—Padre, acompáñale al Monte del Castillo. Que enseñe a sus maestros lo que tenemos aquí. Barjazid se humedeció los labios.
—Me da miedo que…
—No tema nada. Está empezando nuestra hora.
Dekkeret miró alternativamente a los dos Barjazid, al repentinamente tímido y encogido anciano y al exaltado y resplandeciente joven. Tenía la sensación de que estaban produciéndose hechos históricos, que poderosas fuerzas se desequilibraban y adoptaban una nueva configuración, y apenas lo comprendía. Pero sabía que su destino y el de estos habitantes del desierto estaban unidos de algún modo. Y la máquina de los sueños creada por Barjazid era el hilo que unía sus vidas.
—Bien, ¿qué me sucederá en el Monte del Castillo? —dijo secamente Barjazid.
—No tengo la menor idea —dijo Dekkeret—. Es posible que le corten la cabeza y la pongan en lo alto de la Torre de Lord Siminave. O quizá suba muy alto y le nombren Poder de Majipur. Puede suceder cualquier cosa. ¿Cómo quiere que lo sepa?
Dekkeret se dio cuenta de que el problema carecía de interés para él, que le era indiferente la suerte de Barjazid, que no sentía enojo alguno ante aquel desdoroso chapucero que manipulaba las mentes, sino sólo una especie de gratitud, perversa y abstracta, porque Barjazid le había ayudado a liberarse de sus demonios.
—Estos asuntos están en manos de la Corona. Pero una cosa es segura: usted me acompañará al Monte, y su máquina vendrá con nosotros. Vamos, ponga en marcha el flotador, lléveme a Tolaghai.
—Todavía es de día —murmuró Barjazid—. El calor diurno es rabioso, está en el punto más alto.
—Nos las arreglaremos. ¡Vamos, muévase, y deprisa! Tenemos que subir a bordo de un barco en Tolaghai, y en esa ciudad hay una mujer que deseo ver otra vez, antes de hacernos a la mar.
12
Estos hechos sucedieron durante los primeros años de estado adulto del hombre que se convertiría en lord Dekkeret, Corona de Majipur durante el pontificado de Prestimion. Y el joven Dinitak Barjazid fue el primero en reinar en Suvrael sobre las mentes de todos los durmientes de Majipur, con el título de Rey de los Sueños.
VI
EL PINTOR ESPIRITUAL Y EL CAMBIASPECTOS
Se ha convertido en una afición. La mente de Hissune se abre ahora en todas direcciones, y el Registro de Almas es la puerta de un infinito mundo de nueva comprensión. Cuando se habita en el Laberinto se adquiere una peculiar sensación del mundo como algo vago e irreal, meros hombres en vez de lugares concretos: sólo el oscuro y hermético Laberinto tiene sustancia, y todo lo demás es vapor. Pero Hissune ya ha viajado mediante sustituto a todos los continentes, ha saboreado extrañas comidas y visto fantásticos paisajes, ha experimentado extremos de frío y de calor, y con todo ello ha adquirido unos conocimientos sobre la complejidad del mundo que, sospecha él, pocas personas tienen. Ahora las visitas se suceden. Hissune ya no tiene que preocuparse de falsificar documentos; es un usuario tan regular de los archivos que un gesto de cabeza es suficiente para permitirle el acceso, y así tiene a su disposición todo el Majipur del ayer. Es frecuente que esté con una cápsula sólo unos segundos, hasta determinar que no contiene nada que le haga avanzar más en la ruta del conocimiento. A veces, en una mañana, solicita y rechaza ocho, diez, doce cápsulas en rápida sucesión. Sí, él sabe que cualquier alma contiene un universo; pero no todos los universos son igualmente interesantes, y cuando lo que puede aprender de las honduras más íntimas de una persona que pasó la vida barriendo las calles de Piliplok o murmurando plegarias en el séquito de la Dama de la Isla no le parece de utilidad inmediata, Hissune considera otras posibilidades. Por eso solicita cápsulas, las rechaza y solicita otras, se sumerge acá y allá en el pasado de Majipur, y persevera hasta que se encuentra en contacto con una mente que promete verdadera revelación. Incluso coronas y pontífices pueden ser latosos, eso ha descubierto Hissune. Pero siempre hay inesperados hallazgos prodigiosos… un hombre que se enamoró de un metamorfo, por ejemplo…
Un exceso de perfección hizo que el pintor espiritual Therion Nismile cambiara las cristalinas ciudades del Monte del Castillo por la oscura selva del continente occidental. Siempre había vivido entre las maravillas del Monte. Había viajado por las Cincuenta Ciudades de acuerdo con las exigencias de su carrera, había cambiado un tipo de esplendor por otro cada pocos años. Dundilmir era su ciudad natal —los primeros lienzos de Therion Nismile representaban escenas del Valle Ardiente, cuadros tempestuosos y apasionados que reflejaban la desigual energía de su juventud— y después vivió varios años en la maravillosa Canzilaine de las estatuas parlantes. Luego se trasladó a Stee la prodigiosa, con unas afueras que costaba tres días cruzar, a la dorada Halanx en los aledaños del Castillo, y estuvo cinco años en el mismo Castillo, donde pintó en la corte de la Corona, lord Thraym. Sus cuadros eran muy apreciados por la serena elegancia y la perfección de forma que contenían, reflejando al máximo la impecabilidad de las Cincuenta Ciudades. Pero la belleza de esos lugares aturde el alma, al cabo de un tiempo, y paraliza los instintos artísticos. Cuando cumplió cuarenta años, Nismile descubrió que había empezado a identificar perfección con estancamiento; aborrecía sus obras más famosas, y su espíritu pedía a gritos revolución, incertidumbre, transformación.
El momento de crisis le sorprendió en los jardines de la Barrera de Tolingar, el maravilloso parque situado en la llanura que separaba Dundilmir de Stipool. La Corona le había solicitado una colección de cuadros de los jardines para decorar la pérgola que estaba en construcción en el contorno del Castillo. Servicialmente, Nismile hizo el largo descenso de la enorme montaña, recorrió los sesenta kilómetros de parque, eligió los escenarios donde quería trabajar, inició el primer lienzo en el promontorio de Kazkas, donde los contornos del parque se elevaban formando enormes volutas verdes, simétricas y fluctuantes. Aquel lugar le había encantado desde niño. En todo Majipur no había lugar más sereno, más ordenado, porque los jardines de Tolingar contenían plantas de una especie particular que se mantenían en trascendental aseo. Ninguna herramienta de jardinero tocaba árboles y arbustos. Las plantas crecían independientemente en gracioso equilibrio, regulaban el espacio entre ellas y el ritmo de renovación, eliminaban la cizaña de los alrededores y controlaban sus proporciones de forma que el modelo original se mantenía constante para siempre. Cuando dejaban caer sus hojas o les parecía preciso eliminar una rama muerta, ciertas enzimas internas disolvían rápidamente la materia desechada para formar compuestos útiles. Lord Havilbove, hacía más de un siglo, fue el fundador de los jardines. Sus sucesores, lord Kanaba y lord Sirruth, continuaron y ampliaron el programa de modificación genética que regía el parque. Y bajo el reinado de la actual Corona, lord Thraym, el programa estaba completado, de modo que la Barrera de Tolingar se conservaría eternamente perfecta, eternamente equilibrada. Nismile fue al lugar precisamente para captar esa perfección.
Un día, el pintor se puso delante de un lienzo blanco, llenó sus pulmones de aire y se dispuso a entrar en estado de trance. Su alma sólo precisaba un instante para separarse de la dormida mente e imprimir en el tejido psicosensible la extraordinaria intensidad de la visión del panorama del pintor. Nismile observó por última vez las suaves ondulaciones, los artísticos matorrales, las delicadas formas de las hojas… y una oleada de rebelde furia chocó contra él. Nismile sintió escalofríos, tembló y estuvo a punto de desplomarse. Aquel inmóvil paisaje, la estática y estéril belleza, el impecable e incomparable jardín, no le necesitaba. Era un paisaje tan invariable como un cuadro, igualmente inerte, paralizado en sus perfectos ritmos hasta el fin del tiempo. ¡Qué espantoso! Nismile inclinó la cabeza y se llevó las manos a su palpitante cráneo. Oyó los tenues gruñidos de sorpresa de sus acompañantes, y al abrir los ojos vio que todos contemplaban horrorizados e inquietos el ennegrecido y burbujeante lienzo.