—No estoy en temporada de sueño —dijo Vismaan.
—No lo entiendo.
—Nosotros sólo dormimos parte del año. Normalmente en invierno.
—¿Y permanecen despiertos el resto del año?
—Sí —dijo él—. Yo he terminado el sueño de este año. Sé que entre los humanos es distinto.
—Extremadamente distinto —explicó Thesme—. De todas formas, le dejaré descansar tranquilamente. Debe estar cansadísimo.
—No quiero echarla de su casa.
—No se preocupe —contestó Thesme, y se fue.
Llovía otra vez, la lluvia familiar, casi agradable, que había caído todo el día cada pocas horas. Thesme se tendió en un negro banco de musgo de caucho para que las cálidas gotas de lluvia eliminaran la fatiga de sus doloridos hombros.
Un invitado, pensó Thesme. Y no humano, nada menos. Bueno, ¿por qué no? El gayrog no era exigente: frío, reservado, tranquilo incluso en una situación así. Era evidente que sus heridas eran más graves de lo que deseaba admitir, y hasta una caminata relativamente corta por la jungla había representado una batalla para él. Era imposible que caminara hasta Narabal en ese estado. Thesme supuso que ella podía ir a la ciudad y disponer que alguien viniera a recoger al gayrog con un flotador, pero la idea no le complació. Nadie sabía dónde vivía ella, y ella no quería traer a nadie, en primer lugar. Y se dio cuenta con cierta confusión de que no deseaba abandonar al gayrog, que quería retenerlo y cuidarlo hasta que hubiera recobrado las fuerzas. Dudaba que en Narabal hubiera una sola persona deseosa de ofrecer refugio a un no humano, y el detalle hizo que se sintiera placenteramente perversa, aislada aún de otro modo de los ciudadanos de su ciudad natal. En los últimos años había oído muchas murmuraciones sobre los nativos de otros planetas que llegaron para establecerse en Majipur. La gente sentía miedo y disgusto por esos reptiles, los gayrogs, por los gigantescos, corpulentos y velludos skandars, por aquellos seres diminutos y maliciosos que tenían tantos tentáculos —¿vroones, se llamaban vroones?— y por el resto de esa extravagante cuadrilla, y aunque los gayrogs seguían siendo desconocidos en la remota Narabal la hostilidad hacia ellos ya existía en la ciudad. La loca y excéntrica Thesme, pensó ella, pertenecía precisamente al tipo de personas que dejarían entrar a un gayrog en su hogar, que acariciarían la febril frente del extraño y le ofrecerían medicinas y comida, o cualquier cosa que necesitara un gayrog con la pierna rota. Thesme no sabía realmente cómo iba a cuidar a Vismaan, pero ello no sería un impedimento. Le vino a la mente que en toda su vida no había cuidado de nadie, porque nunca había tenido oportunidad u ocasión. Era la hija menor y nadie le había permitido aceptar ningún tipo de responsabilidad. No se había casado, no había tenido hijos, ni siquiera animales domésticos, y durante el tormentoso período de sus innumerables y turbulentos amoríos jamás había encontrado el momento para visitar a un amante enfermo. Seguramente, se dijo, por eso estaba tan repentinamente dispuesta a mantener en la choza a este gayrog. Una de las razones que la llevó a cambiar Narabal por la jungla fue vivir de otra forma, romper con los rasgos más desagradables de la antigua Thesme.
Decidió ir a la ciudad por la mañana, averiguar qué tipo de cuidados precisaba un gayrog, si era posible, y comprar las medicinas o provisiones apropiadas.
2
Al cabo de un largo rato volvió a la choza. Vismaan estaba igual que lo había dejado, tumbado con los brazos rígidos juntos a los costados, y no parecía moverse, aparte de la perpetua agitación serpentina de su cabello. ¿Dormido? ¿Pese a que había dicho que no necesitaba dormir? Thesme se acercó al gayrog y observó la extraña, enorme figura que ocupaba su cama. Los ojos estaban abiertos, y Thesme vio que esos ojos la seguían.
—¿Cómo se siente? —preguntó.
—No muy bien. Caminar por la selva fue más difícil de lo que yo pensaba.
Thesme puso la mano en la frente del gayrog. La dura y escamosa piel tenía un tacto frío. Pero lo absurdo del gesto hizo sonreír a Thesme. ¿Cuál era la temperatura normal de un gayrog? ¿Estaban expuestos a la fiebre? Y si era así, ¿cómo comprobarlo? Los gayrogs eran reptiles, ¿no? ¿Acaso un reptil sufría altas temperaturas corporales cuando estaba enfermo? De repente todo el problema, la idea de cuidar a una criatura de otro mundo, parecía ridícula.
—¿Por qué toca mi cabeza? —preguntó él.
—Es lo que se hace cuando un hombre está enfermo. Comprobar si hay fiebre. Aquí no tengo instrumentos médicos. ¿Sabe a qué me refiero cuando hablo de fiebre?
—Temperatura anormal en el cuerpo. Sí. Mi temperatura es alta en estos momentos.
—¿Tiene dolor?
—Muy poco. Pero mis sistemas vitales están trastornados. ¿Podría darme agua?
—Claro. ¿Tiene hambre? ¿Qué cosas come normalmente?
—Carne. Cocinada. Y frutas y vegetales. Y mucha agua.
Thesme fue a buscar agua. El gayrog se incorporó con dificultad. Estaba más débil que cuando iba renqueante por la jungla. Seguramente debía padecer una retrasada reacción a las heridas… y apuró el tazón en tres voraces tragos.
—Más —dijo, y Thesme sirvió un segundo tazón.
El cántaro de agua estaba casi vacío, y Thesme salió a llenarlo en la fuente. Arrancó varias zocas de la cepa, y las ofreció al gayrog. Vismaan sostuvo las blancoazuladas bayas a prudente distancia, como si ése fuera el único modo de concentrar la vista adecuadamente, y las hizo girar entre dos dedos. Sus manos eran casi humanas, observó Thesme, aunque tenían dos dedos más y no había uñas, sólo bordes laterales y escamosos a lo largo de las dos primeras articulaciones.
—¿Cómo se llama esta fruta? —inquirió Vismaan.
—Es el fruto de los zokos. Crecen por todo Narabal. Si le gustan, puedo traerle tantas como quiera.
Vismaan probó recelosamente una zoka. Entonces su lengua aleteó con más rapidez, y devoró el resto de bayas y extendió la mano para pedir más. Thesme recordó la fama de las zokas como afrodisíacos, pero apartó la mirada para ocultar su sonrisa, y decidió no comentar el detalle. Vismaan se había descrito como varón, de modo que los gayrogs eran de dos sexos, pero… ¿copulaban? Thesme tuvo una repentina, extravagante visión de gayrogs varones arrojando chorros de leche por orificios ocultos, y el líquido introduciéndose en tubos sobre los que se ponían los gayrogs hembras para fertilizarse. Eficaz aunque nada romántico, pensó Thesme, y se preguntó si ése sería realmente el método. Fertilización a distancia, igual que peces, como serpientes.
Preparó la cena del gayrog: zokas, calimbotes fritos y pequeños y deliciosos hiktiganes, animales de numerosas patas que atrapaba en el arroyo. No quedaba vino, pero recientemente Thesme había preparado un jugo fermentado aprovechando frutas gruesas y rojizas cuyo nombre desconocía, y ofreció un vaso a Vismaan. El apetito del gayrog era saludable. Después Thesme le preguntó si le permitía examinarle la pierna, y Vismaan contestó que sí.
La fractura se hallaba más arriba de la rodilla, en la parte más ancha del muslo. Pese al grosor de la escamosa piel, había muestras de hinchazón. Thesme apoyó suavemente los dedos en la herida y apretó. Vismaan emitió un tenue sonido sibilante, pero aparte de eso no dio señales de que la mujer estuviera aumentando sus molestias. Thesme pensó que algo se movía dentro del muslo. ¿Los extremos rotos del hueso, quizá? ¿Tenían huesos los gayrogs? Sé tan poco, pensó Thesme desconsolada, sobre los gayrogs, sobre artes curativas, sobre todo.
—Si fuera un hombre —dijo— usaríamos máquinas para examinar la fractura, uniríamos el lugar roto y lo ataríamos hasta que se soldara. ¿Se hace lo mismo entre su gente?