—Pues sea más precavido. Suba al próximo barco que salga hacia Stoien y vuelva a la vida fácil del Monte del Castillo.
—Le pido otra vez que sea mi guía. A cambio de una buena recompensa, y que no se hable más de firmar ese documento. ¿Cuáles son sus honorarios?
—Treinta reales —dijo Barjazid.
Dekkeret gruñó como si le hubieran golpeado por debajo de las costillas. Le había costado menos de la mitad navegar de Piliplok a Tolaghai. Treinta reales era el salario anual de alguien como Barjazid. Pagar ese precio exigiría a Dekkeret recurrir a una costosa carta de crédito. Su impulso fue responder con el desprecio propio de un caballero, y ofrecer diez reales. Pero se dio cuenta de que había perdido fuerza de negociación al poner reparos al documento solicitado por Barjazid. Si regateaba también el precio, Barjazid se limitaría a dar por concluida la negociación.
—Perfectamente —dijo al fin—. Pero sin documento. Barjazid le miró agriamente.
—Muy bien. Sin documento, ya que insiste.
—¿Cómo hay que pagar el dinero?
—La mitad ahora, la mitad la mañana de la partida.
—Diez reales ahora —dijo Dekkeret—, diez la mañana de la partida y diez el día de mi regreso a Tolaghai.
—Eso condiciona la tercera parte de mis honorarios a que usted sobreviva al viaje. Recuerde que yo no lo garantizo.
—Quizá mi supervivencia sea más probable si retengo una tercera parte de los honorarios hasta el final.
—Uno espera cierta arrogancia en un caballero de la Corona, y uno aprende a ignorarla como simple peculiaridad, hasta cierto punto. Pero creo que usted se ha pasado de la raya. —Barjazid hizo de nuevo un gesto de despedida—. Hay poca confianza entre nosotros. Sería mala idea viajar juntos.
—No pretendo ser irrespetuoso —dijo Dekkeret.
—Pero me exige que quede a merced de su parentela si usted muere, y me considera como un vulgar criminal o como un bandido en el mejor de los casos, y le parece preciso arreglar el pago de manera que yo tenga menos motivos para asesinarle. —Barjazid escupió—. La otra cara de la arrogada es la cortesía, joven caballero. Un dragonero skandar me habría mostrado más cortesía. Yo no busqué este trabajo, no lo olvide. No me humillaré para ayudarle. Con su permiso.
—Espere.
—Tengo otros asuntos esta mañana.
—Quince reales ahora —dijo Dekkeret— y quince cuando partamos, tal como usted quiere. ¿De acuerdo?
—¿A pesar de que piensa que le asesinaré en el desierto?
—Empecé a mostrarme muy receloso porque no deseaba parecer muy inocente —dijo Dekkeret—. He obrado sin tacto al decir las cosas que he dicho. Le ruego que acepte en los términos convenidos.
Barjazid guardó silencio.
Dekkeret sacó de su bolsa tres monedas de cinco reales. Dos eran de vieja acuñación, y en ellas se veía al Pontífice Prankipin con lord Confalume. La tercera era muy brillante, de reciente acuñación, y mostraba a Confalume como Pontífice y la imagen de lord Prestimion en el reverso. Dekkeret tendió las monedas a Barjazid, que cogió la nueva y la examinó con gran curiosidad.
—No he visto ninguna de éstas anteriormente —dijo—. ¿Tendremos que llamar a mi sobrino para que dé su opinión respecto a la autenticidad?
Ya era demasiado.
—¿Me toma por un traficante de moneda falsa? —rugió Dekkeret mientras se levantaba de un brinco y miraba ferozmente al hombrecillo.
El furor vibraba en su interior. Estuvo a punto de golpear a Barjazid.
Pero se dio cuenta de que el otro hombre permanecía completamente impertérrito e inmóvil frente a su furia. Barjazid incluso sonrió, y cogió las otras dos monedas de la temblorosa mano de Dekkeret.
—De manera que a usted tampoco le gustan mucho las acusaciones sin fundamento, ¿eh, joven caballero? —Barjazid se echó a reír—. Bien, hagamos un trato. Usted no esperará que yo le asesine después del paso de Khulag, y yo no mandaré las monedas al cambista para que dé su aprobación, ¿eh? ¿Qué me dice? ¿Acordado?
Dekkeret asintió cansadamente.
—Sin embargo, será un viaje peligroso —dijo Barjazid—, y yo de usted no confiaría demasiado en un feliz regreso. Casi todo depende de su fuerza cuando llegue el momento de la prueba.
—Muy bien. ¿Cuándo partimos?
—El Día Quinto, a la hora del ocaso. Saldremos de la ciudad por la Puerta de Pinitor. ¿Conoce ese lugar?
—Lo encontraré —dijo Dekkeret—. Hasta el Día Quinto, a la hora del ocaso.
Ofreció la mano al hombrecillo.
5
Faltaban setenta y dos horas para el Día Quinto. Dekkeret no lamentó el retraso, porque así tenía tres noches más con la archirregiomando Golator Lasgia. O eso creyó él, porque en realidad las cosas fueron distintas. Ella no estaba en su despacho de las cercanías del puerto la tarde en que Dekkeret se reunió con Barjazid, y sus ayudantes se negaron a transmitirle el mensaje. Dekkeret vagó por la tórrida ciudad hasta mucho después del anochecer, no encontró compañía de ningún tipo y finalmente se contentó con una cena insulsa y llena de arena en su hotel, todavía con la esperanza de que Golator apareciera milagrosamente y le sacara de allí. No fue así, y durmió a ratos muy nervioso, obsesionado por los recuerdos de los tensos costados, los pechos firmes y menudos y la boca hambrienta y agresiva de Golator. Hacia el amanecer tuvo un sueño, vago e incomprensible, en el que ella, Barjazid y varios yorts y vroones ejecutaban una compleja danza en las ruinas de un edificio de piedra, sin techo y barrido por la arena, y después cayó en un profundo sueño y no despertó hasta el mediodía del Día Marino. La ciudad entera parecía estar escondida a esa hora, pero cuando llegaron las horas más frías Dekkeret fue directamente a la oficina de la archirregiomando, sin encontrarla allí y pasó la tarde con la misma falta de propósito que la noche anterior. En el momento de entregarse al sueño rogó fervientemente a la Dama de la Isla que le enviara a Golator Lasgia. Pero no era función de la Dama hacer tales cosas, y lo único que llegó a Dekkeret durante la noche fue un sueño tierno y alegre, quizá un presente de la bendita Dama (aunque probablemente no lo fue). Dekkeret se vio en una choza con techo de paja en las costas del Gran Océano, junto a Til-omon, y mordisqueó dulces frutas purpurinas cuyo jugo brotó a chorros y manchó sus mejillas. Al despertar había un yort del personal de la archirregiomando que aguardaba en la puerta de su habitación, para comunicarle que debía presentarse ante Golator Lasgia.
Esa noche cenaron juntos tarde, y fueron otra vez a la residencia de ella, para gozar de una noche de amor que hizo que su primer encuentro pareciera una reunión casta. En ningún momento preguntó Dekkeret por qué ella le había negado las dos noches anteriores. Sin embargo todo se aclaró después, mientras desayunaban pieles de gihorna y vino dorado, ambos vigorosos y frescos pese a no haber dormido ni un cuarto de hora.
—Me habría gustado pasar más tiempo contigo esta semana —dijo Golator—, pero al menos he podido compartir tu última noche. Ahora te irás al Desierto de los Sueños Robados con mi sabor en tus labios. ¿Te he hecho olvidar a las demás mujeres?
—Ya sabes la respuesta.
—Estupendo. Estupendo. Es posible que jamás abraces a otra mujer. Pero la última fue la mejor, y pocos tienen tanta suerte.
—¿Tan segura estás de que moriré en el desierto?
—Pocos viajeros regresan —dijo ella—. Las posibilidades de que vuelva a verte son remotas.
Dekkeret se estremeció ligeramente… no por miedo, sino porque había comprendido los motivos personales de Golator. Cierta morbosidad de su amante la había impulsado a negarle las dos noches anteriores, de forma que la tercera fuera mucho más intensa, porque ella debía creer que Dekkeret no tardaría en ser hombre muerto y deseaba el especial placer de ser su última mujer. El pensamiento le produjo escalofríos. Si iba a morir pronto, él habría gozado igualmente las otras dos noches con ella. Pero al parecer las sutilidades de la mente de Golator iban más allá de nociones tan toscas. Dekkeret se despidió cortésmente, sin saber si volverían a verse alguna vez, sin saber siquiera si él deseaba volver a verla pese a toda su belleza y sus voluptuosas habilidades. Excesivos detalles misteriosos y peligrosamente caprichosos yacían enroscados en el interior de Golator.