Sarise no parecía estar escuchándole.
—¿Te gustaría tocarme, Nismile?
—Sí. Mucho.
El espeso musgo azul turquesa era igual que una alfombra. Sarise rodó hacia él y la mano del pintor se detuvo sobre el desnudo cuerpo… y titubeó, porque aún existía la duda de que ella fuera un metamorfo que se divertía jugando con él un perverso juego de los cambiaspectos. Una herencia de miles de años de espanto y aversión afloró en su mente, y le aterrorizó tocar aquel cuerpo y descubrir que la piel poseía la repugnante textura húmeda y fría que él atribuía a los metamorfos, o que ella cambiara de aspecto y se convirtiera en un ser extraño en el momento de abrazarla. Sarise tenía los ojos cerrados, los labios separados, la lengua moviéndose entre ellos como la de una serpiente: estaba aguardando. Horrorizado, Nismile hizo un esfuerzo para poner la mano en los senos. Pero la carne era cálida y blanda, muy parecida a la carne de una mujer joven, al menos por lo que Nismile recordaba después de tantos años de soledad. Tras un tenue gemido, Sarise se apretó a él. Durante un horrible instante la grotesca imagen de un metamorfo surgió en el cerebro del pintor, un ser sin curvas, con largas piernas y desprovisto de nariz, pero apartó ese pensamiento y se entregó por entero al flexible y vigoroso cuerpo femenino.
Durante muchos minutos después ambos permanecieron inmóviles, juntos, con las manos cogidas, sin decir nada. Tampoco se movieron con la suave lluvia que cayó: dejaron que la rápida llovizna se llevara el sudor de sus cuerpos. Nismile abrió los ojos por fin y vio que ella le observaba con curiosidad.
—Quiero pintarte —dijo él.
—No.
—No ahora. Mañana. Vendrás a la cabaña y…
—No.
—Hace años que no pinto. Es importante que empiece de nuevo. Y tengo grandes deseos de pintarte.
—Yo tengo grandes deseos de que no me pintes —dijo ella.
—Por favor.
—No —dijo suavemente Sarise. Se separó y se levantó—. Pinta la jungla. Pinta la laguna. A mí no, ¿eh, Nismile? ¿De acuerdo?
El pintor contestó con un triste gesto de aceptación.
—Tengo que irme —dijo Sarise.
—¿No quieres decirme dónde vives?
—Ya te lo he dicho. Por aquí, por allí. En el bosque. ¿Por qué me haces esas preguntas?
—Para poder encontrarte de nuevo. Si desapareces, ¿dónde te buscaré?
—Yo sé dónde encontrarte —dijo ella—. Eso basta.
—¿Vendrás a verme mañana? ¿A la cabaña?
—Creo que sí.
Nismile la cogió de la mano y la atrajo hacia él. Pero ella había cambiado de actitud, se mostraba indecisa, distante. Los misterios de esa mujer latían en la mente del pintor. En realidad ella no le había dicho nada, aparte de su nombre. Le resultaba difícil creer que Sarise, igual que él, fuera un solitario ser de la jungla, una mujer que vagaba a su antojo. Y dudaba que él no hubiera descubierto, después de tantas semanas, la existencia de un pueblo en las proximidades. La explicación más probable continuaba siendo la misma, que Sarise era un cambiaspecto, embarcado por desconocidos motivos en una aventura con un hombre. Y si bien él se resistía a aceptar esa idea, era demasiado racional para rechazarla por completo. Pero ella parecía humana, tenía el tacto de una mujer, actuaba como una mujer. ¿Hasta qué punto llegaba la pericia de los metamorfos para transformarse? Nismile estuvo tentado de preguntar francamente si sus sospechas eran ciertas, pero ello era absurdo. Sarise no había respondido otras preguntas y seguramente no respondería ésta. El pintor se reservó las dudas. Sarise liberó suavemente su mano, atrapada por la de Nismile, moldeó un beso con los labios y desapareció por la senda bordeada de helechos.
Nismile aguardó en la cabaña durante el día siguiente. Sarise no se presentó, cosa que no sorprendió en exceso al pintor. El encuentro había sido un sueño, una fantasía, un interludio más allá del tiempo y del espacio. No esperaba volver a verla nunca. Al anochecer sacó un lienzo de la mochila y lo dispuso para pintar, con la idea de hacer un cuadro del paisaje que veía desde la cabaña mientras el crepúsculo tenía de púrpura el aire del bosque. Estudió la vista largo rato, examinó las verticales de los esbeltos árboles sobre la gruesa horizontal de la irregular extensión de arbustos con bayas amarillas, y finalmente sacudió la cabeza y olvidó el lienzo. El paisaje no tenía nada que precisara la captación del arte. Por la mañana, pensó Nismile, haré una excursión río arriba, cruzaré la llanura para ir hasta esa gran roca con la grieta tan profunda donde crecen las carnosas frutas rojas que parecen astas de cuero. Un panorama más prometedor, seguramente. Pero por la mañana Nismile encontró excusas para retrasar la marcha, y al mediodía pensó que era demasiado tarde para salir. En lugar de eso trabajó en su pequeño huerto, donde estaba trasplantando ciertos arbustos que producían frutas u hojas comestibles. Y eso le mantuvo ocupado durante horas. A últimas horas de la tarde una niebla lechosa se posó sobre el bosque. Nismile entró en la Cabaña. Y pocos minutos más tarde oyó un golpe en la puerta.
—Había perdido la esperanza —dijo a Sarise.
La frente y las cejas de Sarise estaban adornadas con gotitas. La niebla, pensó Nismile. O quizá ella había venido brincando por el sendero.
—Prometí que vendría —dijo ella en voz baja.
—Ayer.
—Hoy es ayer —dijo ella, sonriente. Sacó una botella de la túnica—. ¿Te gusta el vino? He encontrado esto. Tuve que andar mucho para conseguirlo. Ayer.
Era vino gris, de reciente cosecha, un vino cuya efervescencia causaba picor a la lengua. La botella no tenía etiqueta, pero Nismile supuso que era un vino de Zimroel desconocido en el Monte del Castillo. Bebieron la botella entera, Nismile más que Sarise (ella le llenó el vaso repetidas veces) y cuando el vino se acabó salieron de la cabaña para hacer el amor en la fría y húmeda tierra próxima al río. Después dormitaron, hasta que ella le despertó de madrugada y le llevó a la cama. Pasaron el resto de la noche muy apretados, y por la mañana ella no mostró deseo alguno de irse. Fueron a la laguna para iniciar la jornada con un chapuzón. Se abrazaron de nuevo en el musgo azul turquesa. Luego Sarise llevó al pintor al gigantesco árbol de corteza donde se habían conocido, y le indicó una colosal fruta amarilla, de tres o cuatro metros de anchura, que había caído de las enormes ramas. Nismile la observó recelosamente. La fruta se había partido, y en su interior había una pulpa escarlata llena de inmensas semillas negras.
—Una duika —dijo Sarise—. Nos emborrachará.
Sarise se despojó de la túnica y la usó para envolver grandes trozos de fruta. Los llevaron a la cabaña y pasaron toda la mañana comiendo. Cantaron y rieron buena parte de la tarde. Para cenar frieron pescado cogido de la esclusa de Nismile. Más tarde, cogidos del brazo mientras observaban el descenso de la noche, Sarise le hizo mil preguntas sobre su pasado, sus cuadros, su infancia, sus viajes, el Monte del Castillo, las Cincuenta Ciudades, los Seis Ríos, la corte real de lord Thraym, el Castillo de incontables habitaciones. Las preguntas brotaron en torrente, una detrás de otra casi sin que Nismile tuviera tiempo de contestar la anterior. La curiosidad de Sarise era inagotable. Y ello sirvió también para apagar la curiosidad del pintor; aunque ansiaba saber muchas cosas sobre Sarise —todo— no tuvo oportunidad de preguntar, y no se preocupó más, ya que dudaba que ella le respondiera.
—¿Qué haremos mañana? —preguntó finalmente ella.
Y así se hicieron amantes. Los primeros días hicieron poca cosa más aparte de comer, nadar, abrazarse y devorar el embriagador fruto de los duikos. Nismile dejó de temer, tal como le había ocurrido al principio, que la mujer desapareciera tan inesperadamente como había llegado. El torrente de preguntas amainó al cabo de unos días, pero de todas formas Nismile decidió no aprovechar la ocasión; prefería no traspasar los misterios de Sarise.