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—Oh, no —dijo en voz baja Vezan Ormus—. No sería apropiado que personas como nosotros se mezclaran socialmente con la señora de Vista de Nissimorn. Pero comprendemos sus buenas intenciones, y las agradecemos.

Inyanna les invitó a comer. Pero ellos tenían que proseguir su trabajo, replicó Steyg. Tenían que ponerse en contacto con otros herederos, diversas tareas de validación a efectuar en Narabal, Til-omon y Pidruid; pasarían muchos meses antes de que volvieran a ver sus hogares y a sus esposas en Ni-moya. ¿Significaba eso, preguntó Inyanna, repentinamente consternada, que no iba a tomarse medida alguna para tramitar su herencia hasta que ellos completaran su recorrido?

—En absoluto —dijo Steyg—. Esta misma noche los documentos saldrán hacia Ni-moya mediante correo directo. El proceso legal se iniciará tan pronto como sea posible. Usted tendrá noticias de nuestras oficinas dentro de… oh, digamos que dentro de siete o nueve semanas como mucho.

Inyanna les acompañó al hotel, aguardó fuera mientras preparaban el equipaje y después fue a despedirlos al vehículo flotante donde iban a viajar. Los despidió agitando los brazos en medio de la calle mientras el coche se alejaba hacia la carretera que conducía a la costa suroeste. Luego abrió la tienda. Por la tarde vinieron dos clientes, uno a comprar ocho pesos de clavos y el otro a adquirir falso satén, tres metros a sesenta pesos el metro, de modo que las ventas del día no pasaron de dos coronas. Pero no importaba. Ella no tardaría en ser rica.

Pasó un mes y no llegaron noticias de Ni-moya. Otro mes, y prosiguió el silencio.

La paciencia que había mantenido a Inyanna en Velathys durante diecinueve años era la paciencia de la impotencia, de la resignación. Pero con grandes cambios ante ella, ya no le quedaba paciencia. Siempre estaba inquieta, iba de un lado a otro, hacía anotaciones en el calendario. El verano, con lluvias prácticamente diarias, llegó a su fin y se inició el seco otoño, la estación que hacía arder las hojas del invierno, las masas de aire húmedo procedentes del valle del Zimr que cruzaban el territorio metamorfo y chocaban con los fuertes vientos de las montañas. Había nieve en las crestas más elevadas de la cordillera Gonghar, y ríos de barro recorrieron las calles de Velathys. Ninguna noticia de Ni-moya. Inyanna recordó sus veinte reales, y el terror empezó a mezclarse con la preocupación en su alma. Celebró en soledad su vigésimo cumpleaños, llena de amargura, bebiendo vino avinagrado e imaginando qué sentiría cuando tuviera a su disposición las rentas de Vista de Nissimorn. ¿Por qué tardaban tanto? No había duda de que Vezan Ormus y Steyg habían enviado los documentos a las oficinas del Pontífice. Pero los documentos, casi con idéntica certeza, debían estar olvidados en un polvoriento despacho, a la espera de los trámites legales, mientras crecía mala hierba en los jardines de Vista de Nissimorn.

La víspera del Día del Invierno Inyanna tomó la decisión de ir a Ni-moya y ocuparse personalmente del caso.

El viaje sería costoso, y además se había desprendido de sus ahorros. Para obtener el dinero alquiló el local a una familia de yorts. Le dieron diez reales; irían vendiendo las existencias para obtener beneficios y, en el supuesto de que recuperaran el dinero antes de que ella volviera, seguirían haciéndose cargo del negocio en nombre de ella y le pagarían un tanto por ciento. El contrato favorecía enormemente a los yorts, pero Inyanna no se preocupó: sabía, aunque no lo dijo a nadie, que jamás volvería a ver la tienda, ni a los yorts, ni a la misma Velathys. Lo único importante era disponer de dinero para ir a Ni-moya.

No era un viaje insignificante. La ruta más directa entre Velathys y Ni-moya cruzaba la provincia metamorfa de Piurifayne, y entrar en ella era peligroso e imprudente. Había que hacer un enorme desvío hacia el oeste para cruzar el paso de Stiamot, y seguir hacia el norte por el extenso valle que era la Fractura de Dulorn, con el prodigioso muro de la escarpa de Velathys, de casi dos mil metros de altura, erguido a la derecha durante cientos de kilómetros. Después de llegar a la ciudad de Dulorn, Inyanna aún tendría que atravesar medio Zimroel, por tierra y por río, antes de ver Ni-moya. Pero todo eso era una gloriosa aventura para Inyanna, por mucho tiempo que durara. Nunca había estado en otro sitio, excepto cuando tenía diez años y su madre, aprovechando un invierno de anormal prosperidad, la mandó a pasar un mes en las tórridas tierras al sur de la cordillera Gonghar. Otras ciudades, a pesar de que había visto cuadros de ellas, le parecían tan remotas e increíbles como otros mundos. Su madre estuvo una vez en Til-omon, y dijo que era un lugar donde el sol brillaba como vino dorado y donde el suave clima estival no terminaba jamás. La abuela de Inyanna llegó a Narabal, donde el aire tropical era húmedo y agobiante y se pegaba al cuerpo igual que un manto. Pero las demás ciudades (Pidruid, Piliplok, Dulorn, Ni-moya…) eran simples nombres para ella. La noción del océano superaba su imaginación, y le resultaba tremendamente imposible creer que existía otro continente allende el mar, con diez grandes ciudades por cada una de Zimroel, miles de millones de personas, una asfixiante madriguera bajo la arena del desierto denominada Laberinto, donde vivía el Pontífice, una montaña de cincuenta mil metros de altura, en cuya cima moraba la Corona y su principesca corte… Pensar en tales cosas le causaba dolor en la garganta y un zumbido en los oídos. Terrible e incomprensible, Majipur era un dulce tan gigantesco que era imposible comerlo de un solo bocado. Pero irlo agotando a bocaditos, kilómetro tras kilómetro, era maravilloso para una persona que sólo una vez había cruzado los lindes de Velathys.

Así pues Inyanna percibió fascinada el cambio de ambiente mientras el gran autocar flotante atravesaba el paso y descendía hacia las llanuras del lado oeste de la cordillera. En esa región aún era invierno —los días eran cortos, el sol pálido y verdusco— mas el viento resultaba benigno, carecía de filo invernal, y tenía un aroma dulce y penetrante. Inyanna vio sorprendida que el terreno era denso y desmoronadizo, esponjoso, muy distinto al suelo poco profundo y lleno de rocas que rodeaba su hogar, y que en algunos puntos tenía una asombrosa tonalidad rojo brillante que se extendía kilómetros y kilómetros. Las plantas eran diferentes, las hojas gruesas y brillantes, las aves tenían desconocidos plumajes. Las poblaciones que bordeaban la carretera eran airosas y gráciles, pueblos agrícolas totalmente distintos a la gris y ponderosa Velathys, con audaces casitas de madera caprichosamente adornadas con volutas y pintadas con llamativos brochazos amarillos, azules y escarlatas. Otro detalle terriblemente extraño era no tener montañas por todos lados, puesto que Velathys descansaba en el regazo de la cordillera Gonghar; Inyanna se encontraba en la extensa y honda llanura comprendida entre las montañas y la distante franja costera, y al mirar hacia el oeste veía tan lejos que el panorama casi resultaba aterrador: una vista sin límites que se perdía en el infinito. Al otro lado se hallaba la escarpa de Velathys, la pared externa de la cadena montañosa, pero incluso ese paisaje era extraño, una sólida y abrupta barrera vertical que sólo de vez en cuando se dividía en picos y se extendía interminablemente hacia el norte. Pero por fin la escarpa se acabó, y el territorio sufrió de nuevo profundos cambios mientras Inyanna continuaba avanzando hacia el norte para alcanzar el extremo más elevado de la Fractura de Dulorn. El colosal valle contenía abundante yeso, y las onduladas colinas estaban blancas como si las cubriera la escarcha. La piedra tenía un aspecto espectral, una tela de araña con un lustre frío y misterioso. Inyanna había aprendido en la escuela que la ciudad de Dulorn estaba construida por entero con este mineral, y había visto cuadros: agujas, arcos y fachadas cristalinas que resplandecían como brasas a la luz del día. Ese detalle le había parecido típico de una fábula, como las historias de Vieja Tierra, el planeta en donde supuestamente había nacido su raza. Pero un día, a finales del invierno, Inyanna contempló las afueras de la auténtica Dulorn y comprobó que la fábula no era obra de la imaginación.