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—Diez mil…

—Hay pocas razones para el comercio entre Tolaghai y Natu Gorvinu. Una vez al año, quizá, un barco va de un sitio a otro. Por vía terrestre la situación es peor, porque las carreteras que salen de Tolaghai no se conservan al este de Kangheez…—indicó una ciudad a mil kilómetros de distancia— y más allá, ¿quién sabe? El continente no está excesivamente poblado.

—¿Entonces ¿no hay forma de llegar a Natu Gorvinu?—dijo Dekkeret, perplejo.

—Hay una forma. Por barco desde Tolaghai hasta Stoien, en Alhanroel, y desde Stoien hasta Natu Gorvinu. Sólo tardará poco más de un año. Cuando usted llegue de nuevo a Suvrael y penetre hacia el interior, claro está, la crisis que ha venido a investigar seguramente habrá concluido. ¿Otro frasco de vino dorado, iniciado Dekkeret?

Muy aturdido, Dekkeret aceptó el vino. Las distancias le habían dejado estupefacto. Otro horrendo viaje por el Mar Interior, volver a su continente natal, Alhanroel, únicamente para dar media vuelva y hacer una tercera travesía en dirección a la punta opuesta de Suvrael para acabar averiguando, tal vez, que mientras tanto habían cerrado las carreteras del interior, y… no. No. Una penitencia no podía prolongarse tanto. Mejor abandonar la misión que someterse a tales absurdos.

—Es tarde —dijo Golator Lasgia mientras él seguía dudando— y sus problemas precisan larga consideración. ¿Ha hecho planes para cenar, iniciado Dekkeret?

De pronto, de un modo sorprendente, los oscuros ojos de la mujer emitieron un malicioso fulgor muy familiar.

3

En compañía del archirregiomando Golator Lasgia, Dekkeret descubrió que la vida en Tolaghai no era forzosamente tan triste como había indicado la primera, superficial inspección. Ella le llevó al hotel con un vehículo flotador —Dekkeret notó el disgusto de la mujer al ver el lugar— y le aconsejó que descansara, se lavara y estuviera listo al cabo de una hora. Un crepúsculo cobrizo había descendido sobre la ciudad, y cuando se cumplió la hora el cielo era tremendamente negro; sólo algunas extrañas constelaciones dejaban en él su irregular huella, aparte del indicio de una o dos lunas crecientes muy cerca del horizonte. Golator Lasgia vino a buscarle puntualmente. En lugar de la severa túnica, la mujer vestía ahora una prenda de malla muy ceñida, absurdamente seductora. Dekkeret se asombró. Había tenido éxito con las mujeres, sí, pero por lo que sabía él no había demostrado interés por aquella mujer, nada que no fuera el respeto más formal. Y sin embargo, era obvio que ella preveía una noche íntima. ¿Por qué? Ciertamente no por la irresistible sofisticación y el atractivo físico de Dekkeret, ni por ventajas políticas que él pudiera conferir a la archirregiomando, ni por cualquier otro motivo racional. Con una excepción, que Tolaghai era un sucio y apartado lugar donde la vida era incómoda e insulsa y él era un joven forastero capaz de ofrecer una noche de diversión a una mujer todavía joven. Dekkeret se sintió utilizado, pero por lo demás no vio nada malo en ello. Y después de haber pasado meses en el mar estaba ansioso de correr ciertos riesgos en nombre del placer. Cenaron en un club privado de las afueras, en un jardín elegantemente decorado con las famosas plantas animales de Stoienzar y otros prodigios vegetales que impulsaron a Dekkeret a calcular qué parte de las modestas reservas de agua de Tolaghai se dedicaba a mantener florido ese lugar. En otras mesas, muy separadas, había suvraelitas con elegantes vestiduras. Golator Lasgia inclinó la cabeza para saludar a algunos, pero ninguno habló con ella ni dedicó indebidas miradas a Dekkeret. Dentro del local soplaba una brisa fría y refrescante, la primera que había notado Dekkeret desde hacía semanas, como si allí estuviera funcionando una milagrosa máquina de los antiguos, algún aparato emparentado con los que generaban la deliciosa atmósfera del Monte del Castillo. La cena fue una espléndida combinación de fruta ligeramente fermentada y filetes de pescado de carne verde claro, tierna y jugosa, acompañada de un selecto vino seco de Amblemorn, nada menos, una de las Ciudades de la Falda del Monte del Castillo. Golator Lasgia bebió sin restricciones, igual que él. Los ojos de ambos cobraron brillo y animación, y las frías formalidades de la entrevista en la oficina quedaron atrás. Dekkeret se enteró de que ella era nueve años mayor que él, que había nacido en la húmeda y exuberante Narabal en el continente occidental, que había entrado al servicio del Pontífice cuando era una jovencita y que llevaba diez años en Suvrael. El ascenso al alto cargo administrativo que desempeñaba en Tolaghai lo había conseguido después que Confalume accediera al pontificado.

—¿Le gusta esto? —preguntó Dekkeret. Ella se encogió de hombros.

—Una se acostumbra.

—Dudo que yo me acostumbrara. Para mí, Suvrael es simplemente un lugar de tormento, una especie de purgatorio. Golator Lasgia asintió.

—Cierto.

Un destello brotó de los ojos de la mujer en dirección a los suyos. Dekkeret no se atrevió a pedir más explicaciones, pero algo le indicaba que ambos tenían mucho en común.

Dekkeret llenó de nuevo los vasos y se permitió el riesgo de esbozar una serena sonrisa de comprensión.

—¿Es un purgatorio lo que busca aquí? —dijo ella.

—Sí.

Golator Lasgia señaló los espléndidos jardines, las vacías botellas de vino, los costosos platos, los manjares a medio comer.

—En ese caso, ha empezado mal.

—Señora mía, cenar con usted no formaba parte de mi plan.

—Ni del mío. Pero el Divino otorga, y nosotros aceptamos. ¿Verdad? —Se acercó a Dekkeret—. ¿Qué piensa hacer? ¿El viaje a Natu Gorvinu?

—Parece una empresa demasiado dura.

—Entonces hágame caso. Quédese en Tolaghai hasta que se aburra. Luego regrese y redacte su informe. En Khyntor nadie estará más enterado que antes.

—No. Debo ir tierra adentro.

La expresión de la mujer se hizo burlona.

—¡Qué dedicación! Pero ¿cómo lo hará? Las carreteras que salen de aquí están cerradas.

—Usted mencionó la del paso de Khulag, la que había caído en desuso. El simple desuso no es tan grave como mortales tormentas de arena o bandidos cambiaspectos. A lo mejor contrato a un experto para que me guíe.

—¿Para ir al desierto?

—Si es preciso…

—El desierto es lugar visitado por fantasmas —dijo Golator Lasgia con suma naturalidad—. Olvide esa idea. Llame al camarero, no tenemos vino.

—Creo que ya ha bebido bastante, señora mía.

—En ese caso, vámonos. Iremos a otro sitio.

Salir del jardín refrescado por la brisa y notar el aire seco y ardiente de la calle fue como una sacudida. Pero pronto estuvieron en el flotador, y poco después en un segundo jardín, éste en la residencia oficial de Golator Lasgia, con una piscina en el centro. Aquí no había máquinas para aliviar el calor, pero la archirregiomando conocía otros métodos para hacerlo: se quitó el vestido y se acercó a la piscina. Su cuerpo, esbelto y flexible, fulguró un instante a la luz de las estrellas, y a continuación se zambulló, se deslizó bajo el agua prácticamente sin un chapoteo. Golator hizo una seña y Dekkeret se apresuró a reunirse con ella.

Más tarde se abrazaron en un lecho de gruesas briznas de hierba cortada de raíz. El acto sexual fue casi una pelea, porque ella se agarró a Dekkeret con sus largas y musculosas piernas, intentó maniatarle las manos, dio vueltas y más vueltas sin separarse de él y sin dejar de reír. Y a Dekkeret le sorprendió la fuerza de aquella mujer, la juguetona ferocidad de sus movimientos. Pero en cuanto acabaron el mutuo examen, ambos se movieron con más armonía, y fue una noche de poco sueño y mucho esfuerzo.