Si algún monstruoso dragón apareciera, pensó Dekkeret más de una vez, y animara el viaje con una pizca de peligro… Pero no, no, los dragones seguían otro rumbo en sus migraciones; según se decía, una gran manada se hallaba en aguas occidentales frente a la costa de Narabal en esa época, y había otra a medio camino entre Piliplok y el archipiélago Rodamaunt. Dekkeret no vio a las grandes bestias, ni siquiera ejemplares dispersos. Lo que empeoraba el aburrimiento era que no parecía tener ningún valor purgante. Dekkeret sufría, cierto, y él suponía que el sufrimiento curaría su herida, pero la conciencia del acto terrible que había cometido en las montañas no disminuía en absoluto. Tenía calor, estaba aburrido y nervioso, y la sensación de culpabilidad continuaba desgarrándole, y a pesar de ello se atormentaba con la irónica certeza de que lord Prestimion, nada menos que la Corona, le alababa por su gran fuerza de carácter… mientras él no encontraba en su interior otra cosa que no fuera debilidad, cobardía y necedad. Tal vez sea preciso algo más que humedad, hastío y malos olores para curar el alma de una persona, decidió Dekkeret. En cualquier caso ya estaba harto del proceso de llegar a Suvrael, y se encontraba preparado para iniciar la siguiente fase de su peregrinación a lo desconocido.
2
Todos los viajes tienen su fin, incluso los interminables. El ardiente viento que llegaba del sur se intensificó día tras día hasta que el calor en cubierta impidió caminar y los descalzos skandars tuvieron que fregar el suelo cada pocas horas. Y luego, de pronto, la tórrida masa de tétrica oscuridad que ocupaba el horizonte se convirtió en el borde de una playa y en las fauces de un puerto. Al fin habían llegado a Tolaghai.
Suvrael entero era tropical. Buena parte de su interior era desértica, siempre oprimida por el colosal peso de un ambiente reseco y estancado en cuya periferia remolineaban agotadores ciclones. Pero los bordes del continente eran más o menos habitables, y había cinco ciudades relacionadas a través del comercio con el resto de Majipur. Mientras el carguero entraba en el amplio puerto, Dekkeret se sobresaltó por la extrañeza del lugar. En su corta vida había visto un buen número de las gigantescas ciudades del mundo —doce de las cincuenta que ocupaban las laderas del Monte del Castillo, la imponente Alaisor barrida por el viento, la vasta y asombrosa Ni-moya con sus muros blancos, la espléndida Piliplok y muchas más— y jamás había contemplado una ciudad con el aspecto severo, misterioso y prohibitivo de ésta. Tolaghai se aferraba como un cangrejo a una larga cresta a lo largo del mar. Sus edificios eran bajos y rechonchos, hechos con anaranjados ladrillos secados al sol, con simples rendijas por ventanas, y sólo había plantas dispersas alrededor de ellos, sobre todo deprimentes palmeras que eran todo tronco con minúsculas, plumosas copas a gran altura. Al mediodía las calles estaban prácticamente desiertas. El cálido viento arrojaba rociadas de arena sobre los agrietados adoquines. Dekkeret pensó que la ciudad era algo así como una cárcel en la frontera, brutal y horrorosa, o quizás una ciudad surgida del tiempo, un lugar perteneciente a un pueblo prehistórico, a una raza regimentada y autoritaria. ¿Por qué alguien había decidido construir un lugar tan ominoso? Sin duda por simple eficacia, porque una deformidad así era el mejor modo de hacer frente al clima de esas tierras… Pero de todas formas, de todas formas, pensó Dekkeret, el desafío del calor y la sequía podía haber exigido una arquitectura menos repelente.
En su inocencia, Dekkeret pensó que podía bajar a tierra al instante, pero las cosas no eran así en Tolaghai. El barco permaneció anclado más de una hora antes de que las autoridades portuarias, tres yorts de sombrío aspecto, subieran a bordo. Luego siguió la prolija tarea de la inspección sanitaria, el manifiesto de carga y el regateo de la cuota de atraque. Y por fin la docena de pasajeros recibió autorización para desembarcar. Un mozo de cuerda de raza gayrog cogió el equipaje de Dekkeret y preguntó el nombre del hotel. El viajero replicó que no había reservado habitación en ninguno, y la criatura semejante a un reptil, con la lengua en continuo movimiento y el negro y carnoso cabello retorciéndose como una masa de serpientes, le dedicó una mirada frígida y burlona.
—¿Qué piensa pagar? —dijo—. ¿Es usted rico?
—No mucho. ¿Qué puedo conseguir por tres coronas por noche?
—Poca cosa. Un lecho de paja. Sabandijas en las paredes.
—Llévame allí —dijo Dekkeret.
El gayrog reflejó la máxima sorpresa que un gayrog puede reflejar.
—No estará contento allí, distinguido caballero. Su porte indica señorío.
—Tal vez, pero mi bolsa es la de un pobre. Correré el riesgo de las sabandijas.
En realidad la posada no era tan mala como podía temerse: vieja, escuálida y depresiva, sí, pero así era todo lo que se veía, y la habitación que dieron a Dekkeret era casi palaciega después del alojamiento en el barco. Y tampoco ahí había el hedor de la carne de dragón marino, sólo el árido y penetrante olor del aire de Suvrael, como lo que hay dentro de una botella cerrada desde hace mil años. Dio al gayrog una moneda de media corona, que el mozo de cuerda no agradeció, y sacó sus escasas pertenencias.
A últimas horas de la tarde Dekkeret salió de la posada. El asfixiante calor no había menguado, pero el cortante viento parecía menos violento, y había más gentes en las calles. De todas formas la ciudad resultaba repulsiva. Era el lugar ideal para cumplir penitencia. Dekkeret acabaría aborreciendo las insípidas fachadas de los edificios de ladrillo y el marchito aspecto del paisaje, y echó de menos el suave aire puro de su ciudad natal, Normork, en la falda del Monte del Castillo. ¿Por qué, meditó, puede una persona tomar la decisión de vivir aquí, cuando hay muchísimas oportunidades en los continentes más benévolos? ¿Qué severidad del alma impulsa a millones de sus conciudadanos a flagelarse con las diarias crueldades de la vida en Suvrael?
Los representantes del pontificado tenían sus oficinas en la gran plaza sin adorno alguno que miraba hacia el puerto. Las instrucciones de Dekkeret le exigían presentarse allí, y pese a lo tarde de la hora encontró el lugar abierto, porque con el socarrante calor todos los ciudadanos de Tolaghai observaban la norma del cierre a mediodía y tramitaban sus asuntos hasta la puesta del sol. Dekkeret tuvo que esperar un rato en una antesala decorada con enormes retratos en cerámica blanca de los monarcas reinantes: el Pontífice Confalume de frente, con aspecto benigno pero de abrumadora grandeza y el joven lord Prestimion, la Corona, de perfil, con un brillo de inteligencia y dinamismo en sus ojos. Majipur tenía suerte con sus gobernantes, pensó Dekkeret. Siendo niño había visto a Confalume, entonces Corona, mientras presidía un tribunal en la maravillosa ciudad de Bombifale en lo alto del Monte, y tuvo deseos de llorar de puro gozo al contemplar la serenidad y radiante fuerza del monarca. Pocos años después lord Confalume accedió al pontificado y fue a vivir a las cavidades subterráneas del Laberinto, y Prestimion fue la nueva Corona. El último era un hombre muy distinto, tan imponente pero lleno de arrojo, vigor e impulsiva autoridad. Mientras la nueva Corona efectuaba la gran procesión por las ciudades del Monte, lord Prestimion vio al joven Dekkeret y, de acuerdo con su casual e imprevisible modo de proceder, le eligió para que tomara parte en el adiestramiento de caballeros en las Ciudades Altas. Un hecho que parecía haber ocurrido hacía un siglo, dados los grandes cambios acaecidos desde entonces en la vida de Dekkeret. A los dieciocho años se dio el placer de fantasear, de soñar que un día llegaría al trono de la Corona. Pero luego llegaron las desdichadas vacaciones en las montañas de Zimroel. Y ahora, con veinte años recién cumplidos, mientras se impacientaba en una polvorienta oficina de una deslustrada ciudad del inhospitalario Suvrael, Dekkeret pensó que carecía de futuro, sólo una desolada senda de años sin sentido que debía consumir.