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—¿Que yo soy la heredera?

—Exacto —dijo suavemente Steyg, con una amplia y huesuda sonrisa.

Inyanna, que desde hacía algunos minutos había visto el curso que seguía la conversación, se sorprendió a pesar de todo. Le temblaron las piernas, labios y boca quedaron secos y, muy confusa, extendió un brazo de repente, tirando y destrozando un valioso vaso de porcelana de Zimroel. Turbada por todo ello, Inyanna hizo un esfuerzo para dominarse.

—¿Y qué se supone que he heredado? —dijo.

—La señorial mansión denominada Vista de Nissimorn, en la orilla norte del Zimr, cerca de Ni-moya, y posesiones en tres lugares del valle del Steiche, todas ellas arrendadas y produciendo beneficios —dijo Steyg.

—La felicitamos —dijo Vezan Ormus.

—Y yo les felicito —replicó Inyanna— por su gran ingenio. Gracias por esos momentos de diversión. Y ahora, a menos que deseen comprar algo, les ruego que me permitan proseguir con mi trabajo, porque debo pagar los impuestos y…

—Usted se muestra escéptica —dijo Vezan Ormus—. Era de esperar. Nos presentamos aquí con una historia fantástica y usted no puede absorber el impacto de nuestras palabras. Pero escuche esto. Somos ciudadanos de Ni-moya. ¿Habríamos recorrido miles de kilómetros hasta llegar a Velathys sólo para gastar una broma a una tendera? Mire… tenga…

Vezan Ormus ordenó el manojo de documentos y lo tendió a Inyanna. Ésta los examinó con temblorosas manos. Una vista de la mansión (deslumbrante) y una serie de documentos de propiedad, una genealogía y una nota con el sello del Pontífice y un nombre: Inyanna Forlana.

Inyanna levantó los ojos de la nota, perpleja, aturdida.

—¿Qué debo hacer ahora? —preguntó en voz débil y apagada.

—Los procedimientos son pura rutina —replicó Steyg—. Debe presentar declaraciones juradas demostrativas de que usted es en realidad Inyanna Forlana, debe firmar documentos comprometiéndose a satisfacer los impuestos de sus propiedades por rentas acumuladas en cuanto tome posesión, tendrá que abonar los gastos ocasionados por la transferencia de títulos, etcétera, etcétera. Nosotros podemos ocuparnos de eso.

—¿Gastos?

—Es cuestión de algunos reales.

Los ojos de Inyanna se abrieron desmesuradamente.

—Que puedo pagar con las rentas acumuladas de las posesiones…

—Por desgracia, no —dijo Vezan Ormus—. El dinero debe pagarse antes de que usted tome posesión y, como es lógico, no tendrá acceso a las rentas hasta después de tomar posesión. De modo que…

—Una formalidad fastidiosa —dijo Steyg—. Pero insignificante, si bien se mira.

2

Los gastos ascendían a un total de veinte reales. Era una enorme suma de dinero para Inyanna, casi todos sus ahorros. Pero el estudio de los documentos le indicó que las rentas de los terrenos agrícolas eran de novecientos reales anuales, y además contaba con otros beneficios de sus posesiones, la mansión y el contenido de ésta, rentas y regalías de ciertas propiedades en zonas ribereñas…

Vezan Ormus y Steyg fueron de gran ayuda para cumplimentar los formularios. Inyanna puso el letrero de cerrado por necesidades del negocio, aunque poca importancia tenía en una temporada tan mala en ventas, y durante toda la tarde los tres estuvieron en el pequeño despacho del primer piso. Los dos hombres fueron dándole papeles para que los firmara, antes de signarlos con sellos pontificios de impresionante aspecto. Después Inyanna decidió celebrarlo invitando a los delegados a unas rondas de vino en la taberna de la falda de la colina. Steyg insistió en pagar, y apartó la mano de Inyanna y dejó caer media corona por una botella de selecto vino de palmera de Pidruid. Inyanna quedó impresionada por la extravagancia (normalmente bebía vinos más sencillos) pero luego recordó que había topado con la fortuna y, en cuanto se acabó la primera botella, pidió otra. La taberna estaba atestada, sobre todo de yorts y gayrogs, y los burócratas del norte no se sentían muy cómodos entre tantos no humanos; varias veces se pusieron la mano sobre la nariz, como si quisieran filtrar el olor a carne extraña. Inyanna, para aliviar el malestar, no se cansó de repetirles lo agradecida que estaba por las molestias que se habían tomado para localizarla en la oscuridad de Velathys.

—¡Pero si es nuestro trabajo! —protestó Vezan Ormus—. En este mundo todos debemos servir al Divino desempeñando nuestro papel en las complejidades de la vida cotidiana. Unos terrenos ociosos, una gran mansión desocupada, la genuina heredera viviendo monótonamente sin saber nada… La justicia exige que se corrijan las injusticias. En nosotros recae el privilegio de hacerlo.

—Es igual —dijo Inyanna, con las mejillas encendidas por el vino, mientras se apoyaba primero en uno, luego en otro hombre, casi con coquetería—. Han sufrido grandes molestias por mi culpa, y yo siempre estaré en deuda con ustedes. ¿Me permiten invitarles a otra botella?

Hacía bastante rato que había oscurecido cuando salieron de la taberna. Había varias lunas, y las montañas que bordeaban la ciudad, los remotos colmillos de la gran cordillera Gonghar, eran irregulares pilares de negro hielo bajo la tenue iluminación. Inyanna acompañó a los visitantes a la hospedería, sita junto a la plaza Dekkeret, y tal era la ofuscación que le había causado el vino que estuvo a punto de invitarse a pasar la noche con ellos. Pero al parecer los delegados no tenían ese ansia, quizá recelaban incluso de tal posibilidad, e Inyanna acabó clara y expertamente rechazada en la misma puerta.

Tambaleándose un poco, hizo el largo y empinado recorrido hasta su casa y salió a la terraza para tomar el aire nocturno. La cabeza le daba vueltas. Demasiado vino, demasiada conversación, demasiadas noticias sorprendentes. Contempló la ciudad que la rodeaba, hileras y más hileras de casas con paredes estucadas y techos de tejas que iban descendiendo por el gran cuenco que era la cuenca de Velathys. Irregulares franjas de parques, algunas plazas y mansiones, el destartalado castillo del duque extendido a lo largo del borde oriental, la carretera que envolvía la ciudad igual que una guirnalda, las descollantes y opresivas montañas que empezaban al otro lado de la carretera, las canteras de mármol, sangrantes heridas en las faldas… todo eso veía Inyanna desde su nido de la cumbre de la colina. ¡Adiós! Es una ciudad ni fea ni bonita, pensó. Simplemente un lugar tranquilo, húmedo, monótono, frío, ordinario, famoso por su fino mármol, sus expertos albañiles y poca cosa más, una ciudad provincial en un continente provincial. Inyanna se había resignado a terminar sus días allí. Pero ahora, cuando los milagros acababan de invadir su vida, incluso pasar una hora más allí era intolerable. ¡La aguardaba la fulgurante Ni-moya, Ni-moya, Ni-moya!

Durmió a ratos. Por la mañana se reunió con Vezan Ormus y Steyg en la oficina del notario, detrás del banco, y les entregó su bolsita de gastados reales, casi todos viejos y algunos muy viejos, con los rostros de Kinniken, Thimin y Ossier; también había una moneda del reinado del gran Confalume, una pieza con siglos de antigüedad. A cambio le dieron una sola hoja de papel; un recibo reconociendo el cobro de veinte reales que emplearían en satisfacer los gastos legales. Los demás documentos, según explicaron los delegados, debían volver a Ni-moya para ser refrendados y validados. Pero los devolverían en cuanto la transferencia estuviera lista, y entonces Inyanna podría ir a Ni-moya para tomar posesión de sus propiedades.

—Serán mis huéspedes —les anunció generosamente—. Pasarán un mes de caza y festines en cuanto yo esté en mis posesiones.