Dekkeret se vio caminando por una zona montañosa que creyó identificar con la parte alta de la cordillera que había cruzado anteriormente. Estaba solo y el sol era increíblemente enorme, llenaba la mitad del cielo. Sin embargo, el calor no era penoso. Tan empinada era la ladera que Dekkeret podía mirar hacia abajo sin ninguna dificultad, hacia abajo, hacia abajo, un abismo que parecía tener cientos de kilómetros. Y vio una caldera que rugía y emitía humo, un hirviente cráter volcánico cuyo rojizo magma burbujeaba y se agitaba. Esa inmensa vorágine de energía subterránea no le asustó; en realidad sintió una extraña seducción, una poderosa atracción, ansió lanzarse al abismo, zambullirse en sus profundidades y nadar en su fundido corazón. Empezó a descender, corrió y resbaló, se levantó del suelo y flotó, voló por la inmensa ladera. Y al acercarse creyó ver caras en la palpitante lava: lord Prestimion, el Pontífice, el rostro de Barjazid, el de Golator Lasgia… y unas raras imágenes, asustadizas y apenas visibles… ¿eran metamorfos? El núcleo del volcán era una mezcolanza de potentes personajes. Dekkeret corrió hacia ellos rebosante de amor mientras pensaba, «Aceptadme, aquí estoy, ya voy». Y cuando percibió, detrás de todas las imágenes, un gran disco blanco que juzgó era el amoroso semblante de la Dama de la Isla, una profunda e intensa dicha invadió su alma, porque en ese instante supo que estaba recibiendo un envío, y habían transcurrido muchos meses desde la última vez que la bondadosa Dama llegó a su mente dormida.
Dormido pero consciente, observando al Dekkeret del sueño, aguardó la consumación, la unión en sueños de él y la Dama, la inmolación en el volcán que aportara alguna revelación, alguna verdad, algún instante de conocimiento que condujera al gozo. Pero entonces algo extraño cruzó el sueño como un velo que se extiende. Los colores fueron apagándose, las caras se debilitaron. Dekkeret siguió corriendo, bajando por la pared de la montaña, pero tropezó muchas veces, cayó, se magulló manos y rodillas en las ardientes rocas del desierto, y se apartó completamente del camino, fue hacia un lado en vez de hacia abajo, incapaz de continuar. Había estado al borde de un momento de gozo y sin saber cómo ese momento estaba fuera de su alcance, y sólo sentía angustia, desasosiego, aturdimiento. El éxtasis que era la aparente promesa del sueño estaba disipándose. Los brillantes colores se doblegaron ante un gris global, y cesó todo movimiento: Dekkeret se vio paralizado en la ladera, contemplando rígidamente un cráter apagado, y la visión le causó temblores. Apoyó la cabeza en las rodillas y estuvo sollozando hasta que despertó.
Parpadeó y se incorporó. Tenía un martilleo en la cabeza y notaba los ojos secos, y había una depresiva tensión en su pecho y en sus hombros. Los sueños, incluso los más terroríficos, no causaban esas sensaciones, ese arenoso residuo de malestar, confusión, miedo. Eran las primeras horas de la tarde y el cegador sol pendía sobre las copas de los árboles. Cerca de Dekkeret estaban echados Khaymak Gran y el vroon, Serifain Reinaulion. Algo más lejos estaba Dinitak Barjazid. Todos parecían dormir profundamente. El Barjazid de más edad no se veía por ninguna parte. Dekkeret se dio la vuelta, apoyó la mejilla en la cálida arena junto a la estera y se esforzó en liberarse de la tensión. Algo se había torcido en su sueño, Dekkeret lo sabía. Cierta oscura fuerza se había entrometido en su sueño, le había despojado de virtud y ofrecido dolor a cambio. ¿Se referían a eso al hablar de la espectral fama del desierto? ¿Era eso robar un sueño? Dekkeret se encogió hasta formar una irregular bola. Se sentía mancillado, utilizado, invadido. Se preguntó si a partir de ese momento, conforme fueran adentrándose en el horroroso desierto, todos los períodos de sueño serían iguales ¿O serían peores todavía?
Al cabo de un rato Dekkeret volvió a dormirse. Llegaron más sueños, fragmentos confusos y descarriados sin ritmo ni orden. Él se desentendió. Al despertar, el día tocaba a su fin y los sonidos del desierto, los sonidos de los fantasmas, eran como mordiscos en sus orejas: tintineos, murmullos y distantes risas. Dekkeret se encontraba más cansado que si no hubiera dormido.
8
Los demás no dieron muestras de haber experimentado molestias mientras dormían. Al levantarse saludaron a Dekkeret como de costumbre: la enorme y taciturna skandar ni le miró, el menudo vroon emitió amistosos y zumbantes gorjeos y retorció y entrelazó los tentáculos, y los dos Barjazid hicieron correctas inclinaciones de cabeza, y si sabían que un miembro del grupo había recibido en sueños la visita de ciertos tormentos, no dijeron nada. Después del desayuno Barjazid sostuvo una breve conferencia con Serifain Reinaulion para determinar la ruta que seguirían esa noche, y luego el coche flotante se puso en marcha de nuevo en la oscuridad iluminada por la luna.
Fingiré que nada extraordinario ha sucedido, decidió Dekkeret. No sabrán que yo soy vulnerable a estos fantasmas.
Pero su resolución duró muy poco. Mientras el flotador atravesaba una zona de secos lechos de lagos de los que sobresalían miles de raros montículos de piedra verduzca, Barjazid se volvió de pronto hacia Dekkeret e interrumpió el prolongado silencio.
—¿Ha dormido bien? —dijo.
Dekkeret sabía que no podía ocultar la fatiga.
—He descansado mejor otras veces —murmuró.
Los lustrosos ojos de Barjazid se fijaron inexorablemente en los del iniciado.
—Mi hijo dice que le oyó gemir mientras dormía, que usted no ha parado de dar vueltas y que se aferraba a sus rodillas. ¿Ha notado el contacto de los ladrones de sueños, iniciado?
—Sentí la presencia de una fuerza inquietante en mis sueños. Si es o no es obra de los ladrones de sueños, no tengo forma de saberlo.
—¿Podría describir las sensaciones?
—¿Acaso es usted un ladrón de sueños, Barjazid? —espetó Dekkeret con repentino enojo—. ¿Por qué tengo que permitir que sondee y hurgue en mi mente? ¡Mis sueños son personales!
—Calma, calma, buen caballero. No pretendía entrometerme.
—Pues déjeme en paz.
—Soy responsable de su seguridad. Si los demonios de este territorio baldío han empezado a llegar a su espíritu, debe informarme por su propio provecho.
—¿Demonios, eso son?
—Demonios, espectros, fantasmas, cambiaspectos descontentos… lo que sean —dijo Barjazid, impaciente—. Los seres que acosan a los viajeros dormidos. ¿Le han visitado o no?
—Mis sueños no han sido placenteros.
—Le ruego que me explique en qué forma.
Dekkeret suspiró lentamente.
—Pensé que había recibido un envío de la Dama, un sueño de paz y alegría. Y poco a poco fue cambiando la naturaleza del sueño, ¿comprende? Se hizo tétrico, caótico, perdió toda su alegría, y cuando acabó yo estaba peor que cuando me había introducido en él.
—Sí, sí, ésos son los síntomas —dijo Barjazid, asintiendo vigorosamente—. Algo llega a la mente, invade el sueño, se sobrepone a él de un modo alarmante, extrae energía.
—¿Una especie de vampirismo? —sugirió Dekkeret—. ¿Criaturas que acechan en este desierto y extraen energía vital de confiados viajeros?
Barjazid sonrió.
—Insiste en especular. Yo no formulo hipótesis de ningún tipo, iniciado.
—¿Ha notado usted el contacto mientras duerme?
El hombrecillo miró a Dekkeret de una forma muy extraña.
—No. No, nunca.
—¿Nunca? ¿Es usted inmune?
—Así lo parece.
—¿Y su hijo?
—A él le ha ocurrido varias veces. Muy raramente, quizá una vez cada cincuenta noches. Pero la inmunidad no es hereditaria, diría yo.
—¿Y la skandar? ¿Y el vroon?
—También les ha afectado —dijo Barjazid—. Poquísimas veces. Les resulta molesto pero no intolerable.