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Suvrael se extendía como una reluciente espada en el horizonte meridional, una férrea franja de oscura luz roja que lanzaba al aire trémulas vibraciones de calor. Dekkeret, de pie en la proa del carguero donde había hecho el largo y monótono trayecto marítimo, sintió que su pulso aceleraba. ¡Suvrael, por fin! Ese espantoso lugar, ese continente abominable, ese territorio inútil y miserable se hallaba ya a pocos días de distancia y ¿qué horrores aguardaban allí? Pero él estaba preparado. Pasara lo que pasara, tal era la creencia de Dekkeret, sería para bien, en Suvrael igual que en el Monte del Castillo. Dekkeret tenía veinte años, y era un hombretón muy musculoso, cuellicorto y de espalda enormemente amplia. Era el segundo verano del glorioso reinado de lord Prestimion y el gran Pontífice Confalume.

Si Dekkeret había emprendido el viaje a los ardientes desiertos del desolado Suvrael era para cumplir una penitencia. Había realizado una vergonzosa hazaña —sin pretenderlo, ciertamente; al principio apenas se dio cuenta de lo vergonzoso de su acción— mientras cazaba en las Fronteras de Khyntor del lejano norte, y creyó preciso algún tipo de expiación. Fue un gesto romántico y extravagante hasta cierto punto, y él lo sabía, pero podía perdonarse por ello. Si no hacía gestos románticos y extravagantes a los veinte años, ¿cuándo iba a hacerlos? No dentro de diez o quince años, cuando estuviera atado a su rueda del destino y estuviera establecido cómodamente de acuerdo con la carrera inevitablemente tranquila y fácil que seguiría como miembro del cortejo de lord Prestimion. El momento era éste, o ninguno. Por eso había decidido ir a Suvrael a purgar su alma, sin importarle las consecuencias.

Su amigo, consejero y compañero de caza en Khyntor, Akbalik, no pudo entenderlo. Pero naturalmente Akbalik no era un hombre romántico, y además había cumplido los veinte hacía muchos años. Una noche a principios de primavera, mientras tomaban unas botellas de áspero vino dorado en una tosca taberna de las montañas, Dekkeret anunció su intención y la respuesta de Akbalik fue una ruda carcajada de burla.

—¿Suvrael? —gritó Akbalik—. Te juzgas con excesiva severidad. No hay pecado tan inmundo que merezca una excursión a Suvrael.

Y Dekkeret, molesto, creyendo ver paternalismo en la conducta de su amigo, meneó lentamente la cabeza.

—La maldad está en mí igual que una mancha. Haré que arda en mi alma bajo el sol del desierto.

—Haz la peregrinación a la Isla, si crees que debes hacer algo. Que la bendita Dama cure tu espíritu.

—No. Suvrael.

—¿Por qué?

—Para sufrir —dijo Dekkeret—. Para alejarme de los placeres del Monte del Castillo, para ir al lugar menos agradable de Majipur, un depresivo desierto de fieros vientos y aborrecibles peligros. Para mortificar la carne, Akbalik, y demostrar mi arrepentimiento. Para imponerme la disciplina de la incomodidad e incluso del dolor (dolor, ¿sabes qué es eso?) hasta que pueda perdonarme. ¿De acuerdo?

Akbalik, sonriente, hundió los dedos en la gruesa capa de negrísimas pieles de Khyntor que vestía Dekkeret.

—De acuerdo. Pero si has de mortificarte, hazlo completamente. Supongo que no te quitarás esto de tu cuerpo mientras estés bajo el sol de Suvrael.

Dekkeret contuvo la risa.

—Hay un límite —dijo— para mi necesidad de incomodidad.

Cogió la botella de vino. Akbalik casi doblaba la edad de Dekkeret, y era indudable que le divertía la seriedad del joven. Igual le ocurría a Dekkeret, hasta cierto punto; pero ello no iba a desviarle.

—¿Puedo intentar disuadirte por última vez?

—Es inútil.

—Considera la pérdida de tiempo —dijo de todas formas Akbalik—. Tienes que preocuparte de tu carrera. Tu nombre se oye con frecuencia en el Castillo. Lord Prestimion ha dicho magníficas cosas de ti. Un joven prometedor, que llegará muy lejos, con gran fortaleza de carácter, toda esa clase de cosas. Prestimion es joven, gobernará muchos años. Los que sean jóvenes ahora subirán tanto como él. Y aquí estás tú, metido en las montañas de Khyntor, jugando cuando deberías estar en la corte, y ya estás planeando otro viaje más temerario. Olvida esta tontería de Suvrael, Dekkeret, y vuelve al Monte conmigo. Cumple el mandato de la Corona, impresiona a los grandes con tu valía, y trabaja para el futuro. Estamos en una maravillosa época de Majipur, y sería espléndido encontrarse entre los que detentan el poder cuando las cosas progresen. ¿Eh? ¿Eh? ¿Por qué desterrarte a Suvrael? Nadie conoce ese… eh… pecado tuyo, ese insignificante lapso…

—Yo lo conozco.

—En ese caso, promete que no volverás a hacerlo, y absuélvete.

—No es tan sencillo —dijo Dekkeret.

—Malgastar un año o dos de tu vida, quizá perder por completo tu vida, por un absurdo e inútil viaje…

—No es absurdo. No es inútil.

—Excepto en lo puramente personal, lo es.

—No es cierto, Akbalik. Me puse en contacto con la gente del pontificado y me las arreglé para obtener un nombramiento oficial. Voy a Suvrael en misión de pesquisa. ¿No te parece estupendo? Suvrael no exporta su cupo de carne y ganado y el Pontífice quiere saber el porqué. ¿Comprendes? Sigo progresando en mi carrera aún cuando parto hacia lo que a ti te parece una aventura totalmente personal.

—De modo que ya has hecho preparativos.

—Me voy el próximo Día Cuarto. —Dekkeret extendió la mano derecha hacia su amigo—. Serán dos años, por lo menos. Volveremos a vernos en el Monte. ¿Qué te parece, Akbalik, en los juegos de Morpin Alta, dos años a partir del Día del Invierno?

Los serenos ojos grises de Akbalik se fijaron intensamente en los de Dekkeret.

—Estaré allí —dijo lentamente Akbalik—. Espero que tú también.

Esa conversación tuvo lugar sólo hacía dos meses. Pero Dekkeret, mientras notaba el palpitante calor del continente meridional que llegaba a él a través de las aguas verde claro del Mar Interior, creía que la charla ocurrió hacía una eternidad, y que el viaje había sido infinitamente largo. La primera parte de la travesía fue bastante placentera: el descenso de las montañas hasta la gran metrópolis de Ni-moya, y luego por barco fluvial Zimr abajo hasta el puerto de Piliplok en la costa oriental. Después Dekkeret subió a bordo de un carguero, el transporte más barato que encontró, con destino a la ciudad de Tolaghai (Suvrael), y a partir de entonces una travesía hacia el sur, siempre hacia el sur durante un verano entero, en un horrible y reducido camarote situado a favor del viento en una bodega atestada de fardos de pequeños dragones marinos secos. Y cuando el barco entró en la zona tropical, los días ofrecieron un calor desconocido para Dekkeret y las noches apenas fueron mejores. Y la tripulación, en su mayoría un puñado de peludos skandars, se rió de las penurias del viajero y le dijo que disfrutara del tiempo frío mientras pudiera, porque el verdadero calor le aguardaba en Suvrael. Bien, él quería sufrir, su anhelo estaba siendo generosamente satisfecho, y lo peor aún estaba por llegar. Dekkeret no se quejó. No se arrepintió. Pero su placentera vida entre los jóvenes caballeros del Monte del Castillo no le había preparado para noches en vela con el hedor de los dragones que se metía por sus ventanas nasales como si fuera un estilete, ni para el sofocante calor que envolvió el barco pocas semanas después de la partida de Piliplok, ni para el intenso hastío ante la invariable vista marina. El planeta era increíblemente enorme, ése era el problema. Costaba una eternidad ir de un sitio a otro. El viaje desde el continente natal de Dekkeret, Alhanroel, hasta las tierras occidentales de Zimroel había sido un proyecto grandioso: desde el Monte hasta Alaisor en barco fluvial, por mar hasta Piliplok y río arriba para llegar a las montañas de Khyntor. Pero entonces contó con Akbalik para alegrar el tiempo, y gozó de la excitación de su primer gran viaje, la extrañeza de nuevos parajes, nuevas comidas, nuevos acentos. Y le aguardaba la expedición de caza. ¿Y ahora? Encarcelado a bordo de un barco sucio y decrépito, repleto de trozos de carne de diabólico olor… el interminable transcurrir de días de ocio sin amigos, sin deberes, sin conversación…