Poco después de la puesta del sol Dekkeret se presentó en la Puerta de Pinitor, en la parte sureste de la ciudad. No le habría sorprendido que Barjazid hubiera incumplido el acuerdo… pero no, un vehículo flotante aguardaba junto al hoyoso arco de arenisca de la vieja puerta, y el hombrecillo estaba apoyado en el coche. Le acompañaban tres personas: un vroon, una skandar y un hombre joven y delgado, de mirada penetrante, que indudablemente era el hijo de Barjazid.
A una señal de Barjazid la gigantesca skandar de cuatro brazos cogió los dos gruesos bolsos de Dekkeret y los puso sin esfuerzo alguno en el techo del vehículo.
—Se llama Khaymak Gran —dijo Barjazid—. Es muda, pero dista mucho de ser estúpida. Me ha servido muchos años, desde que la encontré sin lengua y más que medio muerta en el desierto. El vroon es Serifain Reinaulion, que suele hablar demasiado pero que conoce las rutas del desierto mejor que nadie en esta ciudad.
Dekkeret intercambió bruscos saludos con el menudo ser tentacular.
—Y mi hijo, Dinitak, también nos acompañará —dijo Barjazid—. ¿Ha descansado bien, iniciado?
—Bastante bien —respondió Dekkeret. Había dormido casi todo el día, después de la noche en vela.
—Viajaremos casi siempre aprovechando la oscuridad y acamparemos durante el calor del día. Entiendo que debo llevarle a través del paso de Khulag, cruzar la estepa denominada Desierto de los Sueños Robados y llegar al borde de las tierras de pasto que rodean Ghyzyn Kor, donde usted tiene que hacer ciertas averiguaciones entre los pastores. Y luego regresar a Tolaghai. ¿Es así?
—Exactamente —dijo Dekkeret.
Barjazid no dio un paso para entrar en el flotador. Dekkeret arrugó la frente… y entonces lo comprendió. Sacó de su bolsa tres piezas de cinco reales, dos viejas de la acuñación de Prankipin la tercera una reluciente moneda de lord Prestimion. Las entregó a Barjazid, que separó la de Prestimion y la lanzó a su hijo. El joven miró recelosamente la brillante moneda.
—La nueva Corona —dijo Barjazid—. Familiarízate con su cara. Vamos a verla a menudo.
—Él tendrá un glorioso reinado —dijo Dekkeret—. Sobrepasará en grandeza incluso a lord Confalume. Una ola de nueva prosperidad barre ya los continentes septentrionales, y antes eran muy prósperos. Lord Prestimion es un hombre vigoroso y resuelto, y sus planes son ambiciosos.
—Los acontecimientos en los continentes del norte —dijo Barjazid, tras encogerse de hombros— tienen poca influencia aquí, y la prosperidad de Alhanroel o Zimroel… no sé cómo decirlo, apenas importa en Suvrael. Pero nos alegra que el Divino nos haya bendecido con otra espléndida Corona. Ojalá él recuerde, alguna vez, que también existe un continente en el sur, y ciudadanos de su reino que lo pueblan. Vamos, es hora de partir.
6
La Puerta de Pinitor delimitaba una frontera absoluta entre la ciudad y el desierto. A un lado había un barrio de bajas e irregulares villas, un barrio amurallado sin rasgos notables; al otro lado, más allá de la periferia de la ciudad, sólo había un desolado yermo. Nada rompía la vacuidad del desierto aparte de la carretera, una amplia senda pavimentada con adoquines que serpenteaba y ascendía poco a poco hacia la cima de las colinas que rodeaban Tolaghai.
El calor era intolerable. Por la noche el desierto era perceptiblemente más frío que durante el día, pero igualmente abrasador. Aunque desapareció el gran ojo en llamas del sol, la anaranjada arena irradiaba hacia el cielo el calor almacenado durante el día, y rielaba y chisporroteaba con la intensidad de un horno rebosante. Se levantó un fuerte viento —al llegar la noche, según observó Dekkeret, la dirección del viento se invirtió y sopló desde el corazón del continente hacia el mar— pero la diferencia fue nula: terral o marítimo, ambas eran opresivas corrientes de aire tórrido y seco que no tenía misericordia. En la clara y árida atmósfera la luz de las estrellas y las lunas era anormalmente brillante, y también había un fulgor terrenal, una extraña refulgencia de fantasmagórico color verdoso que brotaba en irregulares zonas de las laderas que bordeaban la carretera. Dekkeret se interesó por el fenómeno.
—Surge de ciertas plantas —dijo el vroon—. Brillan con luz propia en la oscuridad. Tocar una de esas plantas siempre es doloroso y a menudo fatal.
—¿Cómo puedo reconocerlas durante el día?
—Parecen trozos de cuerda vieja, curtida por la intemperie y deshilachada, que salen en manojos de las grietas de la roca. No todas las plantas de esa clase son peligrosas, pero hará bien apartándose de todas.
—De cualquier planta —intervino Barjazid—. En este desierto las plantas se defienden muy bien, a veces de formas sorprendentes. Todos los años nuestro jardín nos enseña algún nuevo secreto, siempre horrible.
Dekkeret asintió. No pensaba pasear por allí pero si lo hacía, su norma sería no tocar nada.
El vehículo flotante era viejo y lento, y la carretera empinada. El coche avanzó sin prisa alguna en la tórrida noche. En el interior hubo escasa conversación. La skandar era la conductora, con el vroon al lado, y de vez en cuando Serifain Reinaulion hacía algún comentario sobre el estado de la carretera. En el compartimiento de atrás los dos Barjazid permanecieron sentados en silencio y Dekkeret quedó solo, contemplando con creciente desconsuelo el infernal paisaje. Sometido a los implacables martillos del sol, el terreno parecía golpeado, roto. La humedad que el invierno aportó al territorio fue succionada hacía mucho tiempo, dejando macilentas e irregulares fisuras. La superficie del terreno era como un cutis picado de viruelas en los puntos donde el incesante viento la había bombardeado con partículas de arena, y las plantas, de escasa altura y muy dispersas, eran de numerosas variedades; pero todas estaban retorcidas, torturadas, deformes y nudosas. Dekkeret fue acostumbrándose poco a poco al calor: el calor estaba allí, simplemente eso, igual que la piel de uno, y al cabo de un rato se acaba aceptándolo. Pero la mortífera fealdad de todo lo que contemplaba, la sequedad, la despreocupada desolación tosca y llena de agujeros, aturdía su alma. Un paisaje odioso constituía un nuevo concepto para él, un concepto casi inconcebible. En todos los lugares de Majipur que había visitado sólo encontró belleza. Pensó en su ciudad natal, Normork, extendida a lo largo de los peñascos del Monte, las sinuosas calles, la prodigiosa muralla de roca y las suaves lluvias de medianoche. Pensó en la gigantesca ciudad de Stee, en las alturas del Monte, donde una vez paseó al alba por un jardín de árboles no más altos que su tobillo, con hojas de tonalidad verde que deslumbraron sus ojos. Pensó en Morpin Alta, el reluciente milagro urbano dedicado por entero al placer, situado prácticamente a la sombra del impresionante castillo de la Corona en la cima del Monte. Las abruptas inmensidades forestales de Khyntor, las brillantes torres blancas de Ni-moya, las encantadoras vegas del valle de Glayge… Qué mundo tan hermoso es éste, pensó Dekkeret, qué maravillas contiene. ¡Y qué terrible es el lugar donde me encuentro ahora!
Se dijo que debía alterar su escala de valores y esforzarse en descubrir las bellezas del desierto, o de lo contrario el desierto paralizaría su espíritu. Que haya belleza en el colmo de la sequedad, pensó Dekkeret, belleza en la amenazadora angulosidad, belleza en cicatrices de viruelas, belleza en raídas plantas que por la noche emitían un fulgor verde claro. Que lo puntiagudo sea hermoso, que lo desolado sea hermoso, que lo áspero sea hermoso. ¿Qué es belleza, se preguntó Dekkeret, si no una respuesta aprendida a las cosas que se contemplan? ¿Por qué una pradera es en sí más hermosa que un desierto lleno de guijarros? La belleza, dicen, depende de los ojos del que observa. En consecuencia vuelve a educar tu vista, Dekkeret, no sea que la fealdad de este territorio acabe contigo. Se esforzó en amar el desierto. Apartó de su mente adjetivos como «desolado», «depresivo» y «repugnante» como si extrajera los colmillos de un animal salvaje, y se obligó a considerar el panorama como delicado y alentador. Se forzó a admirar los retorcidos estratos de las fases rocosas visibles y las enormes muescas de los desecados lechos. Descubrió aspectos de gozo en los sucios y exhaustos matorrales. Vio rasgos apreciables en las menudas, dentudas criaturas nocturnas que de vez en cuando cruzaban velozmente la carretera. Y conforme iba consumiéndose la noche, el desierto le pareció menos odioso, luego neutral, y por fin creyó que realmente veía cierta belleza. Una hora antes del amanecer, Dekkeret había dejado de pensar en todo ello. La mañana llegó de repente: un haz de llamas anaranjadas que chocaban en la pared montañosa, al oeste, un brazo de fuego rojo brillante que se alzaba sobre el borde opuesto de las montañas, y luego el sol, con su faz amarillenta exhibiendo una tonalidad verde y bronce más acusada que en las latitudes septentrionales, irrumpiendo en el cielo igual que un globo desatado. En el momento de la apocalíptica salida del sol Dekkeret se sorprendió al recordar con agudo dolor a la archirregiomando Golator Lasgia y preguntarse si ella estaría viendo el amanecer, y en compañía de quién. Saboreó el dolor durante un rato, y después, tras desterrar esos pensamientos, habló con Barjazid.