—¿De verdad? ¿Dónde ha conseguido esto?
—Es un invento mío. Un concepto que he estado perfeccionando desde hace años.
—¿Como las máquinas de la Dama de la Isla?
—Distinto. Más potente. Ella sólo puede hablar con las mentes. Yo leo los sueños, controlo su forma, me apodero de la mente dormida de una persona de un modo más completo.
—Y este artilugio lo ha hecho usted. No lo ha robado de la Isla.
—Es mío —murmuró Barjazid.
Un torrente de cólera recorrió a Dekkeret. Durante un instante quiso aplastar la máquina de Barjazid con un rápido estrujón y luego machacar al mismo inventor. Al recordar las verdades a medias, las evasivas y francas mentiras de Barjazid, al pensar en que Barjazid se había entrometido en sus sueños, en la crueldad del hombrecillo al distorsionar y transformar el reposo curativo que Dekkeret precisaba con tanta urgencia, en que había interpuesto capas de temores, tormentos e incertidumbres en el presente enviado por la Dama, su auténtico y dichoso descanso, Dekkeret sintió una furia casi asesina porque le hubieran invadido y manipulado de esa forma. Su corazón latió con fuerza, su garganta se secó, su visión se hizo confusa. Su mano retorció el doblado brazo de Barjazid hasta que el hombrecillo gimió y lloriqueó. Con más fuerza… con más fuerza… rómpeselo… No.
Dekkeret llegó a un pico interno de cólera, permaneció allí un instante y descendió hacia la tranquilidad por la otra ladera. Poco a poco fue recuperando la estabilidad, recobró el aliento, menguó el tamborileo que había en su pecho. Mantuvo agarrado a Barjazid hasta que se sintió totalmente tranquilo. Después soltó al hombrecillo y lo lanzó contra el flotador, Barjazid se tambaleó y se aferró al curvado lateral del vehículo. El color había abandonado sus mejillas. Se frotó suavemente el brazo magullado, y miró a Dekkeret con una expresión compuesta de terror, dolor y resentimiento por partes iguales. Dekkeret examinó con cuidado el curioso instrumento, pasó las yemas de los dedos por las elegantes y complejas partes. Luego hizo ademán de ponérselo en la frente. Barjazid se quedó boquiabierto.
—¡No lo haga!
—¿Qué sucederá? ¿Lo estropearé?
—Sí. Y se hará daño.
Dekkeret asintió. Barjazid podía estar engañándole, pero no se atrevió a comprobarlo.
—No hay ladrones de sueños cambiaspectos en este desierto, ¿me equivoco? —dijo al cabo de unos instantes.
—Así es —musitó Barjazid.
—Sólo usted, que experimenta en secreto con las mentes de otros viajeros. ¿Cierto?
—Cierto.
—Y que causa la muerte de esos hombres.
—No —dijo Barjazid—. No pretendía matar a nadie. Si murieron fue porque se alarmaron, se confundieron, porque se dejaron llevar por el pánico y corrieron hacia lugares peligrosos… porque andaban mientras dormían, como usted…
—Pero murieron porque usted se había entrometido en sus mentes.
—¿Quién puede asegurarlo? Algunos murieron, otros no. Yo no tenía deseos de que alguien pereciera. ¿Recuerda que cuando usted se fue por ahí nosotros nos apresuramos a buscarle?
—Le contraté para que me guiara y me protegiera —dijo Dekkeret—. Los otros eran inocentes desconocidos que usted acosaba desde lejos, ¿no es cierto?
Barjazid guardó silencio.
—Usted sabía que la gente moría como resultado directo de sus experimentos, y continuó experimentando.
Barjazid se encogió de hombros.
—¿Desde cuándo hace esto?
—Varios años.
—¿Y por qué razón?
Barjazid miró hacia el coche.
—Se lo dije una vez. Nunca responderé una pregunta de ese tipo.
—¿Y si rompo su máquina?
—Va a romperla de todas formas.
—Nada de eso —replicó Dekkeret—. Tenga. Aquí la tiene.
—¿Qué?
Dekkeret extendió la mano, con la máquina de los sueños en la palma.
—Vamos. Cójala. Guárdela. No la quiero.
—¿No va a matarme? —dijo Barjazid, asombrado.
—¿Soy yo su juez? Si vuelvo a sorprenderle usando conmigo ese artilugio, puede estar seguro de que le mataré. Pero en caso contrario, no. Matar no es mi deporte. Ya tengo un pecado en mi alma. Y necesito que me lleve a Tolaghai, ¿o lo había olvidado?
—Claro. Claro. —Barjazid estaba perplejo por la misericordia de Dekkeret.
—¿Por qué iba a matarle yo? —dijo Dekkeret.
—Por entrar en su mente… por entrometerme en sus sueños…
—Ah.
—Por arriesgar su vida en el desierto.
—También por eso.
—Y sin embargo, ¿no tiene ansias de venganza? Dekkeret agitó la cabeza.
—Se tomó grandes libertades con mi alma, y eso me enojó, pero el enojo pertenece al pasado, ha terminado. No le castigaré. Hicimos un trato, usted y yo, he invertido bien mi dinero, y este invento suyo ha sido valioso para mí, hasta cierto punto. —Dekkeret se inclinó para estar más cerca del hombrecillo y añadió, en voz baja y grave—: Vine a Suvrael lleno de dudas, confusión y sensación de culpabilidad, con el objeto de purgarme mediante sufrimiento físico. Eso fue una tontería. El sufrimiento físico hace que el cuerpo esté incómodo y refuerza la voluntad, pero poco beneficio causa al espíritu herido. Usted me dio otra cosa, usted y su juguete para entrometerse en la mente. Me atormentó en sueños y puso un espejo delante de mi alma, y me vi con toda claridad. ¿Hasta qué punto pudo ver ese último sueño, Barjazid?
—Usted se hallaba en un bosque… en el norte…
—Sí.
—De cacería. Uno de sus compañeros fue herido por un animal, ¿no es cierto? ¿No es cierto?
—Prosiga.
—Y usted no atendió a esa mujer. Continuó la caza. Y después, cuando volvió para interesarse por ella, era demasiado tarde, y se culpó usted mismo de su muerte. Percibí su gran sensación de culpabilidad. Noté la fuerza con que esa sensación emanaba de usted.
—Sí —dijo Dekkeret—. Un sentimiento de culpabilidad que llevaré siempre sobre mis espaldas. Pero ya no puede hacerse nada para repararlo, ¿no le parece?
Una asombrosa serenidad se había extendido en su interior. No estaba muy seguro de lo que había pasado, excepto que en su sueño había hecho frente a los incidentes del bosque de Khyntor. Se había enfrentado a la verdad de lo que había hecho y lo que no había hecho allí, había comprendido, de un modo indefinible con palabras, que era absurdo flagelarse durante toda la vida por un aislado acto de descuido e insensible estupidez, que había llegado el momento de olvidar las autoacusaciones y proseguir con la tarea de su vida. El proceso de perdonarse ya había empezado. Había llegado a Suvrael para que le purgaran y en cierto sentido lo había logrado. Y debía agradecimiento a Barjazid por ese favor.
—Tal vez pude salvarla, tal vez —dijo a Barjazid—. Pero mis pensamientos estaban en otra parte, y en mi estupidez pasé por alto a la mujer para cobrar mi presa. Pero revolcarse en sentimientos de culpabilidad no es una expiación provechosa, ¿eh, Barjazid? Los muertos están muertos. Debo ofrecer mis servicios a los vivos. Vamos, dé la vuelta a este flotador e iniciemos el regreso a Tolaghai.
—¿Y su visita a las tierras de pasto? ¿Y Ghyzyn Kor?
—Una misión ridícula. Ya no tiene importancia. Reducción de la producción de carne, desequilibrios comerciales… Estos problemas ya están resueltos. Lléveme a Tolaghai.
—¿Y después?
—Usted me acompañará al Monte del Castillo. Para hacer una demostración de su juguete ante la Corona.
—¡No! —gritó Barjazid, horrorizado. Estaba sinceramente asustado por primera vez desde que Dekkeret le conocía—. Le suplico…
—¿Padre? —dijo Dinitak.
Bajo el sol de mediodía, el joven parecía envuelto en luz. Había una desbordante y fiera expresión de orgullo en su semblante.