Era evidente que no. Cuando empezaba su segundo año en Alaisor, Haligome percibió el familiar zumbido ominoso de un envío que sonaba entre las paredes de su cráneo, y el sueño que llegó hizo que todos los anteriores parecieran obras escénicas para niños. El sueño comenzó en el monótono desierto de Suvrael, donde Haligome ocupaba un escabroso pico. Desde su posición veía un valle reseco y ajado y más allá un bosque de sigupos. El bosque despedía una emanación fatal para todo tipo de vida que se encontrara en un radio de quince kilómetros, incluyendo confiados pájaros e insectos que sobrevolaban las gruesas ramas. También vio a su esposa y a sus hijos, que caminaban por el valle hacia los mortíferos árboles. Corrió hacia ellos, sobre una arena que se pegaba como melaza. Los árboles se agitaron, atrajeron a los caminantes, y los seres queridos de Haligome fueron engullidos por la siniestra refulgencia, cayeron y se esfumaron por completo. Pero él siguió avanzando hasta que se encontró en el torvo perímetro. Suplicó la muerte, pero él era el único ser vivo inmune a los árboles. Se adentró en la arboleda y vio que todos los árboles estaban aislados y muy separados unos de otros sin que creciera nada entre ellos; ni un matorral, ni una enredadera, ni una brizna de hierba, sólo una larga y deforme sucesión de árboles sin hojas, estacas en medio de nada. A eso se reducía el sueño, pero su carga de pavor superaba con mucho las extravagantes imágenes que Haligome había soportado hasta entonces. El sueño se alargó interminablemente. Haligome, afligido y solitario, vagó entre los pelados árboles igual que en un sofocante vacío, y al despertar tenía el rostro arrugado y los ojos le temblaban como si hubiera envejecido diez años de la noche a la mañana.
Estaba totalmente derrotado. Huir era inútil, ocultarse era fútil. Estaba vinculado para siempre al Rey de los Sueños.
Había perdido la fuerza para continuar creándose vidas e identidades en refugios temporales. Cuando el alba se llevó de su espíritu el terror del bosque del sueño, Haligome marchó dando tumbos al templo de la Dama en las montañas de Alaisor, y solicitó autorización para efectuar la peregrinación a la Isla del Sueño. Se presentó como Sigmar Haligome. ¿Qué le quedaba por ocultar?
Le aceptaron, como a cualquier persona, y a su debido tiempo se embarcó con otros peregrinos con rumbo a Numinor, en el lado noreste de la Isla. Ocasionales envíos le acosaron durante la travesía, unos simplemente irritantes, otros de terrible impacto. Pero cuando despertaba tembloroso y sollozante siempre había otros peregrinos que le consolaban. Además, puesto que había entregado su vida a la Dama, los sueños, incluso los peores, tenían poca importancia. El principal dolor que causaban los envíos, y Haligome lo sabía perfectamente, consistía en el desorden de la vida cotidiana del individuo: la sensación de acoso, de extrañeza, pero careciendo de vida independiente no podía temer desorden alguno. ¿Qué podía importarle que al abrir los ojos le aguardara una mañana de temblores? Haligome ya no era un distribuidor de instrumentos de precisión, ni arrancaba brotes de cizaña de alambre, ni cazaba pájaros con liga. No era nada, no era nadie, carecía de personalidad que defender contra las incursiones de su enemigo. Sometido a una ráfaga de envíos, un extraño tipo de paz le dominaba.
En Numinor Haligome fue admitido en la Terraza de Evaluación, el borde externo de la Isla, donde él pensaba pasar el resto de su vida. La Dama iba atrayendo a los peregrinos paso a paso, de acuerdo con el ritmo de invisible progreso interno que demostraban, y una persona con el alma manchada por un asesinato podía permanecer siempre en los límites del sagrado dominio desempeñando un papel secundario. No había problema. Haligome sólo deseaba escapar de los envíos del Rey, y su esperanza era que tarde o temprano la Dama le protegería y Suvrael le olvidaría.
Ataviado con las blandas vestiduras de los peregrinos, Haligome trabajó como jardinero en la terraza más externa durante seis años. Su cabello se volvió blanco, su espalda se encorvó. Aprendió a diferenciar los brotes de mala hierba del resto de brotes. Al principio tuvo que sufrir envíos mensuales o bimensuales, y luego con menos frecuencia, y aunque no lograba librarse de ellos, los sueños fueron perdiendo importancia para él, como punzadas de una herida antigua. De vez en cuando pensaba en su familia, que sin lugar a dudas debía creerle muerto. También recordaba a Gleim, siempre paralizado de asombro, suspendido en el aire antes de caer hacia la muerte. ¿Había existido una persona llamada Gleim? ¿Era cierto que Haligome había asesinado a ese hombre? Todo parecía irreal, terriblemente alejado en el tiempo. Haligome no sentía culpabilidad por un crimen cuya existencia empezaba a dudar. Pero recordaba una discusión de negocios, la arrogante negativa del otro comerciante a considerar su alarmante dilema, y un instante de ciega cólera que le impulsó a dejar fuera de combate a su enemigo. Sí, sí, era cierto. Y tanto Gleim como yo, pensó Haligome, perdimos la vida en ese momento de furia.
Haligome cumplió sus tareas fielmente, meditó, visitó a las oráculos (la visita era obligada, aunque ellas jamás hacían comentarios o interpretaciones) y recibió instrucción sagrada. Durante la primavera del séptimo año le autorizaron a pasar a la siguiente etapa de la peregrinación, la Terraza de Iniciación, y allí permaneció mes tras mes mientras otros peregrinos pasaban a la Terraza de los Espejos. Apenas hablaba, no hacía amistades, y aceptaba resignado los envíos que continuaban llegándole a intervalos muy espaciados.
Durante su tercer año en la Terraza de Iniciación Haligome reparó en un hombre de edad madura que le observaba mientras comía, un hombre bajito y frágil de apariencia curiosamente familiar. El recién llegado sometió a estrecha vigilancia a Haligome durante dos semanas, y finalmente la curiosidad del vigilado fue tan enorme que le hizo reaccionar. Haligome hizo preguntas y averiguó que aquel hombre se llamaba Goviran Gleim.
Lógico. Haligome habló con él durante una hora de asueto.
—¿Haría el favor de contestar una pregunta?
—Si puedo hacerlo…
—¿Procede usted de la ciudad de Gimkandale, en el Monte del Castillo?
—Sí —dijo Goviran Gleim—. ¿Y usted es de Stee?
—Sí —dijo Haligome.
Ambos guardaron silencio unos instantes.
—¿Ha estado persiguiéndome todos estos años? —dijo por fin Haligome.
—Oh, no. En absoluto.
—¿Es simple coincidencia que ambos estemos aquí?
—Creo que no existe nada llamado coincidencia —dijo Goviran Gleim—. Si llegué al lugar donde estaba usted no fue porque yo lo pretendiera.
—¿Sabe quién soy, conoce mi culpa?
—Sí.
—¿Y qué desea de mí? —preguntó Haligome.