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Durante toda la tarde del Día Estelar ascendieron la tortuosa carretera de la faz de la montaña, y cerca de medianoche llegaron al paso de Khulag. El ambiente era más frío, ya que el lugar se hallaba a buena altura sobre el nivel del mar y vientos en discordia aliviaban en parte el bochorno. El paso era un amplio corte en la montaña, un corte sorprendentemente profundo; ya había empezado la mañana del Día Solar cuando terminaron de cruzarlo y comenzaron el descenso hacia el desierto del interior, mucho más extenso.
Dekkeret quedó atónito al ver el espectáculo que tenía delante. La brillante luz de la luna le permitió contemplar un escenario de monotonía sin precedentes, que convertía en jardines las tierras del otro lado del paso. El desierto anterior era rocoso, pero éste era de arena, un océano de dunas interrumpido en algunos lugares por pedazos de tierra salpicada de guijarros. La vegetación era escasísima, ni una sola planta en las dunas y tristes brotes en el resto. ¡Y el calor! Del oscuro cuenco que había delante llegaban corrientes en ráfagas de pasmoso ardor, un aire que parecía despojado de nutrición, un aire calcinado hasta la muerte. A Dekkeret le sorprendió que en algún lugar de ese horno existieran tierras de pasto. Trató de recordar el mapa del despacho de la archirregiomando: el territorio ganadero era un círculo que bordeaba la zona desértica más interior del continente, pero cerca del paso de Khulag un brazo de las extremidades centrales había conseguido pasar los límites del círculo… Ésa era la explicación. Al otro lado de la franja de formidable esterilidad se hallaba un verde territorio de hierba y bestias que pacían… o así lo esperaba Dekkeret.
Durante las primeras horas de la mañana bajaron por la faz interior de las montañas y salieron a la gran llanura central. Con la primera luz del alba Dekkeret advirtió un extraño rasgo muy lejos ladera abajo, un óvalo de enorme negrura claramente perfilado sobre el color de ante del desierto, y cuando estuvo más cerca vio que era una especie de oasis; el óvalo negro se convirtió en un bosquecillo de cenceños árboles de largas ramas y pequeñas hojas con manchas de color violeta. Este lugar fue el campamento de la segunda jornada. Las huellas de la arena indicaban que otros grupos habían acampado allí; había restos esparcidos bajo los árboles; y en el claro del centro de la arboleda había toscos refugios hechos con piedras amontonadas rematadas con viejas ramas secas. Al otro lado, un riachuelo salobre serpenteaba entre los árboles y terminaba en una charca de agua estancada, de color verde a causa de las algas. Y poco más allá había otra charca, al parecer alimentada por una corriente de agua que discurría totalmente bajo tierra, cuyas aguas eran puras. Dekkeret vio una curiosa construcción entre ambas charcas, siete columnas de piedra con las puntas redondeadas que llegaban a la altura de la cintura, dispuestas en doble arco. Las examinó.
—Obra de los cambiaspectos —le explicó Barjazid.
—¿Un altar metamorfo?
—Eso creemos. Sabemos que los cambiaspectos visitan a menudo este oasis. Aquí encontramos algunos recuerdos piurivares: varas de oración, fragmentos de plumas, tacitas hechas con mimbre, muy ingeniosas…
Dekkeret miró los árboles, intranquilo, como si esperara que pudieran transformarse durante un instante en un grupo de salvajes aborígenes. Había tenido pocos contactos con la raza nativa de Majipur, los derrotados y desalojados indígenas de la jungla, y lo que sabía de los metamorfos era en esencia rumor y fantasía, leyendas producto del miedo, la ignorancia y el sentimiento de culpabilidad. En otro tiempo los piurivares tuvieron grandes ciudades, eso sí era cierto… Alhanroel estaba salpicado de ruinas, y mientras estudiaba Dekkeret había visto cuadros de la ciudad metamorfa más famosa, la vasta y pétrea Velalisier no muy lejos del Laberinto del Pontífice. Pero esas ciudades habían muerto hacía miles de años, y con la llegada a Majipur del hombre y otras razas, los nativos piurivares se vieron forzados a retirarse a los lugares más oscuros del planeta, principalmente a una gran reserva poblada de árboles en Zimroel, al sureste de Khyntor. Que él supiera, Dekkeret sólo había visto metamorfos de carne y hueso dos o tres veces, frágiles individuos verdosos con extraños rostros sin rasgos salientes. Pero naturalmente los piurivares pasaban de una forma a otra con suma facilidad, ejecutando maravillosas imitaciones, y el menudo vroon, o el mismo Barjazid, podían ser cambiaspectos secretos.
—¿Cómo es posible que un metamorfo, o cualquier otra persona, pueda sobrevivir en este desierto? —dijo Dekkeret.
—Son gente con muchos recursos. Se adaptan.
—¿Hay muchos aquí?
—¿Quién puede saberlo? He encontrado algunas bandas dispersas, cincuenta, setenta y cinco en total. Seguramente hay más. O quizás encuentro siempre a los mismos con diferentes disfraces, ¿eh?
—Gente extraña —dijo Dekkeret mientras pasaba la mano por la lisa cúpula de piedra que remataba la columna más próxima.
Con asombrosa rapidez, Barjazid asió y apartó la muñeca de Dekkeret.
—¡No las toque!
—¿Por qué no? —dijo Dekkeret, estupefacto.
—Estas piedras son sagradas.
—¿Para usted?
—Para los que las erigieron —dijo hoscamente Barjazid—. Nosotros las respetamos. Honramos la magia que pueden contener. Y en esta tierra nadie invita a la venganza de sus vecinos.
Dekkeret contempló asombrado al hombrecillo, las columnas, las dos charcas, los gráciles árboles que le rodeaban. Sintió un escalofrío a pesar del calor. Miró más allá de los confines del pequeño oasis, hacia las dunas de hundidos lomos que dominaban el paisaje, hacia el polvoriento brazo de carretera que desaparecía al sur en la tierra de los misterios. El sol estaba subiendo con rapidez y su calor era un terrible mayal que golpeaba el cielo, la tierra, los escasos y vulnerables viajeros que erraban por el horrible lugar. Dekkeret miró hacia atrás y observó las montañas que acababa de cruzar, un muro inmenso y ominoso que le separaba de la supuesta civilización del tórrido continente. Se sentía aterradoramente solo, débil, perdido.
Se presentó Dinitak Barjazid, tambaleante bajo una gran carga de botellas que por poco cayeron a los pies de Dekkeret. Éste ayudó al joven a llenarlas en la charca de agua pura, una tarea que se hizo inesperadamente larga. Probó el agua: fresca, clara, con un extraño gusto metálico, no desagradable, que según Dinitak procedía de minerales disueltos. Fue precisa una decena de viajes para llevar todos los recipientes al flotador. No habría más fuentes de agua dulce, explicó Dinitak, durante varios días.
Comieron las acostumbradas burdas provisiones y luego, mientras el calor avanzaba hacia el abrumador máximo del mediodía, se acomodaron en las esteras de paja para dormir. Era el tercer día que Dekkeret dormía durante las horas de sol y su cuerpo iba adaptándose al cambio. Cerró los ojos, encomendó su alma a la amada Dama de la Isla, santa madre de lord Prestimion, y casi al instante cayó en un profundo sueño.
Esta vez hubo sueños.
Dekkeret no había soñado debidamente desde hacía muchos días, demasiados. Para él, como para el resto de habitantes de Majipur, los sueños eran parte central de la existencia; por las noches proporcionaban alivio, y muchas cosas más. Ya desde la niñez se enseñaba al individuo a hacer receptiva su mente a los mensajeros del sueño, a observar y recordar los sueños, a llevarlos en su interior durante la noche y las posteriores horas de vela. Y la benévola y omnipresente figura de la Dama de la Isla del Sueño siempre rondaba a las personas, ayudándolas a explorar las entrañas del espíritu; y a través de sus envíos la Dama ofrecía comunicación directa a los millones y millones de almas que moraban en el vasto Majipur.