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—Quiero pagar mi cuenta —dijo.

Reprimió el impulso de charlar. No era el momento de hacer ingeniosas observaciones que pudieran dejar huella en la memoria del yort. Paga la cuenta y lárgate enseguida, pensó Haligome. ¿Sabía el yort que el cliente de Stee había recibido una visita en su habitación? Bien, el yort no tardaría en olvidarse de ese detalle, igual que del cliente de Stee, si Haligome no le daba motivos para recordar. El empleado sumó las cifras y Haligome le entregó varias monedas. A la rutinaria frase «Esperamos volver a verle por aquí» Haligome contestó con otra igualmente manida, y salió a la calle, donde se apresuró a alejarse del río. Soplaba una fuerte brisa ladera abajo. La luz del sol era brillante y cálida. Haligome no había estado en Vugel desde hacía años, y en otras circunstancias habría dedicado algunas horas a visitar la famosa plaza engalanada con joyas, los famosos murales ejecutados por pintores espirituales y el resto de maravillas de la localidad, pero hacer un recorrido turístico estaba fuera de lugar. Llegó corriendo a la estación terminal y compró un billete de ida a Stee.

Miedo, incertidumbre, sentimiento de culpabilidad y vergüenza viajaron con él de ciudad en ciudad por la ladera del Monte del Castillo.

Las extensas y familiares cercanías de la gigantesca Stee le proporcionaron cierto reposo. Llegar al hogar significaba estar a salvo. Los sucesivos amaneceres de la entrada en Stee hicieron que Haligome se sintiera cada vez mejor. Allí estaba el caudaloso río que daba nombre a la ciudad, precipitándose con asombrosa velocidad Monte abajo. Allí estaban las lisas y relucientes fachadas de los Edificios Ribereños, con cuarenta pisos de altura y varios kilómetros de longitud. Allí estaba el puente de Kinniken, la torre de Thimin… ¡El hogar! La enorme vitalidad y poderío de Stee confortó a Haligome en gran medida.

Sintió que todo vibraba alrededor de él mientras iba de la estación central al barrio de las afueras donde vivía. Estando en una ciudad que había llegado a ser la mayor de Majipur (su inmensa expansión se debía al trato de favor recibido de un hijo de la ciudad, lord Kinniken, Corona del reino en ese tiempo) Haligome no podía temer las tenebrosas consecuencias, fueran las que fuesen, del alocado acto que acababa de cometer en Vugel.

Abrazó a su esposa, a sus dos jóvenes hijas, a su robusto hijo. Todos vieron sin dificultad la fatiga y la tensión del recién llegado, o así lo pareció, puesto que le trataron con exagerada delicadeza, como si el viaje le hubiera transformado en un hombre frágil. Le trajeron vino, la pipa, unas zapatillas; se mostraron enormemente solícitos, radiantes de amor y buenos deseos; no le hicieron preguntas sobre el desarrollo del viaje, y en lugar de eso le obsequiaron con los chismorreos locales. Pero Haligome no dio explicaciones hasta después de la cena.

—Creo que Gleim y yo hemos resuelto todos los problemas —dijo—. Hay motivos para estar esperanzados.

Incluso él estuvo a punto de creérselo. ¿Podrían culparle del asesinato si se limitaba a guardar silencio? Haligome no creía que hubiera testigos. Las autoridades no tendrían dificultad alguna para descubrir que él y Gleim habían acordado verse en Vugel —un terreno neutral— para discutir sus desavenencias comerciales, mas eso no probaba nada. «Sí, vi a Gleim en una posada cercana al río», diría Haligome. «Comimos, bebimos mucho vino y llegamos a un acuerdo, y después yo me fui. Debo decir que él se tambaleaba un poco cuando me marché.» Y el pobre Gleim, achispado y mareado después de haberse llenado la barriga con fuerte vino de Muldemar, debió asomarse demasiado a la ventana después de irse Haligome, quizá para ver a una pareja de nobles que navegaba por el río… No, no, no, que especulen ellos, pensó Haligome. «Nos vimos para comer y llegamos a un acuerdo, y luego me marché», y nada más. ¿Y quién podía demostrar que fue de otra forma?

Haligome volvió a su despacho el día siguiente y continuó su trabajo como si nada anormal hubiera ocurrido en Vugel. No podía complacerse en meditaciones sobre el crimen. Su situación era precaria: estaba al borde de la bancarrota, no podía pedir más créditos y su capacidad de endeudamiento había sufrido considerable merma. Todo ello por culpa de Gleim. Pero cuando un comerciante distribuye productos de mala calidad, sufrirá durante largo tiempo aunque sea completamente inocente. No habiendo obtenido satisfacción alguna de Gleim —y ya era imposible obtenerla— el único recurso de Haligome era luchar con intensa dedicación para recuperar la confianza de quienes recibían instrumentos de precisión distribuidos por él, y al mismo tiempo para contener a los acreedores hasta que la situación recuperara el equilibrio.

Mantener a Gleim fuera de sus pensamientos fue difícil. Durante los días que siguieron el nombre del fallecido se mencionó con frecuencia, y Haligome tuvo que hacer grandes esfuerzos para ocultar sus reacciones. Todo el mundo parecía comprender que Gleim había tomado por tonto a Haligome, y todo el mundo trataba de mostrar sus simpatías. Ello era alentador por sí mismo. Pero que todas las conversaciones giraran en torno a Gleim —las iniquidades de Gleim, el carácter vengativo de Gleim, la tacañería de Gleim— era excesivo y desequilibraba constantemente a Haligome. Aquel apellido era como un detonante: ¡Gleim!, y Haligome se quedaba rígido. ¡Gleim!, y latían los músculos de sus mejillas. ¡Gleim!, y escondía las manos como si en ellas llevara las huellas del efluvio del muerto. Haligome imaginaba que, en un momento de franco cansancio, diría a un cliente: «Yo le maté, ¿sabe usted? Lo tiré por una ventana cuando nos vimos en Vugel.» ¡Con qué facilidad brotarían las palabras de sus labios si no lograba controlarse!

Haligome pensó en hacer una peregrinación a la Isla para purificar su alma. Más adelante, quizá: no ahora, porque debía dedicar todas las horas que estuviera despierto a sus negocios, o su empresa quebraría y su familia se vería sumida en la pobreza. Haligome pensó también llegar rápidamente a cierto acuerdo con las autoridades que le permitiera expiar el crimen sin interrumpir sus actividades comerciales. Una multa, tal vez, aunque… ¿cómo iba a pagarla en estos momentos? Además, ¿le perdonarían con tanta facilidad? Finalmente no hizo nada excepto esforzarse en apartar el crimen de su cabeza, y todo pareció ir bien durante la primera semana, los diez primeros días. Después empezaron los sueños.

El primero se produjo la noche del Día Estelar de la segunda semana de verano, y Haligome supo al instante que era un envío tenebroso y doloroso. Ocurrió durante el tercer período de sueño de esa noche, el período más profundo poco antes del ascenso de la mente hacia el alba, y Haligome se encontró atravesando un campo de fulgurantes y resbalosos dientes amarillos que se agitaban y revolvían bajo sus pies. El ambiente estaba viciado, era una atmósfera pantanosa con un depresivo tinte grisáceo. Viscosas tiras de una substancia áspera y carnosa pendían del cielo; estas tiras rozaban las mejillas y los brazos de Haligome y dejaban pegajosas señales que ardían y vibraban. Haligome notó un zumbido en sus oídos: el severo y tenso silencio de un maligno envío, con la sensación de que el mundo entero se asfixia dentro de una bolsa demasiado cerrada, y muy lejos una risa burlona. Una luz cuyo brillo era intolerable chamuscó el cielo. Haligome estaba atravesando una planta boca, un espantoso monstruo carnívoro abundante en el distante Zimroel, que él vio una vez en el Pabellón de Kinniken durante una exhibición de curiosidades. Pero aquella vez se trataba de ejemplares de tres o cuatro metros de diámetro, mientras que el de su sueño tenía las dimensiones de un gran barrio urbano, y Haligome se hallaba atrapado en el diabólico centro, corriendo con la máxima velocidad posible para evitar caer en los despiadados dientes.