Y poco a poco Dekkeret comprendió que ya no estaba soñando.
No hubo frontera detectable entre el sueño y la vigilia, pero por fin Dekkeret se dio cuenta de que tenía los ojos abiertos y que sus dos centros de conciencia, el soñador que observaba y el Dekkeret del sueño que sufría, se habían fusionado. Mas él continuaba en el desierto, bajo el terrible sol de mediodía. Estaba desnudo, con la piel en carne viva y llena de ampollas. Y había hormigas trepando por su cuerpo, por sus piernas hasta la altura de las rodillas, diminutas hormigas oscuras que hundían las minúsculas pinzas en la carne. Perplejo, Dekkeret se preguntó si no había pasado de un sueño a otro, pero no, por lo que él veía se encontraba en el mundo real, despierto, en el auténtico desierto, perdido en plena inmensidad. Se levantó, se limpió de hormigas, que igual que en el sueño se aferraron a su piel aún a costa de perder la cabeza, y miró alrededor en busca del campamento.
No lo vio. Mientras dormía se había metido en el abrasador yunque del corazón del desierto y se había extraviado. Que esto siga siendo un sueño, pensó intensamente, y que despierte a la sombra del flotador de Barjazid. Pero no hubo despertar. Dekkeret comprendió en ese instante cómo moría la gente en el Desierto de los Sueños Robados.
—¿Barjazid? —gritó—. ¡Barjazid!
9
Los ecos volvieron a él desde las distantes montañas. Gritó de nuevo, dos, tres veces, y escuchó las repercusiones de su voz, pero no hubo respuesta. ¿Cuánto tiempo podría sobrevivir? ¿Una hora? ¿Dos? No tenía agua ni cobijo, ni siquiera un trozo de tela. Su cabeza estaba indefensa bajo el gran ojo llameante del sol. Era la hora más calurosa del día. El paisaje era igual en todas direcciones, liso, un cuenco poco hondo barrido por tórridos vientos. Dekkeret siguió sus pisadas, pero el rastro desapareció al cabo de pocos metros, ya que el terreno era duro y rocoso y él no había dejado huellas. El campamento podía estar en cualquier punto de los alrededores, oculto por cualquier ligera elevación del terreno. Pidió ayuda otra vez y de nuevo recibió solamente ecos. Si encontraba una duna quizá podría enterrarse hasta el cuello, y aguardar a que remitiera el calor, y por la noche localizaría el campamento gracias a la hoguera. Pero no vio dunas. Si encontraba un lugar alto que le ofreciera una vista general, subiría allí y examinaría el horizonte en busca del campamento. Pero Dekkeret no vio montecillos. ¿Qué habría hecho lord Stiamot en esta situación, se preguntó, o lord Thimin, o cualquier gran guerrero del pasado? ¿Qué iba a hacer Dekkeret? Es absurdo morir así, pensó; será una muerte inútil, desagradable, horrorosa. Volvió la cabeza otra vez, y otra, y otra, para inspeccionar en todas direcciones. No había rastros, y era absurdo ponerse a caminar sin saber adonde iba. Dekkeret se encogió de hombros y se acuclilló en un lugar donde no había hormigas. No existía una táctica asombrosamente inteligente que pudiera salvarle. No existía ningún recurso interno que le condujera, luchando contra una fuerza superior, a la seguridad. Se había perdido mientras dormía, e iba a morir tal como había pronosticado Golator Lasgia, y ahí acababa todo. Sólo le quedaba una cosa, y esa cosa era su fortaleza de carácter: moriría serena y tranquilamente, sin temores, sin enojo, sin rabia contra las fuerzas del destino. Quizá pasaría una hora. Quizá menos. Lo único importante era morir con honor, porque cuando la muerte es inevitable es absurdo comportarse como un chambón.
Dekkeret aguardó la llegada de la muerte.
Pero lo que llegó en lugar de la muerte —diez minutos, media hora después… a él le fue imposible saberlo— fue Serifain Reinaulion. El vroon apareció igual que un espejismo hacia el este, caminando lenta y trabajosamente bajo el peso de dos botellas de agua, y cuando estuvo a cien metros de Dekkeret agitó dos tentáculos.
—¿Está vivo? —gritó.
—Más o menos. ¿Es usted real?
—Muy real. Hemos estado buscándole durante media tarde. —Con gran agitación de sus correosas extremidades, la menuda criatura puso una botella en las manos de Dekkeret—. Tenga. Beba a sorbos. No se precipite. No se precipite. Está tan deshidratado que se ahogará por goloso.
Dekkeret reprimió el impulso de apurar la botella de un largo trago. El vroon tenía razón: un sorbo, otro sorbo, modérate o te harás daño. Dejó que el agua goteara en su boca, enjuagó ésta, mojó la hinchada lengua y, por último, permitió que el agua pasara por su garganta. Ah. Otro precavido trago. Otro más, luego un buen trago. Dekkeret se mareó ligeramente. Serifain Reinaulion le pidió la botella. Dekkeret apartó al vroon, bebió de nuevo, se frotó las mejillas y labios con un poco de agua.
—¿A qué distancia estamos del campamento? —preguntó finalmente.
—Diez minutos. ¿Tiene fuerza para caminar, o voy a buscar a los demás?
—Puedo caminar.
—Vámonos, pues. Dekkeret asintió.
—Un sorbito más…
—Coja la botella. Beba cuanto le apetezca. Si se debilita, dígamelo y descansaremos. Recuerde, yo no puedo llevarle.
El vroon partió lentamente hacia un bajo reborde arenoso a quinientos metros al este. Tambaleante y aturdido, Dekkeret marchó detrás del otro, y se sorprendió al ver que el terreno se inclinaba hacia arriba. El reborde arenoso no era tan bajo, comprendió; una ilusión creada por el resplandor hacía opinar de otra forma. En realidad la arena se alzaba hasta alcanzar dos o tres veces la estatura de Dekkeret, suficiente altura para ocultar montículos inferiores al otro lado. El flotador estaba aparcado en las sombras del montículo más lejano.
Barjazid era la única persona en el campamento. Miró a Dekkeret con un reflejo de aparente desprecio o preocupación en sus ojos.
—¿Se fue a dar un paseo, es eso? ¿A mediodía?
—Sonambulismo. Los ladrones de sueños me embaucaron. Fue igual que estar hechizado. —Dekkeret temblaba, ya que las quemaduras de sol habían empezado a afectar los sistemas difusores de calor de su organismo. Se dejó caer junto al coche y se acurrucó bajo una ligera túnica—. Cuando desperté no vi el campamento. Estaba seguro de que iba a morir.
—Media hora más y habría muerto. De todas formas debe tener fritas las dos terceras partes del cuerpo. Tuvo suerte de que mi hijo despertara y viera que usted había desaparecido.
Dekkeret apretó la túnica alrededor de su cuerpo.
—¿Así muere la gente aquí? ¿Caminando dormidos a mediodía?
—Es una de las formas, sí.
—Le debo la vida.
—Me debe la vida desde que cruzamos el paso de Khulag. Si hubiera viajado solo ya habría muerto cincuenta veces. Pero dé las gracias al vroon, si es que quiere darlas. Él hizo el trabajo real de encontrarle.
Dekkeret asintió.
—¿Dónde está su hijo? ¿Y Khaymak Gran? ¿También están buscándome?
—Volverán enseguida —dijo Barjazid.
De hecho, la skandar y el joven aparecieron instantes después. Sin dedicar una sola mirada a Dekkeret, la skandar se echó en la estera de dormir. Dinitak Barjazid sonrió maliciosamente.
—¿Ha sido un paseo agradable? —dijo.
—No mucho. Lamento los inconvenientes que he causado.
—Nosotros también.