En Narabal, Thesme encontró ojos inquisitivos que la miraban en cuanto volvía la cabeza: todo el mundo miraba, como si ella se hubiera presentado desnuda. Todos sabían quién era —la loca Thesme que había huido a la jungla—, y le dedicaron sonrisas y saludos y le preguntaron cómo le iban las cosas, y detrás de esas agradables trivialidades había unos ojos fijos, penetrantes y hostiles que la taladraban, que pretendían extraer las ocultas verdades de su vida. ¿Por qué nos desprecias? ¿Por qué te has apartado de nosotros? ¿Por qué compartes tu casa con un repelente reptil? Y Thesme devolvió sonrisas y saludos y dijo cosas como «Me alegra volver a verle» y «Todo va bien». Y replicó a los sondeadores ojos, Yo no odio a nadie, sólo me hacía falta huir de mí misma, estoy ayudando al gayrog porque ya es hora que ayudara a alguien y él se presentó por casualidad. Pero ellos no lo entenderían nunca.
No había nadie en casa de su madre. Entró en su antigua habitación y llenó la mochila de libros y cubos, y registró a fondo el botiquín para coger medicamentos que le parecieron útiles para Vismaan: uno para reducir la inflamación, uno para acelerar la curación, un específico para fiebre alta y otros que probablemente serían inútiles para un no humano… pero valía la pena probarlo, pensó Thesme. Erró por la casa, que ya le parecía extraña pese a que había pasado en ella casi toda su vida. Suelos de madera en vez de hojas esparcidas… ventanas realmente transparentes… puertas con bisagras… un limpiador, ¡un limpiador mecánico con botones y palancas! Todos los objetos civilizados, las mil y una modestas cosillas que la humanidad inventó hacía muchos miles de años en otro mundo, los inventos de que Thesme había huido despreocupadamente para vivir en su humilde choza con hojas vivas brotando de las paredes…
—¿Thesme?
Levantó la cabeza, sorprendida. Su hermana Mirifaine había entrado. Era su gemela, hasta cierto punto: la misma cara, los mismos brazos y piernas largos y delgados, el mismo cabello castaño, pero diez años mayor, diez años más adaptada a las normas de su vida, una mujer casada, madre, una persona que trabajaba duro. A Thesme siempre le había resultado angustioso mirar a Mirifaine. Era igual que mirarse en un espejo y verse vieja.
—Necesitaba algunas cosas —dijo Thesme.
—Confiaba en que decidieras regresar a casa.
—¿Para qué?
Mirifaine se dispuso a replicar —seguramente alguna homilía típica, acerca de reanudar la vida normal, adaptarse a la sociedad y ser útil, etcétera, etcétera— pero Thesme vio que su hermana cambiaba de rumbo sin decir nada de eso.
—Te echamos de menos, cariño —dijo por fin Mirifaine.
—Hago lo que debo hacer. Me alegro de verte, Mirifaine.
—¿Ni siquiera te quedarás esta noche? Mamá volverá pronto… le encantaría encontrarte aquí para cenar…
—Me espera un largo camino. No puedo perder más tiempo aquí.
—Tienes buen aspecto, ¿sabes? Bronceada, saludable… Supongo que ser una ermitaña te sienta bien, Thesme.
—Sí. Muy bien.
—¿No te importa vivir sola?
—Lo adoro —dijo Thesme. Empezó a preparar la mochila—. Bueno, ¿cómo estás tú?
Un encogimiento de hombros.
—Igual. A lo mejor me voy a Til-omon una temporada.
—Qué suerte.
—Creo que sí. No me importaría pasar unas vacaciones fuera de la zona de mildiú. Holthus ha estado todo el mes trabajando allí en un gran proyecto para construir nuevas poblaciones en las montañas… viviendas para los no humanos que llegan. Él quiere que yo vaya con los niños, y creo que lo haré.
—¿No humanos? —dijo Thesme.
—¿No has oído hablar de ellos?
—Cuéntame.
—Los seres de otros planetas que vivían más al norte han empezado a desplazarse hacia aquí. Hay unos que parecen lagartos con brazos y piernas humanos, y están interesados en levantar granjas en las junglas.
—Gayrogs.
—¿Así que has oído hablar de ellos? Y hay otra raza, gente muy peluda y llena de verrugas, con cara de rana y piel de color gris oscuro. Holthus dice que actualmente ocupan todos los puestos administrativos en Pidruid: inspectores de aduanas, escribientes en mercados y cosas parecidas. Bueno, también están contratándolos aquí, y Holthus y gente de cierto gremio de Til-omon planean alojarlos tierra adentro…
—¿Para que no puedan oler las ciudades de la costa?
—¿Qué? Oh, supongo que eso es parte del plan… nadie sabe cómo se adaptarían a Narabal, al fin y al cabo… Pero lo que yo creo es que en Narabal no tenemos acomodo para un montón de emigrantes, y supongo que pasará lo mismo en Til-omon. Por eso…
—Sí, entiendo —dijo Thesme—. Bueno, besos a todos. Tengo que volver. Espero que disfrutes tus vacaciones en Til-omon.
—Thesme, por favor…
—¿Por favor qué?
—¡Eres tan brusca, tan reservada, tan fría! —dijo tristemente Mirifaine—. Han pasado meses desde la última vez que te vi, y te cuesta soportar mis preguntas. Me tratas con tanto enfado… ¿Por qué ese enfado, Thesme? ¿Alguna vez te he hecho daño? ¿No he sido siempre cariñosa? ¿Igual que los demás? Eres un misterio enorme, Thesme.
Thesme sabía que era inútil intentar explicarse una vez más. Nadie la comprendía, nadie la comprendería, y menos que nadie los que decían que la querían.
—Digamos que es una rebelión de adolescente que llega con retraso, Miri —dijo, esforzándose en reflejar calma en su voz—. Todos fuisteis buenos conmigo. Pero nada iba bien y tuve que marcharme. —Apoyó suavemente los dedos en el brazo de su hermana—. Quizá regrese uno de estos días.
—Eso espero.
—No esperes que sea pronto. Saluda a todos de mi parte —dijo Thesme, y salió de la casa.
Recorrió la ciudad apresuradamente, nerviosa y tensa, temerosa de toparse con su madre o con algún antiguo amigo, y en especial con sus ex amantes. Y mientras hacía las compras miró alrededor furtivamente, como una ladrona, y en más de una ocasión se metió en una callejuela para evitar encontrarse con alguien que no deseaba ver. El encuentro con Mirifaine había sido desagradable. No había comprendido, hasta que Mirifaine lo dijo, que reflejaba enojo. Pero Miri tenía razón, sí. Thesme aún sentía en su interior el apagado, palpitante residuo de furia. Esta gente, estos tipos insignificantes y aburridos con sus miserables ambiciones, temores y prejuicios, agotando las miserables rutinas de sus días sin sentido… esta gente la encolerizaba. Se propagaban por Majipur igual que una plaga, iban dando bocados a bosques no señalizados en los mapas, miraban asombrados el enorme e inatravesable océano, fundaban lodosas y horribles ciudades en medio de increíbles bellezas y ni una sola vez se preguntaban por qué hacían todo eso. Ése era el peor detalle: la naturaleza insulsa y despreocupada de aquella gente. ¿Alguna vez miraban las estrellas y se preguntaban el significado de lo que veían, de la oleada de humanidad surgida de la Vieja Tierra, de esta réplica del mundo materno en un millar de planetas conquistados? ¿Se preocupaban por eso? Majipur podía ser la Vieja Tierra, daba igual, excepto que ésta era una cáscara agotada, deslustrada, saqueada y olvidada, y aquél, incluso después de siglos y más siglos de ocupación humana, todavía era hermoso. Pero hacía mucho tiempo la Vieja Tierra había sido tan hermosa como Majipur, indudablemente; y dentro de otros cinco mil años Majipur acabaría igual, con horribles ciudades extendiéndose cientos de kilómetros por cualquier parte que observaras, tráfico por todos sitios, suciedad en los ríos, animales aniquilados y los pobres y embaucados cambiaspectos encerrados en aisladas reservas. Los viejos errores cometidos una vez más en un mundo virgen. Thesme bullía de indignación, una indignación tan violenta que se sorprendió. Hasta ese momento no había comprendido que su reyerta con el mundo era tan cósmica. Había achacado sus problemas a fallidas aventuras amorosas, simples nervios y confusas metas personales, pero no al airado descontento con todo el universo humano que de un modo tan repentino la había sobrecogido. Y sin embargo la rabia conservaba su fuerza dentro de Thesme. Sintió el deseo de coger Narabal y hundir la ciudad en el océano. Pero no podía hacerlo, no podía cambiar nada, no podía frenar un instante la extensión de lo que otros denominaban «civilización». Su única posibilidad era huir, volver a su jungla, a las enmarañadas lianas, al ambiente húmedo y neblinoso y las tímidas criaturas de los pantanos, volver a su choza, con el inválido gayrog que formaba parte de la marea que abrumaba al planeta pero al que estaba dispuesta a cuidar e incluso apreciar. Sus compañeros de raza sentían disgusto y hasta odio por los gayrogs, de manera que Thesme usaría a ese ser para diferenciarse de ellos. Y además, el gayrog tenía necesidad de ella en ese momento, y era la primera vez que alguien la necesitaba.