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—¿No quiere decir nada, eh? Dígame: ¿hay alguna aldea metamorfa en los alrededores? ¿Alguna aldea piurivar? —corrigió, al recordar el nombre con que se denominaban los metamorfos—. ¿Eh? ¿Muchos piurivares por aquí, en la jungla?

Nismile hizo un nuevo gesto.

—Venga conmigo a la cabaña y encenderemos una hoguera. No tendrá vino, ¿verdad? Es lo único que echo de menos, creo. Un vino fuerte, como el que hacen en Muldemar. Supongo que no volveré a probarlo, pero en Zimroel hay vino, ¿no? ¿Eh? ¿No quiere decir nada?

Pero el metamorfo respondió únicamente con una mueca, tal vez una sonrisa, que retorció la cara de Nismile formando una imagen cruel y extraña. Después el piurivar recuperó su aspecto en menos de un segundo y se alejó con serenas y flotantes zancadas.

Nismile confió durante un rato en que el metamorfo regresaría con una botella de vino, pero no volvió a verlo. Curiosas criaturas, pensó. ¿Estaban enojados porque él había acampado en su territorio? ¿Le mantenían bajo vigilancia por temor a que él fuera la vanguardia de una ola de colonizadores humanos? De un modo muy curioso, Nismile no creyó encontrarse en peligro. En general se consideraba a los metamorfos como una raza malévola; no había duda de que eran seres inquietantes, extraños e insondables. Había infinidad de relatos sobre ataques metamorfos a remotos poblados humanos, y seguramente el pueblo cambiaspecto albergaba amargo odio hacia los hombres que habían llegado a su mundo para desterrarlos y llevarlos a las junglas. Sin embargo Nismile se consideraba un hombre de buena voluntad, que jamás había hecho daño al prójimo y que sólo deseaba paz para vivir, y por eso imaginó que un sutil sentido impulsaría a los metamorfos a comprender que él no era su enemigo. Ojalá pudiera hacerme amigo de ellos, pensó Nismile. Tenía ansias de conversar después de tanto tiempo de soledad, y sería excitante y remunerador intercambiar ideas con la extraña raza. Incluso podría retratar a un metamorfo. Últimamente había vuelto a pensar en continuar su arte, experimentar una vez más el momento de éxtasis creativo mientras su alma cubría la distancia que la separaba del lienzo psicosensitivo y grababa las imágenes que sólo él podía moldear. Seguramente él era distinto ahora del hombre cada vez más infeliz que había sido en el Monte del Castillo, y esa diferencia se reflejaría en su obra.

Durante los días siguientes Nismile ensayó discursos para ganar la confianza de los metamorfos, para superar la rara timidez de esos seres, la delicadeza de conducta que impedía cualquier tipo de contacto. A su debido tiempo, pensó el pintor, se acostumbrarán a mi presencia, empezarán a hablar, aceptarán mis invitaciones para comer juntos, y entonces quizá quieran posar…

Pero en los días que siguieron Nismile no vio más metamorfos. Vagó por el bosque, buscó en espesuras y zonas arbóreas envueltas en niebla, lleno de esperanza, y no encontró un solo metamorfo. Llegó a la conclusión de que se había mostrado demasiado audaz con ellos —¡y que luego hablaran de la maldad de los monstruosos metamorfos!— y al cabo de un tiempo perdió la esperanza de tener nuevos contactos con ellos. Y eso le molestó. No había ansiado compañía mientras tal cosa era improbable, pero tener la certeza de que había seres inteligentes en algún lugar de la región encendió en él una sensación de soledad difícilmente soportable.

Un húmedo y caluroso día varias semanas después del último encuentro con un metamorfo, Nismile se hallaba andando en la fría laguna formada por una presa natural de rocas a medio kilómetro de su cabaña, cuando vio una silueta pálida y delgada que avanzaba con rapidez por una espesa trama de arbustos de hojas azules cerca de la orilla. Nismile salió del agua, despellejándose las rodillas con las rocas.

—¡Aguarde! —gritó—. ¡Por favor! ¡No tenga miedo! ¡No huya!

La silueta desapareció, pero Nismile, tras meterse frenéticamente entre la maleza, la vio otra vez al cabo de unos instantes, apoyada en un enorme árbol de vivida corteza roja.

Nismile se detuvo bruscamente, perplejo, porque no estaba viendo a un metamorfo, sino a una mujer.

Ella era esbelta y joven, estaba desnuda y tenía un espeso cabello castaño rojizo, pequeños y erguidos pechos y ojos brillantes e inquietos. No daba muestras de estar asustada del pintor, era un duende que había disfrutado impulsándole a esta cacería. Mientras la miraba boquiabierto, ella le observó de arriba abajo, sin apresurarse, y después prorrumpió en risas de sonido claro y agudo.

—¡Tienes todo el cuerpo lleno de rasguños! —dijo la mujer—. ¿No sabes ir por el bosque con más cuidado?

—No quería que se fuera.

—Oh, no pensaba irme muy lejos. ¿Sabes una cosa? He estado observándote mucho rato antes de que me vieras. Tú eres el hombre de la cabaña, ¿verdad?

—Sí. Y usted… ¿dónde vive?

—Por aquí, por allí —dijo ella, en tono frívolo.

Nismile la contempló maravillado. Su belleza le encantaba, su descaro le aturdía. Ella puede ser una alucinación, pensó. ¿De dónde ha salido? ¿Qué hacía un ser humano, desnudo y solitario, en una espesa jungla?

¿Un ser humano?

Naturalmente que no, comprendió Nismile, con el repentino pesar de un niño que ha recibido un codiciado tesoro en un sueño, despierta radiante de alegría y percibe la triste realidad. Al recordar la facilidad con que el metamorfo le había imitado, Nismile imaginó la turbadora posibilidad: se trataba de una picardía, de una mascarada. Miró atentamente a la mujer en busca de un rasgo de identidad metamorfa, una fluctuación de la proyección, un rastro de los afiladísimos pómulos y los ojos hundidos oculto en aquel rostro gozosamente descarado. Ella era convincentemente humana en todos los aspectos. Sin embargo… qué raro encontrar en la jungla un miembro de raza humana, era mucho más probable que se tratara de un cambiaspecto, un embaucador…

Nismile no quería creerlo. Decidió enfrentarse a la posibilidad de una decepción en un consciente acto de fe, esperando que así ella fuera lo que parecía ser.

—¿Cómo se llama? —preguntó.

—Sarise. ¿Y tú?

—Nismile. ¿Dónde vive?

—En el bosque.

—Entonces habrá algún poblado humano a poca distancia. Sarise hizo un gesto desdeñoso.

—Vivo sola.

La mujer se acercó. Nismile notó la creciente rigidez de sus músculos, algo que se retorcía en su estómago, quemazón en la piel… Y Sarise pasó los dedos con mucha suavidad por los cortes que las plantas habían dejado en los brazos y en el pecho del pintor.

—¿No te molestan estos rasguños?

—Están empezando a molestarme. Tengo que lavarlos.

—Sí. Volvamos a la laguna. Conozco un camino mejor que el que has seguido. ¡Sígueme!

Sarise separó las frondas de un espeso montón de helechos y dejó al descubierto una senda estrecha y casi borrada. Echó a correr graciosamente, y Nismile detrás de ella, deleitado por la desenvoltura de los movimientos, por la acción de los músculos de la espalda y las nalgas de la mujer. El pintor se zambulló en la laguna un instante después de Sarise, y ambos chapotearon un rato. La frialdad del agua alivió el picor de los cortes. Al salir, Nismile sintió el deseo de abrazarla y estrecharla entre sus brazos, pero no se atrevió. Se tendieron en la musgosa orilla. Había malicia en los ojos de Sarise.

—Mi cabaña no está lejos —dijo Nismile.

—Lo sé.

—¿Le gustaría visitarla?

—En otro momento, Nismile.

—De acuerdo. En otro momento.

—¿De dónde eres? —preguntó ella.

—Nací en el Monte del Castillo. ¿Sabe dónde está eso? Fui pintor espiritual en la corte de la Corona. ¿Sabe qué es la pintura espiritual? Se hace con la mente y un lienzo sensible, y… Puedo hacerle una demostración. Podría retratarla, Sarise. Yo miro atentamente una cosa, capto su esencia con lo más profundo de mi consciencia, entro en una especie de trance, como si estuviera soñando pero sin dormir, transformo lo que he visto en algo personal y lo lanzo sobre el lienzo. Capto la verdad del tema en una llamarada de transferencia… —Hizo una pausa—. Te lo explicaría mejor haciéndote un cuadro.