Haligome apenas pudo atender su negocio. Los acreedores no le dejaban en paz, los fabricantes se negaban a darle más crédito y las quejas de los clientes remolineaban alrededor de Haligome igual que hojas de otoño muertas y marchitas. En secreto, Haligome investigó en las bibliotecas en busca de información sobre el Rey de los Sueños y los poderes de éste, como si hubiera contraído una enfermedad desconocida y tuviera que documentarse ampliamente. Pero la información era escasa y obvia; el Rey era una entidad del gobierno, un Poder de igual autoridad que el Pontífice, la Corona y la Dama de la Isla, y durante cientos de años su misión había consistido en imponer castigos a los culpables.
No se me ha juzgado, protestó en silencio Haligome…
Pero él sabía que no era preciso juicio alguno, y que el Rey también estaba en conocimiento de ese detalle. Los horrorosos sueños prosiguieron, machacaron el alma de Haligome, le exacerbaron los nervios, y el comerciante comprendió que no había esperanza de resistirse a estos envíos. Su vida en Stee estaba acabada. Un instante de irreflexión y se había convertido en un proscrito, condenado a errar por la vasta superficie del planeta en busca de un lugar donde ocultarse.
—Necesito descanso —explicó a su esposa—. Estaré fuera uno o dos meses, y recuperaré la paz interna.
Llamó a su hijo (ya era casi un hombre, podía enfrentarse a las responsabilidades) y le entregó las riendas del negocio; en sólo una hora enseñó al muchacho una lista de máximas que a él le había costado media vida aprender. Luego, con el escaso dinero que logró exprimir de su disminuidísimo activo, abandonó su espléndida ciudad natal en un flotador de tercera clase con destino a Normork, en el círculo de las Ciudades de la Falda y cerca del pie del Monte del Castillo. Cuando llevaba una hora de viaje decidió que nunca volvería a llamarse Sigmar Haligome y que su nuevo nombre sería Miklan Forb. ¿Bastaría eso para desviar la fuerza del Rey de los Sueños ?
Quizá sí. El vehículo flotante recorrió la faz del Monte del Castillo, descendió perezosamente de Stee a Normork pasando por Amanecer Bajo, el llano de Bibiroon y la Barrera de Tolingar. Todas las noches, en la hospedería correspondiente, Haligome se acostaba aferrado a la almohada, aterrorizado; pero sólo tuvo los ordinarios sueños de un hombre cansado e inquieto, sin la peculiar, desagradable intensidad que caracterizaba los envíos del Rey. Fue muy placentero observar que los jardines de la Barrera de Tolingar eran simétricos y perfectamente pulcros, no como los horribles desiertos de los sueños de Haligome. El comerciante empezó a sosegarse un poco. Comparó los jardines con las imágenes de sus sueños, y le sorprendió comprobar que el Rey le había ofrecido una vista soberbia, detallada y precisa de esos jardines antes de transformarlos en horror, en un horror superlativo. Pero él nunca los había visto, detalle indicativo de que el envío había transmitido a su cerebro toda una colección de nuevos datos, en tanto que los sueños ordinarios se limitaban a evocar cosas que ya estaban en la mente.
Con ello se aclaraba una duda que había preocupado a Haligome. Él no sabía si el Rey se limitaba a liberar los detritos de su subconsciente, a revolver las lóbregas entrañas desde lejos, o si introducía imágenes en su cerebro. No había duda de que el segundo supuesto era el verdadero. Pero de esa forma se planteaba otro problema respecto a las pesadillas; ¿estaban ideadas para Sigmar Haligome en especial, tramadas por especialistas para despertar los terrores de ese individuo concreto? Era imposible que en Suvrael hubiera personal suficiente para realizar esa tarea. Pero suponiendo que lo hubiera, ello significaba que Haligome estaba sometido a estrecha vigilancia, y era absurdo pensar que él disponía de medios para esconderse. Haligome prefirió creer que el Rey y sus esbirros poseían una lista de pesadillas típicas (enviadle los dientes, enviadle los enormes y grasientos grumos, enviadle el mar de fuego) que se usaban una detrás de otra con todos los malhechores, una operación impersonal y mecánica. En ese mismo instante tal vez estaban enviando espeluznantes fantasmas a la vacía almohada de su hogar en Stee.
Pasó por Dundilmir y Stipool antes de llegar a Normork, la tétrica y hermética ciudad amurallada que descansaba en los formidables colmillos de la cresta que llevaba su nombre. Hasta ese momento Haligome no había pensado de un modo consciente que Normork, con la enorme circunvalación de bloques de negra piedra, tenía las cualidades apropiadas de un escondite: protegida, segura, inexpugnable. Pero ni siquiera los muros de Normork podían contener los vengativos dardos del Rey de los Sueños, comprendió Haligome.
La Puerta de Dekkeret, un ojo en el muro de quince metros de altura, estaba abierta como siempre. Era la única brecha de la fortificación, hecha con pulida madera negra unida mediante tiras de hierro, y su valor era incalculable. Haligome hubiera preferido que estuviera cerrada y mejor aún con una cerradura triple. Pero la gran puerta se hallaba abierta, porque lord Dekkeret, que ordenó la construcción en el trigésimo año de su afortunado reinado, decretó que sólo se cerraría cuando el mundo estuviera en peligro, y en esos momentos, bajo la dichosa tutela de lord Kinniken y el Pontífice Thimin, todo florecía en Majipur… salvo la atormentada alma de Sigmar Haligome, que ahora se llamaba Miklan Forb. Con su nuevo nombre encontró alojamiento poco costoso en el barrio próximo a la ladera; desde ahí el Monte se erguía hacia arriba como un segundo muro de inmensurable altura. Con su nuevo nombre aceptó un empleo para formar parte de la cuadrilla de mantenimiento que día tras día patrullaba el muro de la ciudad para arrancar la tenaz cizaña de alambre que brotaba entre las piedras no argamasadas. Con su nuevo nombre la somnolencia le sorprendió todas las noches temeroso de lo que pudiera ocurrir, pero lo que ocurrió, semana tras semana, fue que tuvo las confusas y absurdas fantasías de los sueños ordinarios. Durante nueve meses vivió oculto en Normork, preguntándose si por fin habría escapado a la mano de Suvrael. Y una noche, después de una placentera cena y una botella de excelente vino escarlata de Bannikanniklole, se dejó caer en la cama sintiéndose contento por primera vez desde el funesto encuentro con Gleim. Se durmió sin recelo alguno, y llegó un envío del Rey que asió su alma por la garganta y la flageló con monstruosas imágenes de carne derretida y ríos de légamo. Cuando el sueño acabó de incordiarle, Haligome despertó anegado en lágrimas, porque sabía que no podía esconderse durante mucho tiempo del vengativo Poder que le perseguía.
Sin embargo, la vida como Miklan Forb le había proporcionado nueve meses de paz. Con sus escasos ahorros compró un billete para bajar a Amblemorn, donde se convirtió en Degrial Gilalin, y ganó diez coronas semanales cazando pájaros con liga en las posesiones de un príncipe local. Gozó de cinco meses de libertad del tormento, hasta la noche en que un sueño le trajo el crujido del silencio, la furia de una luz ilimitada y la visión de un arco formado por ojos separados del cuerpo que se extendía igual que un puente a través del universo, y todos los ojos le miraban a él. Viajó por el río Glayge hasta Makroprosopos, donde vivió sano y salvo durante un mes haciéndose pasar por Ogvorn Brill… antes de la llegada de un sueño de cristales de ardiente metal que se multiplicaban como cabellos en su garganta. Recorrió el árido interior formando parte de una caravana que iba a la ciudad comercial de Sisivondal, un trayecto que debía durar once semanas. El Rey de los Sueños le encontró en la séptima semana del viaje y le obligó a echar a correr dando gritos durante la noche, hasta que se enredó en unos matorrales de plantas puño de látigo, y no fue ningún sueño, porque Haligome se encontró lleno de sangre e hinchazones cuando por fin logró librarse de las plantas, y tuvieron que llevarle al pueblo más cercano para recibir medicación. Sus compañeros de viaje se enteraron así de que recibía envíos del Rey, y le abandonaron. Pero finalmente llegó a Sisivondal, un lugar insulso y monocromo, tan distinto a las espléndidas ciudades del Monte del Castillo que Haligome se echaba a llorar todas las mañanas en cuanto lo veía. Pero a pesar de todo permaneció allí seis meses sin que hubiera incidentes. Después volvieron los sueños y le empujaron hacia el oeste, un mes aquí y seis semanas allí. Nueve ciudades y otras tantas identidades. Acabó en Alaisor, un puerto de mar donde gozó de un año de tranquilidad con el nombre falso de Badril Maganorn mientras destripaba pescado en un mercado del puerto. Pese a sus presentimientos, Haligome empezó a creer que el Rey había terminado con él, y especuló con la posibilidad de volver a su vieja vida en Stee, ciudad de la que llevaba ausente casi cuatro años. ¿No bastaban cuatro años de castigo para un crimen no premeditado, casi accidental?