—Una noche sin fantasmas —dijo—. Se suponía que este desierto es morada de espectros.
—Las verdaderas dificultades empiezan más allá del paso —replicó el hombrecillo.
Siguieron avanzando durante las primeras horas del día. Dinitak sirvió un crudo desayuno, pan seco y vino muy áspero. Al mirar hacia atrás, Dekkeret contempló una vista impresionante. El terreno descendía como un gran delantal leonado, todo pliegues y arrugas, y al fondo aparecía la ciudad de Tolaghai, apenas visible como una confusa masa, con la inmensidad del mar al norte, extendida hasta el horizonte. El cielo no tenía nubes, y su color azul quedaba tan realzado por el tinte terracota del terreno que casi parecía un segundo mar. El calor ya estaba aumentando. A media mañana era simplemente insoportable, pero la conductora skandar, impasible, siguió ascendiendo por el corazón de la montaña. Dekkeret se quedó dormido varias veces aunque era imposible dormir en el atestado vehículo. ¿Iban a viajar la noche entera y después todo el día? Dekkeret no hizo preguntas. Pero cuando la fatiga y la incomodidad estaban alcanzando niveles intolerables, Khaymak Gran viró bruscamente a la izquierda, y descendió por un breve espolón de la montaña y frenó.
—El campamento de nuestra primera jornada —anunció Barjazid.
Al final del espolón, un saliente rocoso se levantaba del suelo del desierto y formaba un refugio en forma de arco. Delante, protegida por sombras a esa hora del día, había una zona de arena que sin duda alguna había sido usada muchas veces como campamento. En la base de la formación rocosa Dekkeret vio una mancha oscura donde, de modo misterioso, brotaba agua de la tierra. No era exactamente un manantial pródigo, pero sí muy útil y venturoso para los sedientos viajeros del desierto. El lugar era ideal. Y era indudable que el trayecto de la primera jornada estaba calculado para llegar allí antes de las peores horas de calor.
La skandar y el hijo de Barjazid sacaron esteras de paja de un compartimiento del vehículo flotante y las extendieron en la arena. Después se sirvió la comida: trozos de tasajo, un poco de fruta agria y tibia aguamiel skandar. A continuación, sin decir palabra, los dos Barjazid, y el vroon y la skandar se tumbaron en las esteras y quedaron dormidos al instante. Dekkeret se quedó solo, hurgándose los dientes en busca de un trocito de carne atrapado. Ahora que podía dormir, no tenía sueño. Erró por las cercanías del campamento y observó la extensión de tierra azotada por el sol al otro lado de la zona de sombra. No se veía una sola criatura, e incluso las plantas, raquíticas y mezquinas, parecían esforzarse en mantenerse bajo tierra. Las montañas se alzaban abruptamente hacia el sur. El paso no podía estar muy lejos. ¿Y después? ¿Y después?
Dekkeret intentó dormir. Indeseadas imágenes le importunaron. Golator Lasgia se cernía sobre la estera, tan cerca que él creyó que podía cogerla y abrazarla, pero ella se alejó de pronto y se perdió en la calina. Por milésima vez Dekkeret se vio en aquel bosque de las Fronteras de Khyntor: perseguía a su presa, apuntaba, se echaba a temblar de improviso. Se deshizo de esas imágenes y se encontró paseando junto al gran muro de Normork, con aire fresco y delicioso en sus pulmones. Pero no se trataba de sueños, sólo vanas fantasías y fugitivos recuerdos; el sueño tardó mucho en llegar, y cuando llegó, fue profundo, sin fantasías y breve. Extraños sonidos le despertaron: susurros, cantos, instrumentos musicales a lo lejos, los ruidos tenues pero claros de una caravana formada por muchos viajeros. Creyó oír campanilleos, el redoble de tambores. Durante unos minutos permaneció quieto, atento, esforzándose en comprender. Luego se incorporó, pestañeó, miró alrededor. El crepúsculo había llegado. Dekkeret había dormido durante la parte más calurosa del día, y en ese momento las sombras cubrían el lado contrario. Sus cuatro compañeros estaban levantados y recogiendo las esteras. Dekkeret aguzó el oído en busca de la fuente de los sonidos. Pero los ruidos llegaban de todas partes, o de ninguna. Recordó las explicaciones de Golator sobre los fantasmas del desierto que cantaban de día, confundían a los viajeros y los apartaban del camino verdadero con su charla y su música.
—¿Qué son esos sonidos? —dijo a Barjazid.
—¿Sonidos?
—¿No los oye? Voces, campanas, pisadas, el canturreo de muchos viajeros…
Barjazid parecía divertido.
—¿Se refiere a las canciones del desierto?
—¿Las canciones de los fantasmas?
—Podría ser. O simplemente los sonidos de caminantes que descienden la montaña, cadenas que resuenan, gongs golpeados. ¿Qué le parece más probable?
—Ninguna de las dos cosas —dijo Dekkeret, ceñudo—. No existen fantasmas en el mundo que yo habito. Pero en esta carretera no hay más viajeros que nosotros.
—¿Está seguro, iniciado?
—¿De que no hay viajeros, o de que no hay fantasmas?
—De las dos cosas.
Dinitak Barjazid, que había estado de pie a un lado, escuchando la conversación, se acercó a Dekkeret.
—¿Está asustado?
—Lo desconocido siempre es inquietante. Pero en este momento siento más curiosidad que miedo.
—En ese caso, daré satisfacción a su curiosidad. Cuando el calor del día disminuye, los peñascos y la arena liberan el calor, y al enfriarse se contraen y emiten sonidos. Eso explica las campanadas y tambores que usted oye. No hay fantasmas en este lugar —dijo el joven.
El Barjazid de más edad hizo un brusco gesto. Tranquilamente, el joven se apartó.
—¿No le ha gustado que él me dijera eso, eh? —preguntó Dekkeret—. ¿Prefiere que yo crea que estoy rodeado de fantasmas por todas partes?
—Me da igual —dijo Barjazid, sonriente—. Puede creer la explicación que le parezca más alentadora. Encontrará suficientes fantasmas, se lo aseguro, al otro lado del paso.