—Necesito hacerlo. Necesito ver qué hay en mi alma, y la única forma de saberlo…
—Pinta el duiko, Therion. Pinta la cabaña.
—¿Por qué no quieres posar?
—La idea me desagrada.
—No me das una respuesta real. ¿Qué tiene de malo posar…?
—Por favor, Therion.
—¿Temes que te vea en el lienzo de una forma que te desagradara? ¿Es eso? ¿Que obtenga otra respuesta a mis preguntas cuando te retrate?
—Por favor.
—Déjame pintarte.
—No.
—Entonces dime una razón.
—No puedo dártela —dijo ella.
—En ese caso es imposible que te niegues. —Nismile sacó un lienzo de la mochila—. Ahí, en el prado, ahora mismo. Vamos, Sarise. Ponte junto al río. Sólo será un momento…
—No, Therion.
—Si me amas, Sarise, no te negarás.
Fue una torpe hazaña de chantaje, y Nismile se avergonzó por ello. Y Sarise se enojó, porque el pintor vio un áspero brillo en los ojos de su compañera, un brillo que no había visto hasta ese momento. Los dos se miraron durante un largo, tenso instante.
—Aquí, no, Therion —dijo ella por fin, en tono frío y desabrido—. En la cabaña. Dejaré que me retrates allí, ya que insistes.
Ninguno de los dos habló durante el resto del camino.
Nismile tuvo deseos de olvidar el asunto. Creía haber impuesto por la fuerza su voluntad, haber cometido una especie de ultraje, y casi ansiaba poder retirarse de la posición que había conquistado. Pero el retorno a la fácil armonía anterior entre los dos era imposible. Y él debía obtener la respuesta que precisaba. Muy nervioso, el pintor preparó el lienzo.
—¿Dónde me pongo? —preguntó Sarise.
—En cualquier parte. Junto al río. Junto a la cabaña.
Sarise se acercó a la cabaña con andar indolente y despacioso. Nismile inclinó la cabeza para dar su aprobación y, apenas sin ánimo, efectuó los preparativos finales antes de entrar en trance. Sarise le miraba con expresión de enojo. Brotaban lágrimas de sus ojos.
—¡Te amo! —gritó bruscamente el pintor.
Se sumió en el estado de trance, y lo último que vio antes de cerrar los ojos fue que Sarise alteraba su postura: la mujer puso fin a su taciturna indolencia, irguió los hombros, sus ojos cobraron repentino brillo y apareció una sonrisa en los labios.
Cuando Nismile abrió los ojos, el cuadro estaba terminado y Sarise miraba tímidamente al pintor desde la puerta de la cabaña.
—¿Cómo ha salido? —preguntó Sarise.
—Ven. Júzgalo tú misma.
Sarise se acercó. Examinaron juntos el cuadro, y al cabo de unos instantes Nismile pasó el brazo por los hombros de su compañera. Ésta se estremeció y se apretó al pintor. En el cuadro se veía una hembra con ojos humanos y nariz y labios metamorfos, sobre un fondo irregular y caótico de discordantes tonos rojos, anaranjados y rosas.
—¿Ya sabes lo que querías saber? —dijo en voz baja.
—¿Fuiste tú el metamorfo del prado? ¿Y las otras dos veces?
—Sí.
—¿Por qué?
—Me interesabas, Therion. Quería conocerte a fondo. Jamás había visto una persona como tú.
—Todavía no puedo creerlo —musitó Nismile.
Sarise señaló el cuadro.
—Créelo, Therion.
—No. No.
—Ahora conoces la respuesta.
—Sé que eres humana. El cuadro miente.
—No, Therion.
—Demuéstralo. Cambia de forma. Cambia ahora mismo. —Nismile la soltó y se apartó un poco—. Hazlo. Hazlo por mí.
Sarise le miró tristemente. Luego, sin transición perceptible, se convirtió en una réplica del pintor, igual que la vez anterior: la prueba definitiva, la irrebatible respuesta. Un músculo tembló violentamente en la mejilla de Nismile. Miró sin pestañear su propia imagen, y hubo un nuevo cambio: algo terrorífico y monstruoso, un ser de pesadilla que era un globo picado de viruelas, de piel grisácea y lacia, ojos grandes como platos y un pico negro en forma de gancho. Y después una tercera transformación: un metamorfo más alto que el pintor, con el pecho hundido, deforme. Y por fin apareció otra vez Sarise, con cascadas de pelo castaño rojizo, manos delicadas, firmes y fuertes muslos.
—No —dijo Nismile—. Eso no. Basta de imitaciones.
Sarise volvió a ser un metamorfo. Nismile asintió.
—Sí. Así está mejor. Quédate así. Es más hermoso.
—¿Hermoso, Therion?
—Me pareces hermosa. Así. Tal como eres. El engaño siempre es horrible.
Cogió la mano del metamorfo. Tenía seis dedos, muy largos y finos, sin uñas ni articulaciones visibles. La piel era sedosa y débilmente brillante, y no tenía el tacto esperado por Nismile. El pintor pasó las manos por aquel cuerpo, enjuto y prácticamente descarnado. Ella se quedó completamente inmóvil.
—Debo irme —dijo ella al fin.
—Quédate conmigo. Vive aquí en mi compañía.
—¿A pesar de todo?
—A pesar de todo. En tu forma verdadera.
—¿Sigues queriéndome?
—Muchísimo —dijo Nismile—. ¿Te quedarás?
—Cuando vine a verte la primera vez, fue para observarte, para estudiarte, para jugar contigo, incluso para burlarme de ti y hacerte sufrir. Eres el enemigo, Therion. Tu raza siempre ha sido el enemigo. Pero cuando empezamos a vivir juntos descubrí que no había motivos para odiarte. No a ti, como individuo especial, ¿comprendes?
Era la voz de Sarise que salía de unos labios extraños. Qué raro, pensó Nismile, es muy parecido a un sueño.
—Empecé a desear estar en tu compañía —dijo ella—. Para que el juego durara siempre, ¿comprendes? Pero el juego debía tener un final. Y sin embargo sigo deseando estar contigo.
—Entonces quédate, Sarise.
—Sólo si me quieres de verdad.
—Ya te lo he dicho.
—¿No te horrorizo?
—No.
—Vuelve a retratarme, Therion. Demuéstramelo con un cuadro. Muéstrame amor en el lienzo, Therion, y me quedaré.
Nismile la pintó día tras día, hasta que terminó los lienzos, y los colgó en el interior de la Cabaña: Sarise y el duiko, Sarise en el prado, Sarise en la lechosa niebla del atardecer, Sarise en el crepúsculo, verde sobre fondo púrpura. No hubo forma de preparar más lienzos, pese a que el pintor lo intentó. Pero era igual. Ambos realizaron juntos largos viajes de exploración, siguieron el curso de los ríos, fueron a lejanas partes de la jungla. Sarise le enseñó nuevos árboles y flores, las criaturas de la selva, dentudos lagartos, gusanos dorados y siniestros amorfibotes de voluminoso aspecto que pasaban los días durmiendo en fangosos lagos. Hablaron muy poco; la hora de responder preguntas había pasado y ya no hacían falta palabras.
Pasaron días, semanas, y en un territorio sin estaciones era difícil medir el paso del tiempo. Quizá fue un mes, quizá fueron seis. No encontraron a nadie. La jungla estaba repleta de metamorfos, explicó Sarise, pero todos se mantenían a distancia, y ella esperaba que la dejaran en paz para siempre.
Una tarde de constante llovizna Nismile fue a mirar las trampas, y al volver una hora más tarde supo inmediatamente que pasaba algo raro. Mientras se acercaba a la cabaña vio salir a cuatro metamorfos. Estaba seguro de que uno era Sarise, pero no sabía cuál de los cuatro.
—¡Un momento! —gritó mientras los cambiaspectos pasaban junto a él. Echó a correr detrás del grupo—. ¿Qué van a hacer con ella? ¡Suéltenla! ¿Sarise? ¿Sarise? ¿Quiénes son éstos? ¿Qué quieren?
Durante un instante un metamorfo cambió de aspecto, y Nismile vio a la joven del pelo castaño rojizo, pero sólo durante un instante. Después vio otra vez cuatro metamorfos que se deslizaban como espectros hacia las entrañas de la jungla. La lluvia se hizo más intensa, y el denso banco de niebla que cubrió la zona impidió la visibilidad. Nismile se detuvo al borde del claro, desesperado, aguzando el oído para captar sonidos pese al chapoteo de la lluvia y la fuerte palpitación del río. Creyó oír sollozos, creyó oír un grito de dolor, pero quizá fue un simple sonido de la jungla. Era imposible seguir a los metamorfos en una impenetrable zona de espesa niebla blanca.