Выбрать главу

Probablemente no, decide Hissune. Su excitación se apaga, su fría personalidad racional recupera el dominio. Si ve a lord Valentine durante la visita de éste, será extraordinario. Y si lord Valentine le recuerda, será un milagro. Seguramente la Corona entrará y saldrá del Laberinto sin ver a nadie aparte de los ministros del Pontífice. Hay rumores de que el monarca partió en majestuosa procesión con destino a Alaisor, y de ahí a la Isla para visitar a su madre, y ese itinerario hace obligatorio un alto en el Laberinto. Pero Hissune sabe que los monarcas tienen tendencia a no gozar de las estancias en el Laberinto, un lugar que les recuerda el desagradable alojamiento que les espera cuando llegue la hora de acceder al pontificado. Y también sabe que el Pontífice Tyeveras es un espectro, un hombre más muerto que vivo, perdido en inescrutables sueños dentro del capullo de los mecanismos que sustentan su vida, incapaz de hablar como un ser racional, un símbolo más que un hombre, que tendría que estar enterrado desde hace muchos años pero cuya vida se mantiene para prolongar la época de lord Valentine como Corona. Se trata de una solución apropiada para lord Valentine e, indudablemente, para Majipur, piensa Hissune. Pero no tan apropiada para el anciano Tyeveras. Tales asuntos, empero, no conciernen a Hissune. Regresa al Registro de Almas sin dejar de especular en vano sobre la próxima visita de la Corona. Distraído, solicita una cápsula, y aparece la grabación sobre una ciudadana de Ni-moya. El principio es tan poco prometedor que Hissune está a punto de rechazar la cápsula, pero ansia echar una ojeada a la gran ciudad del otro continente. Para conocer Ni-moya Hissune se da el placer de llevar la vida de la propietaria de una tienda… y pronto deja de lamentarse.

1

La madre de Inyanna fue tendera en Velathys durante toda su vida, igual que su abuela materna, y tal parece que ése va a ser el destino de la misma Inyanna. Ni su madre ni la madre de su madre se habían lamentado de llevar esa vida, pero Inyanna, única propietaria a sus diecinueve años, creía que la tienda era un peso agobiante que destrozaba su espalda, una joroba, una presión intolerable. A menudo pensaba en vender la tienda y encontrar su verdadero destino en otra ciudad lejana, en Piliplok, en Pidruid, incluso en la gran metrópoli de Ni-moya, en el distante norte cuyas maravillas superaban la imaginación de cualquier persona que no las hubiera contemplado.

Pero los tiempos eran malos, los negocios progresaban con lentitud e Inyanna no veía posibles compradores en el horizonte. Además, la tienda había sido el centro de la vida familiar durante varias generaciones, y abandonarla no resultaba fácil a pesar de lo odiosa que había llegado a ser. Así las cosas, Inyanna se levantaba todas las mañanas al amanecer, salía a la adoquinada terraza y se zambullía en el tanque de piedra lleno de agua de lluvia que tenía allí para bañarse. Después se vestía, desayunaba pescado ahumado y vino, y bajaba a la tienda para abrirla. Era un negocio de artículos diversos; rollos de tela, cacharros de arcilla procedentes de la costa meridional, barriles de especias, frutas en conserva, jarras de vino, la afilada cuchillería de Narabal, filetes de costosa carne de dragón marino, relucientes linternas de filigrana hechas en Til-omon y muchos artículos más. En Velathys había infinidad de tiendas similares, y ninguna era particularmente próspera. Desde la muerte de su madre, Inyanna se ocupaba de la contabilidad, renovaba las existencias, barría el suelo, sacaba brillo a los mostradores y cumplimentaba impresos y autorizaciones gubernamentales, y estaba harta de todo ello. Pero ¿qué otras posibilidades de vida había? Ella era una chica insignificante que vivía en una insignificante ciudad rodeada de montañas y muy lluviosa, y no tenía esperanza alguna de que su situación cambiara en los próximos sesenta o setenta años.

Tenía pocos clientes humanos. Durante décadas, ese barrio de Velathys había estado ocupado por yorts y líis… y también por bastantes metamorfos, puesto que la provincia metamorfa de Piurifayne se hallaba al otro lado de la cordillera del norte de la ciudad y un considerable número de cambiaspectos se había infiltrado en Velathys. Inyanna no se asustaba de nadie, ni siquiera de los metamorfos, que ponían nerviosos a casi todos los humanos. Lo único que lamentaba de su clientela era que no podía ver a los miembros de su raza; y por tal razón, a pesar de que era esbelta y atractiva, alta, pelirroja y con unos llamativos ojos verdes, apenas encontraba algún pretendiente y jamás había conocido un hombre que quisiera vivir con ella. Compartir la tienda con alguien habría suavizado mucho el trabajo. Por otra parte, ello le costaría buena parte de su libertad, sin olvidar la libertad de soñar en una época en que no fuera tendera en Velathys.

Un día, después de las lluvias del mediodía, dos desconocidos entraron en la tienda. Eran los primeros clientes desde hacía horas. El primero era bajito y rechoncho, un redondeado tocón de árbol más que un hombre, y el segundo pálido, enjuto y alargado, con un famélico semblante lleno de bultos y ángulos, con el aspecto de una criatura de rapiña de las montañas. Ambos vestían pesadas túnicas blancas con cintos de brillante color naranja, una moda que al parecer era normal en las grandes ciudades del norte, y observaron el establecimiento con las rápidas y desdeñosas miradas típicas de alguien acostumbrado a una calidad muy superior de mercancías.

—¿Es usted Inyanna Forlana? —dijo el bajito.

—Sí.

El hombrecillo consultó un documento.

—¿Hija de Forlana Hayorn, a su vez hija de Hayorn Inyanna?

—Soy la persona que buscan. ¿Puedo preguntar…?

—¡Por fin! —gritó el alto—. ¡Qué persecución tan larga y tan monótona! ¡Si supiera el tiempo que llevamos buscándola! Río arriba hasta Khyntor, después hasta Dulorn, cruzamos esas malditas montañas (¿nunca deja de llover aquí?) y luego de casa en casa, de tienda en tienda, por toda Velathys haciendo preguntas y más preguntas…

—¿Y me buscan a mí?

—Si puede demostrar su abolengo, sí.

Inyanna hizo un gesto de indiferencia.

—Tengo documentos. Pero ¿qué quieren de mí?

—Permítanos presentarnos —dijo el bajito—. Yo soy Vezan Ormus y mi colega se llama Steyg, y ambos somos delegados de su majestad el Pontífice Tyeveras en la Sección de Validación de Ni-moya. —Vezan Ormus sacó un manojo de documentos de un bolso de cuero de elegante acabado. Los revolvió deliberadamente y añadió—: La hermana mayor de su abuela era una tal Saleen Inyanna que, durante el vigésimotercer año del pontificado de Kinniken, siendo Corona lord Ossier, se estableció en la ciudad de Ni-moya y contrajo matrimonio con un tal Helmyot Gavoon, primo en tercer grado del duque.

Inyanna le miró inexpresivamente.

—No sé nada de esa gente.

—No nos sorprende —dijo Steyg—. Fue hace varias generaciones. Y sin duda hubo poca relación entre las dos ramas de la familia, dado el enorme abismo que representaba la distancia y la diferencia de posición social.

—Mi abuela nunca mencionó que tenía parientes ricos en Ni-moya —dijo Inyanna.

Vezan Ormus tosió y buscó un documento.

—Olvidemos ese detalle. De la unión de Helmyot Gavoon y Saleen Inyanna nacieron tres criaturas, y la mayor, una mujer, heredó las posesiones de la familia. Murió muy joven en un percance de caza y las tierras pasaron a ser propiedad de su único hijo, Gavoon Dilamayne, que murió sin dejar descendencia durante el décimo año del pontificado de Tyeveras, es decir, hace nueve años. Desde entonces la propiedad ha permanecido vacante en tanto se realizaba la búsqueda de los legítimos herederos. Hace tres años se decidió…