Выбрать главу

—¡Tapadlo! —gritó Nismile, y volvió la cabeza.

Todos respondieron al instante. Y Nismile, en el centro del grupo, se mantuvo inmóvil como una estatua, hasta que por fin recuperó el habla.

—Informad a lord Thraym que no podré cumplir su encargo —dijo en voz baja.

Aquel mismo día Nismile adquirió en Dundilmir todo cuanto necesitaba e inició el largo trayecto hacia las tierras bajas. Llegó a la amplia y calurosa llanura aluvial del río Iyann, y a bordo de un barco fluvial siguió el interminable curso hacia el puerto de Alaisor. En Alaisor, tras una espera de varias semanas, se embarcó con destino a Numinor, en la Isla del Sueño, donde se demoró un mes. Luego encontró pasaje en un barco de peregrinos que navegó hasta Piliplok, en el agreste continente Zimroeliano. Nismile estaba convencido de que Zimroel no le oprimiría con elegancia y perfección. El continente sólo tenía ocho o nueve poblaciones, que seguramente debían ser poco más que pueblos fronterizos. Todo el interior era selvático, usado por lord Stiamot para confinar a los aborígenes metamorfos después de la definitiva derrota de éstos hacía cuatro mil años. Un hombre cansado de civilización podría rehacer su alma en ese ambiente.

Nismile esperaba que Piliplok fuera un hoyo de fango. Para su sorpresa, se trataba de una ciudad antigua y enorme, construida según un plan matemático enloquecedoramente rígido. Era una deformidad aunque nada refrescante, y Nismile se trasladó Zimr arriba en un barco fluvial. En su viaje pasó por la gran Ni-moya, famosa incluso para los habitantes del otro continente, y no se detuvo allí. Pero en un pueblo llamado Verf obedeció a un impulso, bajó del barco y partió en un vagón alquilado hacia los bosques del sur. Se internó en la espesura hasta que le fue imposible ver rastros de civilización, y levantó una cabaña junto a un curso de agua rápido y sombrío. Habían pasado tres años desde la partida del Monte del Castillo. Durante el viaje siempre había ido solo, y únicamente había hablado con otras personas cuando no tuvo más remedio que hacerlo, y no había pintado cuadros.

Nismile empezó a notar que sanaba. Todo lo que veía en su nueva residencia era desconocido y hermoso. En el Monte del Castillo, donde el clima se controlaba por medios artificiales, reinaba una interminable y dulce primavera, el irreal aire era claro y puro, y la lluvia caía a intervalos previsibles. Pero ahora se hallaba en un bosque tropical cargado de humedad, donde el suelo era esponjoso y blando, con frecuentes nubes y lenguas de niebla, numerosos chaparrones, y una vegetación caótica, una enmarañada anarquía, increíblemente distinta a las simetrías de la Barrera de Tolingar. Nismile apenas usaba ropa, había aprendido mediante tanteo a reconocer qué tipo de raíces, bayas y tallos era comestible, y construyó con juncos una esclusa para capturar a los finos peces de color escarlata que centelleaban como fuegos artificiales entre las aguas. Hizo excursiones de varias horas por la espesa jungla, y saboreó no sólo la extraña belleza del lugar sino también el tenso placer de preguntarse si no se perdería al volver a la cabaña. Solía cantar, en voz alta e irregular, pese a que jamás lo había hecho en el Monte del Castillo. De vez en cuando preparaba un lienzo, pero siempre lo recogía sin haberlo usado. Componía poemas sin sentido, voluptuosas ristras de sílabas, y los recitaba ante un auditorio formado por delgados y altos árboles y lianas increíblemente entrelazadas. A veces se preguntaba cómo irían las cosas en la corte de lord Thraym, si la Corona habría contratado a un nuevo artista para pintar los decorados de la pérgola, y si las halatingas estarían floreciendo a lo largo de la carretera de Morpin Alta. Pero raramente le acudían esos pensamientos.

Nismile se olvidó del tiempo. Transcurrieron cuatro, cinco, quizá seis semanas —¿cómo iba a saberlo?— antes de que viera al primer metamorfo.

El encuentro tuvo lugar en una pantanosa vega a tres kilómetros de la cabaña. Nismile había ido allí a recoger suculentos tubérculos escarlata de los lirios del fango, que sabía machacar y cocer para hacer pan. Los tubérculos estaban muy hondos, y Nismile los arrancó metiendo el brazo en el barro, hasta el hombro, y buscándolos a tientas con la mejilla apretada al suelo. Acabó con la cara cubierta de fango y empapado, con un chorreante puñado de tubérculos en la mano, y se sorprendió al ver que alguien le observaba tranquilamente desde una distancia de diez metros.

Nismile jamás había visto un metamorfo. Los seres nativos de Majipur estaban exiliados a perpetuidad del continente principal, Alhanroel, donde Nismile había pasado toda su vida. Pero se había formado una idea de los aborígenes, y por eso pensó que estaba ante un metamorfo: una criatura enormemente alta, frágil, de piel amarillenta, facciones enjutas, ojos hundidos, nariz apenas visible y pelo fibroso, correoso, de color verde muy claro. El metamorfo sólo vestía un taparrabos de cuero, y llevaba atado a la cadera un puñal, corto y afilado, de madera negra pulida. Con espectral dignidad, el metamorfo se mantenía en equilibrio con una frágil pierna doblada alrededor de la rodilla de la otra. Su aspecto era siniestro y noble, amenazador y cómico al mismo tiempo. Nismile decidió no alarmarse.

—Hola —dijo—. ¿Le importa que recoja tubérculos aquí? El metamorfo guardó silencio.

—Tengo una cabaña río abajo. Me llamo Therion Nismile. Fui pintor espiritual mientras viví en el Monte del Castillo.

El metamorfo le observó con aire solemne. El temblor de una expresión ilegible cruzó su cara. Después dio media vuelta y se deslizó ágilmente en la jungla, donde desapareció casi al instante.

Nismile se encogió de hombros. Siguió escarbando en busca de más tubérculos de los lirios del fango.

Una o dos semanas más tarde encontró a otro metamorfo, o quizás era el mismo, en esta ocasión mientras arrancaba la corteza de una planta que pensaba usar como cuerda en una trampa para bilantunes. El aborigen permaneció mudo tras materializarse en silencio, como una aparición, delante de Nismile, y observó al pintor en la misma postura perturbadora, apoyado sobre una sola pierna. Por segunda vez Nismile intentó entablar conversación con la criatura, pero con las primeras palabras el metamorfo desapareció como un fantasma.

—¡Aguarde! —gritó Nismile—. ¡Me gustaría hablar con usted!

Pero el pintor estaba solo.

Pocos días después se encontraba recogiendo leña cuando se dio cuenta de que alguien estaba examinándole.

—He atrapado un bilantún y estoy a punto de asarlo —se apresuró a decir al metamorfo—. Hay más carne de la que yo necesito. ¿Quiere compartir mi comida?

El metamorfo sonrió —Nismile consideró el enigmático temblor como una sonrisa, aunque podía ser cualquier cosa— y a modo de réplica experimentó un repentino y asombroso cambio, convirtiéndose en una imagen perfecta del pintor, maciza y musculosa, con ojos oscuros y penetrantes y pelo moreno hasta los hombros. Nismile pestañeó bruscamente y se echó a temblar. Luego, tras recobrarse, sonrió y decidió juzgar la imitación como cierta forma de comunicación.

—¡Maravilloso! —dijo—. ¡No llego a comprender cómo lo hacen!

Hizo una señal al metamorfo.

—Acérquese. Me costará hora y media asar el bilantún y mientras tanto podemos hablar. Entiende nuestro idioma, ¿no? ¿No?

Hablar a un duplicado de sí mismo iba más allá de lo grotesco.