Y por la presente proclama abdico al mismo tiempo de mi trono pontificio! ¡Y llamo a los moradores del Laberinto! ¡A preparar una carroza para la Dama Arioc! ¡Para transportarla al puerto de Stoien! ¡Y de ahí a la Isla del Sueño para que pueda enviar consuelos a todos vosotros!
Y en ese instante la mirada de Arioc se topó con la mía, y sus ojos observaron los míos. El Pontífice tenía las mejillas rojas de excitación y en su frente brillaba el sudor. Me reconoció, yo sonreí, y él hizo un guiño, un inconfundible guiño de gozo, un guiño de triunfo. Luego se alejó de mi vista.
—Hay que poner fin a esto —dijo Guadeloom.
Lord Struin sacudió la cabeza.
—¡Escuche los vítores! La gente está encantada. El gentío aumenta mientras el Pontífice va de nivel en nivel. Lo llevarán arriba, saldrá por la Boca de las Hojas y partirá hacia Stoien antes de que el día termine.
—Usted es la Corona —dijo Guadeloom—. ¿No puede hacer nada?
—¿Decidir en contra del Pontífice, a cuyo mando he jurado servir? ¿Cometer traición ante cientos de testigos? No, no, no, Guadeloom, lo hecho hecho está, por más descabellado que parezca, y ahora debemos resignarnos.
—¡Aclamemos a la Dama Arioc! —gritó una voz retumbante.
—¡Viva! ¡Viva la Dama Arioc! ¡Viva! ¡Viva!
Observé la escena con extremada incredulidad. La procesión avanzó por el Paraje de las Máscaras en dirección al Corredor de los Vientos o a la Mansión de las Pirámides. Nosotros, Guadeloom, la Corona y yo, no fuimos detrás. Nos quedamos perplejos, silenciosos e inmóviles mientras se alejaba el gentío con sus vítores y gesticulaciones. Me avergoncé por estar con dos grandes personajes de nuestro reino en momentos tan humillantes. Esa abdicación y ese nombramiento de una Dama era absurdo y fantástico, y ambos estaban estremecidos por ello.
—Si acepta la validez de la abdicación —dijo por fin Guadeloom—, ha dejado de ser Corona. Debe prepararse para fijar su residencia en el Laberinto, porque ahora es usted nuestro Pontífice.
Estas palabras cayeron sobre lord Struin igual que gruesos pedrones. En la locura del momento la Corona no había deducido ni siquiera la primera consecuencia de la proeza de Arioc.
Abrió la boca pero no brotaron palabras. Extendió y cerró las manos como si hiciera el símbolo del estallido estelar en su propio honor, pero yo sabía que sólo se trataba de una expresión de asombro. Yo noté escalofríos de reverente temor, porque ahí es nada presenciar un traspaso de poderes, y Struin estaba totalmente desprevenido. Renunciar a los gozos del Monte del Castillo en plena juventud, cambiar brillantes ciudades y espléndidos bosques por la penumbra del Laberinto, dejar la corona del estallido estelar por la diadema de la más elevada autoridad… No, él no estaba preparado, y cuando la realidad se asentó en su cabeza, su rostro palideció y sus párpados se crisparon violentamente.
—Bien, que así sea —dijo al cabo de mucho rato—. Y yo soy el Pontífice. ¿Y quién, pregunto, será Corona en mi lugar?
Supuse que se trataba de una pregunta retórica. Yo no respondí, claro está, y tampoco lo hizo el duque Gaudeloom.
—¿Quién va a ser la Corona? —repitió Struin en tono brusco y enojado—. ¡Estoy preguntándoselo a usted!
Su mirada estaba fija en Guadeloom.
Te lo prometo, ser testigo de estos hechos estuvo a punto de destrozarme, pues se trata de algo que no se olvidará aunque nuestra civilización dure otros diez mil años. ¡Pero a ellos tuvo que producirles un impacto muchísimo mayor! Guadeloom dio un paso atrás, tartamudeó. Puesto que tanto Arioc como lord Struin eran hombres relativamente jóvenes, apenas se había especulado respecto a quién les sucedería en el trono. Y aunque Guadeloom era un personaje poderoso y majestuoso, dudo que alguna vez hubiera esperado llegar a la cima del Monte del Castillo, y mucho menos de esa forma. Se quedó boquiabierto como un gromwark arponeado y fue incapaz de hablar. Yo fui el primero en reaccionar; hinqué la rodilla, hice el gesto del estallido estelar y dije en voz sofocada:
—¡Guadeloom! ¡Lord Guadeloom! ¡Salve, lord Guadeloom! ¡Larga vida a lord Guadeloom!
Nunca volveré a ver dos hombres tan perplejos, tan confusos, tan repentinamente alterados como ex lord Struin, ahora Pontífice, y el ex duque Guadeloom, ahora Corona. Struin tenía el borrascoso semblante de alguien dominado por ira y dolor, lord Guadeloom estaba medio deshecho por el asombro.
Hubo otro largo silencio.
Después habló lord Guadeloom, con una voz extrañamente temblorosa.
—Puesto que soy la Corona, la costumbre exige que mi madre sea nombrada Dama de la Isla, ¿no es cierto?
—¿Qué edad tiene su madre? —preguntó Struin.
—Bastantes años. Es vieja, diría yo.
—Sí. Y no está preparada para las tareas de ese cargo ni es lo bastante fuerte para cargar con ellas.
—Cierto —dijo lord Guadeloom.
—Además —dijo Struin—, desde hoy tenemos una nueva Dama, y no estaría bien elegir otra tan pronto. Veamos cómo se comporta Su Señoría, Arioc, en el Templo Interior antes de buscar a otra persona para ese cargo, ¿eh?
—Una locura —dijo lord Guadeloom.
—Una locura, cierto —dijo el Pontífice Struin—. Bien, vamos a ver a la Dama y asegurémonos de que parte hacia la Isla sin mayores problemas.
Los acompañé hasta las zonas superiores del Laberinto, donde encontramos diez mil personas que aclamaban a Arioc. El ex Pontífice iba descalzo y vestido espléndidamente, y estaba a punto de subir a la carroza que debía llevarle (o llevarla) al puerto de Stoien. Era imposible acercarse a Arioc, dado lo apretados que estaban los cuerpos…