—Supongo que sí. Yo no lo vi.
—¿Qué hizo usted?
—Continuar corriendo. No quería perder el animal.
—¿Lo mató?
—Sí.
—¿Y luego?
—Retrocedí. Y encontré a la mujer. Así…
Dekkeret señaló con el dedo. El husmeante animal carroñero estaba a horcajadas sobre la mujer. Golator se encontraba muy cerca, con los brazos cruzados, sonriente.
—¿Y después?
—Llegaron los otros. Enterraron a su compañera. Despellejamos el estitmoy y volvimos al campamento.
—¿Y después? ¿Y después? ¿Y después?
—¿Quién es usted? ¿Por qué me hace estas preguntas?
Dekkeret vio fugazmente su cara bajo el hocico y los colmillos de la bestia carroñera.
—¿Sintió vergüenza? —dijo Barjazid.
—Naturalmente. Puse los placeres del deporte por encima de una vida humana.
—Usted no tenía forma de saber que ella estaba herida.
—Lo percibí. Lo vi, pero no me permití verlo, ¿comprende? Yo sabía que la mujer estaba herida. Continué corriendo.
—¿A quién le importaba?
—A mí.
—¿Se molestó la gente de la tribu?
—Yo me molesté.
—¿Y qué? ¿Y qué? ¿Y qué?
—Eso me preocupó a mí. Ellos se preocuparon por otras cosas.
—¿Se siente culpable?
—Naturalmente.
—Es usted culpable. De ser joven, de hacer tonterías, de ser ingenuo.
—¿Y usted es mi juez?
—Naturalmente que lo soy —dijo Barjazid—. ¿Ve mi cara?
Barjazid, se arrancó las mejillas, curtidas por la intemperie, tiró y retorció hasta que su correosa piel bronceada por el desierto empezó a desgarrarse, y la cara salió como una máscara, dejando ver otro rostro debajo: un rostro deforme, irónico y espantoso, arrugado por una risa burlona y convulsiva, y ese rostro era el de Dekkeret.
11
En ese instante Dekkeret experimentó una sensación extraña, como si una brillante aguja de penetrante luz se introdujera por la base de su cráneo. Sufrió el dolor más intenso que jamás había conocido, una repentina e insoportable punzada de agobiadora angustia que ardió en su cerebro con monstruosa fuerza. La angustia encendió una llama en su conciencia, y con esa funesta luz se vio él mismo tétricamente iluminado, necio, romántico, un niño, el único inventor de un drama que a nadie más interesaba, el creador de una tragedia con un solo espectador, un hombre que buscaba purgación por un pecado sin contenido, un pecado que no era tal, un pecado de, a lo sumo, complacencia para consigo mismo. En plena agonía, Dekkeret escuchó un gran gong que sonaba muy lejos y el seco y áspero sonido de la demoníaca risa de Barjazid. Tras un repentino retorcimiento, Dekkeret se liberó del sueño y se revolvió, tembloroso, estremecido, todavía atormentado por la hiriente estocada del dolor, aunque éste ya empezaba a menguar mientras las últimas ataduras del sueño iban soltándose.
Dekkeret trató de levantarse y se vio envuelto en un espeso y almizcleño pelaje, como si el estitmoy le hubiera atrapado y estuviera aplastándole con su pecho. Fuertes brazos le agarraban… cuatro brazos, comprendió. Mientras completaba el trayecto de salida de los sueños, Dekkeret se dio cuenta de que sufría el abrazo de la giganta skandar, Khaymak Gran. Seguramente él debía haber gritado mientras soñaba, se habría agitado, y al intentar levantarse torpemente la skandar había supuesto que él iba a dar un nuevo paseo de sonámbulo y estaba resuelta a impedírselo. Ella estaba abrazándole con fuerza suficiente para romperle las costillas.
—No pasa nada —murmuró Dekkeret, apretado contra el abundante pelaje gris de la skandar—. ¡Estoy despierto! ¡No voy a ir a ninguna parte!
La skandar siguió aferrada a él de todos modos.
—Está… haciéndome… daño…
Dekkeret se esforzó en respirar. Con su desmesurada y torpe solicitud, Khaymak Gran podía matarle con maternal amabilidad. Dekkeret empujó, incluso pateó, se retorció, golpeó a la skandar con la cabeza. Al contorcerse entre los cuatro brazos, hizo perder el equilibrio a Khaymak Gran, y ambos cayeron al suelo, ella debajo de él; en el último momento los brazos de la skandar se abrieron, y Dekkeret pudo escabullirse. Cayó de rodillas y se quedó encogido, con dolor en diez sitios distintos y aturdido por lo ocurrido en los últimos segundos. Pero el aturdimiento no le impidió, en el instante en que se levantaba, ver que Barjazid, al otro lado del flotador, se quitaba apresuradamente cierto mecanismo que llevaba en la frente, un aro muy delgado parecido a una corona, e intentaba ocultarlo en un compartimiento del flotador.
—¿Qué es eso? —preguntó Dekkeret en tono imperioso. Barjazid tenía el rostro anormalmente encendido.
—Nada. Un simple juguete.
—Quiero verlo.
Barjazid hizo una señal. Dekkeret vio por el rabillo del ojo que Khaymak Gran se ponía de pie y avanzaba hacia él, pero antes de que la poderosa skandar consiguiera su propósito Dekkeret se escabulló, dio la vuelta al vehículo y se puso junto a Barjazid. El hombrecillo aún estaba atareado con su intrincado artificio. Dekkeret, cuya estatura descollaba sobre la de Barjazid igual que la de la skandar sobre él mismo, se apresuró a coger la mano del otro hombre y la puso detrás de la espalda de éste. Luego sacó el mecanismo de la caja donde estaba guardado y lo examinó.
Todos los viajeros estaban despiertos en ese momento. El vroon contemplaba la escena con ojos saltones y el joven Dinitak, tras sacar un cuchillo no muy distinto al del sueño de Dekkeret, miró a éste amenazadoramente.
—Suelte a mi padre —dijo.
Dekkeret puso a Barjazid delante de él para usarlo como escudo.
—Diga a su hijo que se deshaga de ese puñal. Barjazid guardó silencio.
—O suelta el puñal o estrujo este objeto en mi mano. ¿Qué prefiere?
Barjazid dio la orden con un suave gruñido. Dinitak tiró el cuchillo a la arena casi a los pies de Dekkeret, y éste, tras avanzar un paso, lo puso más cerca y le dio una patada para alejarlo. Dekkeret suspendió el mecanismo delante de la cara de Barjazid: un objeto de oro, cristal y marfil, muy bien acabado, con misteriosos cables y conexiones.
—¿Qué es esto? —dijo Dekkeret.
—Ya se lo he dicho. Un juguete. Por favor… démelo, antes de que lo rompa.
—¿Qué finalidad tiene este juguete?
—Me divierte mientras duermo —dijo roncamente Barjazid.
—¿De qué forma?
—Mejora mis sueños y los hace más interesantes.
Dekkeret observó el artilugio con más atención.
—Si me lo pongo yo, ¿mejorará mis sueños?
—Sólo le causará daño, iniciado.
—Explíqueme qué efectos le produce.
—Es muy difícil explicarlo —dijo Barjazid.
—Esfuércese. Intente encontrar las palabras. ¿Cómo se las arregló para ser un personaje de mi sueño, Barjazid? Estar en ese sueño personal no era de su incumbencia.
El hombrecillo se encogió de hombros.
—¿Que yo estaba en su sueño? —dijo, muy nervioso—. ¿Cómo puedo saber las incidencias de su sueño? Nadie puede meterse en el sueño de otra persona.
—Creo que esta máquina le ayudó a meterse allí. Y tal vez le ayudó a saber qué soñaba yo.
Barjazid respondió únicamente con sombrío silencio.
—Descríbame el funcionamiento de esta máquina, o la haré papilla en mi mano.
—Por favor…
Los gruesos y fuertes dedos de Dekkeret apretaron una de las partes aparentemente más frágiles del artilugio. Barjazid contuvo la respiración, su cuerpo se puso tenso pese a la presa de Dekkeret.
—¿Bien? —dijo Dekkeret.
—Su conjetura es cierta. Este aparato… este aparato me permite entrar en mentes dormidas.