—Sin embargo otras personas han muerto a causa del contacto con los ladrones de sueños.
—Más hipótesis —dijo Barjazid—. Muchos viajeros que han pasado por aquí en los últimos años se quejaron de haber experimentado sueños extraños. Otros se perdieron y no consiguieron regresar. ¿Cómo podemos saber si existe relación entre los sueños inquietantes y la desorientación?
—Es usted un hombre precavido —dijo Dekkeret—. No se arriesga a sacar conclusiones.
—Y he sobrevivido hasta una edad bastante avanzada, mientras mucha gente más arriesgada ha regresado a la Fuente.
—¿Piensa que la mera supervivencia es el mayor logro que puede obtener una persona?
Barjazid se echó a reír.
—¡Habla como un auténtico caballero del Castillo! No, iniciado, creo que vivir es algo más que eludir la muerte. Pero sobrevivir es una buena ayuda, ¿eh, iniciado? Sobrevivir es una excelente exigencia básica para los que persiguen altas cotas. La muerte no sirve para nada.
Dekkeret no quiso alargar el tema. Las escalas de valores de un caballero iniciado y de una persona como Barjazid eran difícilmente comparables. Y además, la forma de discutir de Barjazid revelaba que era un hombre taimado y hábil, y Dekkeret se sentía lento, pesado y paralizado, y le disgustaba estar expuesto a esa sensación. Guardó silencio unos instantes.
—¿Empeoran los sueños al adentrarse en el desierto? —preguntó después.
—Me inclino a creer que sí —dijo Barjazid.
Sin embargo, cuando declinó la noche y llegó el momento de acampar, Dekkeret estaba listo, incluso ansioso de enfrentarse de nuevo a los fantasmas del sueño. Ese día habían acampado a bastante distancia del cuenco del desierto, en una zona baja donde los azotadores vientos habían barrido buena parte de la arena, y el suelo de roca asomaba entre la que quedaba. El seco aire emitía raros crujidos, una especie de zumbido llevado por el viento, como si la fuerza del sol estuviera despojando de materia a las partículas del lugar. Faltaba una hora para el mediodía cuando todos se acostaron. Dekkeret se acomodó tranquilamente en su estera de paja y, sin temor, a punto de dormirse, ofreció su alma a cualquier cosa que pudiera venir. En su orden de caballería le habían enseñado las acostumbradas nociones de valor, claro está, y debía enfrentarse a los retos sin temor, pero hasta el momento apenas se había visto puesto a prueba. En el plácido Majipur había que hacer grandes esfuerzos para encontrar tales retos, había que desplazarse a las partes incivilizadas del mundo, porque en las regiones colonizadas la vida era ordenada y cortés. Por eso Dekkeret decidió viajar. Pero no le fue muy bien en su primera gran prueba, en los bosques de las Fronteras de Khyntor. En Suvrael tenía otra oportunidad. Los desagradables sueños del desierto le ofrecían, en cierto sentido, la promesa de la redención. Dekkeret se entregó al sueño.
Y no tardó en soñar. Estaba otra vez en Tolaghai, pero en una Tolaghai curiosamente transformada, una ciudad con casas de alabastro de elegante aspecto y espesos jardines repletos de verdor. Vagó por una calle, luego por otra, admirando la elegancia de la arquitectura y el esplendor de la vegetación. Su túnica era del tradicional color verde y oro característico del séquito de la Corona, y al encontrar ciudadanos de Tolaghai que disfrutaban de paseos vespertinos, les saludaba haciendo graciosas reverencias e intercambiaba con ellos el símbolo del estallido estelar hecho con los dedos que reconocía la autoridad de la Corona. Vio que se acercaba la esbelta figura de la encantadora archirregiomando Golator Lasgia. Ella sonrió, le cogió la mano y le condujo a un lugar de exuberantes fuentes donde un frío rocío flotaba en el aire. Se desnudaron y se bañaron, y salieron desnudos del perfumado estanque, y pasearon, casi sin tocar el suelo con los pies, hasta llegar a un jardín repleto de arqueados tallos y grandes y relucientes hojas multilobadas. Sin emplear palabras Golator le animó a seguir adelante por umbrosas avenidas bordeadas por hileras de apretados árboles. Golator iba delante, un perfil esquivo y tentador que flotaba a escasos centímetros fuera del alcance de Dekkeret. Luego, poco a poco, la distancia fue aumentando.
Al principio, la tarea de atrapar a Golator no ofrecía dificultades, pero Dekkeret no reducía la distancia y tuvo que avanzar cada vez más deprisa para no perder de vista a la mujer. La piel olivácea de Golator brillaba bajo la luz de la luna, y ella volvió la cabeza varias veces para mirarle, sonriendo esplendorosamente, meneando la cabeza para animarle a cogerla. Pero Dekkeret no podía. Golator le llevaba una ventaja de casi todo el jardín en esos momentos. Con creciente desesperación, Dekkeret se lanzó hacia su amada, pero la imagen de ésta iba menguando, estaba a punto de desaparecer, se hallaba tan lejos que apenas se distinguía la acción de los músculos bajo la reluciente piel desnuda. Mientras se precipitaba por los senderos del jardín, Dekkeret notó un aumento de temperatura, un cambio repentino y constante en el ambiente, porque extrañamente el sol había salido de noche y la fuerza del astro golpeaba sus hombros. Los árboles se agostaron y languidecieron. Las hojas cayeron. Dekkeret se esforzó en mantenerse erguido. Golator era una simple mota en el horizonte; seguía haciéndole señas, continuaba sonriente y agitando la cabeza, pero cada vez más pequeña. Y el sol siguió subiendo, haciéndose más potente, marchitando, incinerando y ajando todo lo que estaba a su alcance. El jardín se convirtió en un lugar de flacas ramas desnudas y suelo árido y agrietado. Una sed horrorosa abrumaba a Dekkeret, pero no había agua, y cuando vio figuras al acecho (metamorfos, eso eran, sutiles y falsas criaturas que no mantenían su aspecto, que fluctuaban y variaban de un modo enloquecedor) detrás de los árboles ennegrecidos y llenos de ampollas, pidió a gritos algo para beber, y recibió únicamente agudas risas tintineantes para aliviar su sequedad. Dekkeret siguió avanzando, tambaleante. La brutal vibración luminosa del cielo estaba empezando a tostarle; notaba que su piel se endurecía, crujía, se contraía, se partía. Un instante más y quedaría chamuscado. ¿Qué había sido de Golator Lasgia? ¿Dónde estaban los sonrientes ciudadanos que hacía poco le saludaban y hacían el símbolo del estallido estelar? Dekkeret no vio el jardín. Se hallaba en el desierto, dando tumbos y tropezando en una tórrida y calcinadora desolación donde incluso las sombras ardían. Un terror genuino brotó en su interior, porque pese a estar soñando experimentaba el dolor del calor, y la parte de su alma que observaba la escena se alarmó, pensando que la fuerza del sueño pudiera dañar la parte física de Dekkeret. Había relatos al respecto, gente que había perecido mientras dormía a causa de sueños de abrumadora potencia. Aunque terminar prematuramente un sueño iba en contra de su instrucción, aunque sabía que debía ver hasta el peor de los horrores hasta la definitiva revelación, Dekkeret consideró la posibilidad de despertarse en aras de su seguridad, y estuvo a punto de hacerlo. Pero juzgó que ello sería una especie de cobardía y juró permanecer en el sueño aunque le costara la vida. Estaba arrodillado, arrastrándose en la ardiente arena, contemplando con anormal claridad misteriosos insectos, diminutos y dorados, que marchaban en hilera por los bordes de las dunas en dirección hacia él… Hormigas, eso eran, con horribles e hinchadas pinzas. Todas, una a una, fueron trepando a su cuerpo y le dieron mordiscos, mordiscos infinitamente pequeños, y se aferraron a su piel, de tal forma que al cabo de unos instantes miles de minúsculas criaturas le cubrían. Dekkeret intentó apartarlas con las manos pero no pudo soltarlas de su cuerpo. Las pinzas resistían y las cabezas de las hormigas quedaban separadas del abdomen; la arena se volvió negra con tantas hormigas sin cabeza. Pero los insectos cubrían la piel como una túnica, y Dekkeret se restregó cada vez con más vigor mientras nuevas hormigas trepaban e hincaban sus pinzas. Dekkeret se cansó de restregarse. En realidad estaba más fresco con ese manto de hormigas, pensó. Los insectos le protegían de la fuerza del sol, aunque también le picaban y le quemaban, pero no de un modo tan doloroso como los rayos solares. ¿Nunca iba a acabar el sueño? Dekkeret se esforzó en dominarse, trató de convertir el flujo de agresivas hormigas en un riachuelo de agua pura, pero no lo consiguió, y volvió a deslizarse en la pesadilla y siguió arrastrándose, agotado, en la arena.