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—Una locura —repetía sin cesar lord Guadeloom—. ¡Una locura, una locura!

Pero yo no pensaba igual, porque había visto el guiño de Arioc y mi comprensión era total. No se trataba de una locura. El Pontífice Arioc había encontrado una forma de salir del Laberinto, cosa que era su deseo más anhelado. Las generaciones futuras, estoy convencido, considerarán a este hombre como sinónimo de locura y absurdo. Pero yo sé que estaba completamente cuerdo, que era un hombre al que la corona había llegado a parecerle una agonía y cuyo honor le impedía retirarse a una vida privada.

Y por eso, tras los extraños hechos de ayer, tenemos un Pontífice, una Corona y una Dama, y ninguno de ellos es el que teníamos el mes pasado. Y. ahora puedes comprender, querida Silimoor, todo lo que ha sucedido en nuestro mundo.

Calintane dejó de hablar y dio un largo trago de vino. Silimoor estaba mirándole con una expresión que a él le pareció una mezcla de piedad, desprecio y simpatía.

—Sois iguales que niños —dijo ella por fin—, con vuestros títulos, vuestras cortes reales y vuestros lazos de honor. Sin embargo, creo entender lo que has experimentado y cómo te ha trastornado.

—Hay una cosa más —dijo Calintane.

—¿Sí?

—La Corona, lord Guadeloom, me nombró canciller antes de retirarse a sus aposentos para iniciar la tarea de comprender estas transformaciones. La semana próxima partirá hacia el Monte del Castillo. Y yo debo estar al lado de él, como es lógico.

—Una magnífica novedad para ti —dijo fríamente Silimoor.

—Por lo tanto te ruego que me acompañes, que compartas mi vida en el Castillo —dijo Calintane, tan mesuradamente como fue capaz.

Los destellantes ojos color turquesa miraban a Calintane con idéntica frialdad.

—Soy nativa del Laberinto —respondió ella—. Adoro enormemente morar en sus recintos.

—Entonces, ¿ésa es la respuesta?

—No —dijo Silimoor—. Te daré la respuesta más tarde. Yo, como tu Pontífice y tu Corona, necesito tiempo para adaptarme a grandes cambios.

—¡Entonces has respondido!

—Más tarde —dijo ella.

Silimoor le dio las gracias por el vino y por el relato que había contado, y le dejó solo a la mesa. Calintane se levantó al cabo de unos minutos, y vagó como un espectro por las profundidades del Laberinto, con un agotamiento que superaba cualquier agotamiento imaginable. Oyó los murmullos de la gente conforme se extendían las noticias —Arioc es la Dama ahora, Struin el Pontífice y Guadeloom la Corona— y para sus oídos fue igual que el zumbido de los insectos. Se retiró a su habitación e intentó dormir. Pero no lo consiguió, y se sumió en las tinieblas de la situación de su vida, temiendo que el agrio período de separación de Silimoor hubiera causado daño fatal a su amor, y que ella, pese a su confusa alusión en sentido contrario, rechazara su petición.

Pero Calintane se equivocaba. Porque un día después Silimoor le mandó un mensaje diciéndole que estaba dispuesta a acompañarle, y cuando Calintane fijó su residencia en el Monte del Castillo ella estaba junto a él, y siguió estándolo cuando, muchos años más tarde, Calintane sucedió a Lord Guadeloom como Corona. Su reinado en ese puesto fue breve pero grato, y durante esa época completó la construcción de la gran carretera de la cima del Monte que lleva su nombre. Y cuando ya viejo volvió al Laberinto en calidad de Pontífice, lo hizo sin sentir la menor sorpresa, porque perdió la capacidad de sorprenderse el lejano día en que el Pontífice Arioc se nombró Dama de la Isla.

V

EL DESIERTO DE LOS SUEÑOS ROBADOS

La leyenda ha oscurecido la verdad sobre Arioc, comprende ahora Hissune, del mismo modo que ha oscurecido la verdad de tantas cosas. Con las distorsiones del tiempo, Arioc ha llegado a tener un aspecto grotesco, de hombre antojadizo, un payaso de repentina inestabilidad. Y no obstante, si el testimonio de lord Calintane tiene algún significado, las cosas no fueron así. Un hombre que sufre y que busca la libertad elige una forma estrafalaria de obtenerla: no es un payaso, no es un demente. Hissune, que también está atrapado en el Laberinto y que anhela probar el aire puro del exterior, juzga al Pontífice Arioc como un personaje inesperadamente simpático, su hermano espiritual a miles de años en el tiempo.

Durante muchos días Hissune no vuelve al Registro de Almas. El impacto de estos viajes ilícitos al pasado ha sido muy fuerte. Su cabeza zumba con los dispersos fragmentos de las almas de Thesme, Calintane, Sinnabor Lavon y el capitán de grupo Eremoil, de modo que cuando todos forman un clamor al mismo tiempo, tiene dificultades para localizar a Hissune, y eso le consterna. Además, tiene otras cosas que hacer. Al cabo de año y medio ha completado la tarea de los documentos tributarios, y ya está tan introducido en la Casa de los Archivos que otra misión le aguarda: un estudio sobre la distribución de los pobladores aborígenes en el Majipur actual. Hissune sabe que lord Valentine ha tenido ciertos problemas con los metamorfos (en realidad hubo una conspiración de los cambiaspectos que le derrocó en los extraños sucesos de hacía algunos años) y recuerda haber oído decir a los nobles del Monte del Castillo, durante su visita allí, que lord Valentine planea integrar a esta raza de un modo más completo en la vida del planeta, si ello es posible. Hissune sospecha por ello que la estadística que le han ordenado compilar tiene cierta utilidad en la gran estrategia de la Corona, y esto le da secreto placer. Y le da también motivo para ciertas sonrisas irónicas. Porque él es muy listo y se percata de lo que está sucediendo al Hissune callejero. Aquel golfillo ágil y astuto que llamó la atención de la Corona hacía siete años es ahora un burócrata adolescente, transformado, domesticado, civilizado, serio. Que así sea, piensa Hissune: uno no tiene siempre catorce años, y llega un momento en que hay que dejar la calle y convertirse en miembro útil de la sociedad. Aun así siente cierta pena por la pérdida del chico que había sido. Parte de la malicia de aquel chiquillo todavía bulle en éclass="underline" sólo parte, pero bastante. Se ha dado cuenta de que tiene ideas de peso sobre la naturaleza de la sociedad de Majipur, la correlación orgánica de las fuerzas políticas, el concepto de que poder implica responsabilidad, que todos los seres se mantienen en armoniosa unión gracias a un sentimiento de obligación recíproca. Los cuatro grandes Poderes del reino (el Pontífice, la Corona, la Dama de la Isla, el Rey de los Sueños) actúan unidos de forma excelente. ¿Cómo han logrado hacerlo?, se pregunta Hissune. Incluso en una sociedad profundamente conservadora, donde poquísimas cosas han cambiado después de milenios, la armonía de los Poderes parece milagrosa, un equilibrio de fuerzas de forzosa inspiración divina. Hissune no ha recibido educación formal; no puede recurrir a nadie para conocer esos asuntos. Sin embargo, existe el Registro de Almas, con la prolífica vida del pasado de Majipur mantenida en prodigiosa suspensión, lista para liberar su apasionada vitalidad a una simple orden. Es absurdo no explorar ese yacimiento de conocimientos cuando la mente de uno está preocupada por tan graves problemas. Una vez más, Hissune falsifica los documentos. Una vez más, supera con desenvoltura la prueba de los lerdos guardianes de los archivos. Una vez más aprieta las teclas, ahora en busca no sólo de diversión, de gozar de lo prohibido, sino también con el ansia de entender la evolución de las instituciones políticas de su planeta. En qué joven tan serio estás convirtiéndote, se dice, mientras las destellantes luces de numerosos colores vibran en su mente y la oscura e intensa presencia de otro ser humano, muerto hace mucho tiempo pero eternamente intemporal, invade su alma.