Dekkeret veía la inmensa ciudad, blanca y perfilada sobre el verde fondo de las boscosas montañas. Pero Golator meneó la cabeza.
—No hay ninguna ciudad, amor mío. Son los bosques del norte. ¿Notas el viento? Escucha el sonido del río. Ven… arrodíllate, coge las agujas que han caído al suelo. Ni-moya está muy lejos, y nosotros hemos venido aquí a cazar.
—Te lo suplico, quiero que estemos en Ni-moya.
—En otra ocasión —dijo Golator.
Dekkeret no pudo imponerse. Las mágicas torres de Ni-moya fluctuaron, se hicieron transparentes y desaparecieron, y sólo quedaron los árboles amarillos, las frías brisas, los sonidos del bosque. Dekkeret se estremeció. Era prisionero del sueño y no había escape posible.
Cinco cazadores con toscas vestimentas negras de piel de haigus aparecieron en el sueño, hicieron rutinarios gestos de deferencia y tendieron a Dekkeret distintas armas: el romo tubo de un lanzaenergía, un puñal corto y centelleante y otra arma blanca más larga con un gancho en la punta. Dekkeret sacudió la cabeza, y un cazador se acercó y sonrió burlonamente, mostrando una dentadura con mellas y una amplia boca que apestaba a pescado frito. Dekkeret reconoció aquella cara, y apartó la mirada, avergonzado, porque se trataba de la cazadora muerta en las Fronteras de Khyntor aquel día de hacía un millón de años. Si ella no estuviera aquí, pensó Dekkeret, el sueño sería soportable. Qué diabólica tortura, forzarle a revivir todo esto.
—Coge las armas que ella te ofrece —dijo Golator Lasgia—. Los estitmoys se van y debemos ir en su busca.
—No tengo deseos de…
—¡Qué tontería, creer que los sueños respetan los deseos! El sueño es tu deseo. Coge las armas.
Dekkeret comprendió. Con fríos dedos, aceptó las armas blancas y el lanzaenergía y las colocó en lugares apropiados de su cinto. Los cazadores sonrieron y le gruñeron algo en el confuso y tosco dialecto del norte. A continuación echaron a correr a lo largo de la orilla del río, dando largos y desenvueltos saltos, tocando el suelo sólo una vez cada cinco zancadas. Y de buen o mal grado, Dekkeret corrió con ellos, con torpeza al principio, con idéntica gracia flotante después. Golator, al lado de él, avanzaba al mismo paso sin ninguna dificultad. El moreno pelo revoloteando sobre su cara, los ojos brillantes de excitación. Viraron a la izquierda, se introdujeron en el corazón del bosque y se desplegaron en una formación semicircular que se ensanchaba y encogía para hacer frente a la presa.
¡La presa! Dekkeret vio tres estitmoys de piel blanca que brillaba como un farol en las profundidades del bosque. Las bestias vagaban inquietas, gruñían ante la presencia de intrusos, pero se mostraban reacias a abandonar su territorio. Eran grandes criaturas, tal vez los animales salvajes más peligrosos de Majipur, rápidos, potentes, astutos, el terror de las tierras septentrionales. Dekkeret sacó el puñal. Matar estitmoys con un lanzaenergía no era deporte, y además podía dañar buena parte de la valiosa piel del animal. La táctica acostumbrada consistía en ponerse muy cerca de la presa y matarla con un arma blanca, preferiblemente el puñal, y si era preciso el machete de punta encorvada.
Los cazadores miraron a Dekkeret. Elige uno, estaban diciéndole, elige tu presa. Dekkeret señaló con la cabeza. El del medio, indicó. Los cazadores sonrieron fríamente. ¿Qué estaban ocultándole? También aquella otra vez había sido así, el desdén apenas oculto que la gente de la montaña sentía por los consentidos caballeretes que buscaban mortíferas diversiones en los bosques. Y aquella excursión había terminado mal. Dekkeret levantó el puñal. El estitmoy del sueño que se movía nervioso detrás de los árboles era increíblemente enorme, una inmensidad de gruesas ancas que un hombre solo era capaz de matar si únicamente llevaba armas de mano. Pero era imposible retroceder, Dekkeret sabía que estaba destinado a la suerte que el sueño le ofreciera. Mediante cuernos de caza y palmadas los cazadores contratados provocaron el pánico de la presa. El estitmoy, encolerizado y desconcertado por los repentinos y estridentes sonidos, se irguió, dio violentas vueltas, rascó los árboles con sus garras, viró en redondo y, más por disgusto que por miedo, empezó a correr.
La cacería había comenzado.
Dekkeret sabía que los cazadores estaban separando los animales, apartando a los dos rechazados para que él tuviera una clara oportunidad con la bestia elegida. Pero él no miró ni a derecha ni a izquierda. Acompañado de Golator y un cazador, se lanzó hacia adelante, en persecución del estitmoy del centro que avanzaba estruendosa y violentamente por el bosque. Se trataba del peor momento de la cacería, pues si bien los hombres eran más rápidos, los estitmoys estaban mejor dotados para atravesar barreras de maleza, y la presa podía perderse por completo en la confusión de la carrera. En esa zona el bosque era poco denso, pero el estitmoy buscaba protección, y Dekkeret no tardó en tener que forcejear para superar árboles jóvenes, enredaderas y matorrales bajos, casi sin poder mantener la vigilancia sobre el albo fantasma que huía. Con terca intensidad, Dekkeret siguió corriendo y blandiendo el machete para cruzar la espesura. Todo era terriblemente familiar, una vieja historia, en especial cuando vio que el estitmoy volvía atrás, daba la vuelta por la parte hollada del bosque como si planeara un contraataque…
Pronto llegaría el momento temido por el soñador Dekkeret, el instante en que el enloquecido animal tropezaría con la cazadora de la dentadura mellada, cogería a la montañesa y la arrojaría contra un árbol. Y Dekkeret, sin querer o sin poder detenerse, seguiría adelante, continuaría la cacería, dejando abandonada a la mujer; cuando aquella bestia carroñera, rechoncha y con grueso hocico emergiera de su madriguera y destrozara el estómago de la herida, nadie podría defenderla, y sólo más tarde, cuando las cosas estuvieran más calmadas y hubiera tiempo para retroceder hacia la cazadora, Dekkeret lamentaría la insensible concentración que le había hecho desentenderse de la compañera caída para no perder de vista a la presa. Y después vergüenza, sensación de culpabilidad, interminables autoacusaciones… Sí, reviviría todo eso mientras dormía sometido al asfixiante calor del desierto suvraelita.
No.
No, no era tan sencillo, porque el lenguaje de los sueños es complejo, y entre las densas nieblas que de repente cubrieron el bosque Dekkeret vio que el estitmoy retrocedía, atacaba a la mujer de la dentadura mellada y la derribaba… pero la mujer se levantó, escupió varios dientes llenos de sangre y se echó a reír. Y la caza continuó. Mejor, la caza retrocedió hasta el mismo punto: el estitmoy salió de súbito de la parte más oscura del bosque y atacó al mismo Dekkeret, le despojó del puñal y el machete que llevaba en las manos, le alzó dispuesto para asestar el golpe mortal… Pero no hubo golpe mortal, porque la imagen varió y fue Golator la que apareció bajo las enfurecidas garras mientras Dekkeret iba de un lado a otro cerca de su amada, incapaz de moverse en una dirección útil. Luego la víctima fue de nuevo la cazadora, y otra vez Dekkeret, y de pronto, increíblemente, el enjuto Barjazid, y después Golator Lasgia. Mientras Dekkeret observaba, una voz muy cercana le dijo:
—¿Qué importa? Todos debemos una muerte al Divino. Quizás era más importante que usted siguiera a la presa.
Dekkeret se sorprendió. La voz pertenecía a la cazadora de la dentadura mellada. El sonido de esa voz le dejó perplejo y tembloroso. El sueño era cada vez más enredado. Dekkeret se esforzó en penetrar en los misterios de lo que veía.
Barjazid estaba junto a Dekkeret en el oscuro y fresco claro del bosque. El estitmoy atacó una vez más a la montañesa.
—¿Así fue realmente? —preguntó Barjazid.