—Tal vez deba dormir atado a partir de ahora.
—O con un gran peso apoyado en el pecho —sugirió Dinitak. Bostezó—. Intente estar quieto hasta la puesta de sol, como mínimo. ¿Lo hará?
—Eso pretendo —dijo Dekkeret.
Pero le fue imposible dormir. La piel le picaba en mil puntos a causa de las picaduras de los insectos, y las quemaduras de sol, pese al refrescante ungüento que le dio Serifain Reinaulion, le hicieron sentirse atroz. Tenía una sensación de sequedad, de tener polvo en la garganta que ninguna cantidad de agua curaba, y una dolorosa vibración en los ojos. Como si estuviera examinando una irritante llaga, Dekkeret repasó los recuerdos de su penosa experiencia en el desierto: el sueño, el calor, las hormigas, la sed, la certeza de una muerte inminente. Con sumo rigor, buscó momentos de cobardía y no encontró ninguno. Desaliento, sí, y rabia, e incomodidad, pero no había ningún recuerdo de pánico o de temor. Bien. Bien. La peor parte de la experiencia, decidió, no había sido el calor, la sed o el peligro, sino el sueño, el oscuro e inquietante sueño, el sueño que una vez más había empezado con gozo y que en su mitad había sufrido una sombría metamorfosis. Que se me niegue el solaz de sueños saludables es como morir en vida, pensó Dekkeret, mucho peor que perecer en un desierto, porque morir sólo ocupa un momento mientras que soñar afecta todo el futuro de la persona. ¿Y qué conocimiento estaban impartiendo esos desolados sueños suvraelitas? Dekkeret sabía que los sueños enviados por la Dama debían estudiarse atentamente, si era preciso con la ayuda de un practicante del arte de interpretar sueños, porque contenían información vital para la conducta correcta que debía seguirse en la vida. Pero estos sueños no podían ser de la Dama, emanaban más bien de un oscuro Poder, de cierta fuerza siniestra y opresiva más dada a tomar que a dar. ¿Cambiaspectos? Tal vez. ¿Y si alguna tribu de metamorfos había conseguido mediante engaño uno de los artilugios que permitían a la Dama de la Isla llegar a las mentes de su congregación? ¿Y si esa tribu estaba al acecho en el tórrido corazón de Suvrael y elegía sus víctimas entre confiados viajeros, robaba en las almas de éstos, los despojaba de vitalidad, imponía una desconocida e insondable venganza a los seres que habían hurtado su mundo?
Cuando las sombras de la tarde se alargaron, Dekkeret notó que estaba volviendo a caer dormido. Se resistió, puesto que temía el contacto con los invisibles intrusos que entraban en su alma. Mantuvo los ojos abiertos, desesperado; contempló el desierto que iba oscureciéndose y prestó atención al espectral canturreo y a los zumbidos del desierto. Pero era imposible tener a raya al agotamiento por más tiempo. Dekkeret cayó en un sueño ligero y desasosegado, interrumpido de vez en cuando por fantasías que, de acuerdo con sus percepciones, no procedían de la Dama, ni de otra fuerza externa, sino que flotaban al azar en los estratos de su fatigada mente, fragmentos de incidentes sin sentido e imágenes dispersas e incomprensibles. Y luego alguien le zarandeó para despertarle… el vroon, era el vroon. La mente de Dekkeret estaba nebulosa y actuaba con lentitud. Se sentía paralizado. Tenía agrietados los labios y dolorida la espalda. Había caído la noche, y sus compañeros ya estaban levantando el campamento. Serifain Reinaulion ofreció a Dekkeret una taza de cierto jugo, dulce, espeso y de color verdeazulado, y él lo bebió de un solo trago.
— Vamos — dijo el vroon — Es hora de continuar.
10
El desierto sufrió un nuevo cambio y el paisaje se hizo violento y abrupto. Era obvio que se habían producido grandes terremotos en la zona, y más de uno, porque el terreno estaba fracturado y levantado, con gruesos bloques de suelo del desierto amontonados y formando ángulos increíbles y enormes e irregulares taludes al pie de los bajos y destrozados peñascos. En esta caótica zona de turbulencia y desorden sólo había una ruta transitable: el amplio lecho suavemente curvado de un río extinto en lejanos tiempos cuyo arenoso suelo se desviaba en largos y suaves recodos entre montones de rocas agrietadas y partidas. Había una gran luna llena en el cielo y el grotesco escenario tenía un brillo casi diurno. Al cabo de varias horas de atravesar un territorio tan parecido de un kilómetro a otro que era casi como si el vehículo flotante no se moviera, Dekkeret conversó con Barjazid.
—¿Cuánto nos queda para llegar a Ghyzyn Kor?
—Este valle es la frontera entre desierto y tierras de pasto. —Barjazid apuntó hacia el suroeste, donde el lecho del río desaparecía entre dos impresionantes y escarpados picos que se elevaban como dagas del suelo del desierto—. Más allá de ese lugar, el desfiladero de Munnerak, el clima es totalmente distinto. En el lado opuesto de la pared montañosa las nieblas marinas penetran de noche procedentes del oeste, y la tierra es verde y adecuada para el pastoreo. Mañana acamparemos a medio camino del desfiladero, y lo cruzaremos pasado mañana. El Día Marino, a más tardar, usted estará en su alojamiento de Ghyzyn Kor.
—¿Y ustedes? —preguntó Dekkeret.
—Mi hijo y yo tenemos asuntos en otra parte de la zona. Volveremos a buscarle a Ghyzyn Kor dentro de… ¿tres días? ¿Cinco?
—Cinco serán suficientes.
—Sí. Y luego el viaje de vuelta.
—¿Por la misma ruta?
—No hay otra —dijo Barjazid—. ¿No le explicaron en Tolaghai que el acceso a las tierras de pasto estaba cortado, excepto por este desierto? Además, ¿por qué tiene miedo a esta ruta? Los sueños no son tan espantosos, ¿no? Y mientras no vaya por ahí dormido, no correrá ningún peligro.
Parecía muy sencillo. En realidad Dekkeret estaba convencido de que sobreviviría al viaje. Pero el último sueño había sido suficiente tormento, y aguardaba sin alegría alguna los que aún pudieran llegar. Cuando acamparon la mañana siguiente, Dekkeret se sintió nervioso a la hora de volver a confiarse al sueño. Durante la primera hora del período de reposo se mantuvo en vela, atento al estruendo metálico de las demolidas rocas que se agitaban y estremecían con el calor, hasta que el sueño tapó su mente como una espesa nube negra y le cogió desprevenido.
Y a su debido tiempo un sueño se apoderó de él, y ese sueño, Dekkeret lo sabía, iba a ser el más terrible.
Primero hubo dolor: un dolor persistente, un retortijón, una punzada. Y luego, de súbito, una desgarradora explosión de luz deslumbrante en las paredes de su cráneo, una explosión que le hizo gruñir y agarrarse la cabeza. El angustioso espasmo pasó enseguida, empero, y Dekkeret percibió la suave presencia de Golator Lasgia cerca de él, una presencia que le calmaba y le mecía en sus senos. Ella le acunó, murmuró cosas en sus oídos y le tranquilizó hasta que abrió los ojos. Después Dekkeret se incorporó y miró alrededor, y vio que había salido del desierto, que estaba libre de Suvrael. El y Golator se hallaban en un fresco claro de un bosque donde árboles gigantes con troncos de corteza amarilla perfectamente rectos se alzaban a inmensurables alturas. Un río de rápido curso, tachonado de salientes rocosos, corría y bramaba violentamente casi a los pies de los visitantes. Al otro lado de la corriente el terreno descendía bruscamente, dejando ver un lejano valle, y en el punto más alejado de éste, una grisácea montaña, serrada y coronada de nieve, que Dekkeret reconoció al instante como uno de los nueve inmensos picos de las Fronteras de Khyntor.
—No —dijo él—. No quiero estar aquí.
Golator se echó a reír, y el bonito timbre de la risa fue un detalle siniestro en los oídos de Dekkeret, como los delicados sonidos que el desierto emitía durante el crepúsculo.
—¡Pero si es un sueño, amigo mío! ¡Debes aceptar lo que llega en los sueños!
—Yo dirigiré mi sueño. No tengo deseos de regresar a las fronteras de Khyntor. Mira, el panorama cambia. Estamos en el Zimr, acercándonos al gran recodo del río. ¿Lo ves? ¿Lo ves? ¿Ves la ciudad de Ni-moya, que destella delante de nosotros?