—Ésta es la Puerta de Pidruid —dijo Liloyve—, una de las trece entradas. El Bazar comprende cuarenta kilómetros cuadrados, ¿sabes?… Es parecido al Laberinto, aunque no está tan enterrado, casi todo está a la altura de las calles. Corre como una serpiente por toda la ciudad, atraviesa otros edificios, va por debajo de algunas calles, entre edificios… Una ciudad dentro de una ciudad, podría decirse. Mi familia vive en el Bazar desde hace siglos. Somos ladrones hereditarios. Sin nosotros, los tenderos tendrían problemas muy graves.
—Yo tenía una tienda en Velathys. Allí no hay ladrones, y creo que nunca tuvimos necesidad de que hubiera —dijo secamente Inyanna mientras se dejaba arrastrar por los escalones para cruzar la entrada del Gran Bazar.
—Aquí es distinto —dijo Liloyve.
El Bazar se extendía en todas direcciones: un laberinto de estrechas galerías, pasillos, túneles y arcadas brillantemente iluminados, divididos y subdivididos en infinidad de minúsculos puestos de venta. En lo alto, una gran tira continua de luminotela amarilla se perdía a lo lejos, despidiendo un brillante fulgor gracias a su luminiscencia interna. Esa visión sorprendió a Inyanna más que todo lo que había visto hasta el momento en Ni-moya. De vez en cuando había vendido luminotela en su tienda, a tres reales el rollo, y ese tipo de tejido servía para decorar a lo sumo una habitación de reducidas dimensiones. Su alma se encogió al pensar en cuarenta kilómetros cuadrados de luminotela, y su mente, ágil como era para esos problemas, fue incapaz de calcular el precio. ¡Ni-moya! Hacer frente a tales excesos sólo era posible si se recurría a la risa.
Se adentraron en el Bazar. Las callejuelas eran idénticas. Todas abundaban en tiendas de porcelana, tejidos, vasijas y ropa de vestir, frutas, carne, hortalizas y bocados delicados, todas tenían una vinatería, un establecimiento de especias y una galería de piedras preciosas, en todas había un vendedor de salchichas a la parrilla, otro de pescado frito… Pero Liloyve sabía exactamente las bifurcaciones y canales que debía seguir, cuál de las innumerables e idénticas callejuelas conducían a su destino, porque avanzaba con resolución y rapidez, y sólo se detuvo para «comprar» la cena, es decir, para coger hábilmente un espetón de pescado de un mostrador o una botella de vino de otro. Los vendedores la vieron varias veces mientras robaba, y se limitaron a sonreír.
—¿No les importa? —dijo Inyanna, desconcertada.
—Me conocen. Pero te lo aseguro, los ladrones estamos muy bien considerados aquí. Nos necesitan.
—Ojalá lo comprendiera.
—Mantenemos el orden en el Bazar, ¿entiendes? Nadie roba aquí aparte de nosotros, y sólo cogemos lo que necesitamos. Vigilamos el lugar para que no actúen aficionados. ¿Qué pasaría, con estas muchedumbres, si un cliente de cada diez se llenara el bolso de mercancías? Pero nosotros nos mezclamos entre la gente, llenamos nuestros bolsillos y frenamos a los otros. Somos un número conocido. ¿Entiendes? Lo que cogemos es una especie de impuesto que pagan los comerciantes, una especie de sueldo que nos pagan para controlar a los que atestan las galerías. ¡Alto ahí!
Las últimas palabras no iban dirigidas a Inyanna, sino a un pilluelo de aproximadamente doce años, moreno y flaco como un palillo que estaba revolviendo cuchillos de caza en un baúl abierto. Con una rápida arremetida Liloyve cogió la mano del jovencito y, con el mismo movimiento, agarró los agitados tentáculos de un vroon no más alto que el muchacho que estaba oculto en las sombras a pocos pasos de distancia. Inyanna oyó que Liloyve hablaba en voz baja y violenta, pero no entendió una sola palabra. El encuentro concluyó en unos instantes, y el vroon y el chico se alejaron muy apenados.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Inyanna.
—Estaban robando cuchillos. El chico se los pasaba al vroon. Les he dicho que se fueran del Bazar ahora mismo, o mis hermanos cortarían los tentáculos del vroon y el chico tendría que comérselos fritos con aceite de estinnim.
—¿Habrían hecho eso?
—Claro que no. Representaría una vida de sueños avinagrados para cualquiera que lo hiciera. Pero ellos lo han entendido. Sólo ladrones autorizados pueden robar en este lugar. ¿Entiendes? Somos los agentes imperiales del Bazar, para que me entiendas. Somos indispensables. Mira, aquí vivo yo. Eres mi invitada.
5
Liloyve vivía en un sótano, en una vivienda de blanqueada piedra que formaba parte de un grupo de siete u ocho bajo un sector del Gran Bazar dedicado a vendedores de quesos y aceites. Una trampilla y una escalerilla de cuerda conducían a las habitaciones subterráneas. En cuanto inició el descenso, Inyanna fue incapaz de percibir los ruidos y el frenesí del Bazar, y el único recordatorio de lo que había arriba fue el olor, tenue pero indiscutible, a queso rojo de Stoienzar que traspasaba incluso las paredes de piedra.
—Nuestro cubil —dijo Liloyve.
Cantó una rítmica melodía y empezó a salir gente de las habitaciones, gente andrajosa, de mirada furtiva, casi todos bajitos y delgados, con un gran parecido a Liloyve, como si estuvieran hechos con materiales de calidad inferior.
—Mis hermanos Sidoun y Hanoun —dijo Liloyve—. Mi hermana Medill Faryun. Mis primos Avayne, Amayne y Athayne. Y éste es mi tío Agourmole, jefe de nuestro clan. Tío, ésta es Inyanna Forlana, de Velathys. Dos pillos ambulantes le vendieron Vista de Nissimorn por veinte reales. La he conocido en el barco. Vivirá con nosotros y trabajará de ladrona.
Inyanna se quedó sin aliento.
—Yo…
Agourmole, con desmesurada ceremonia, hizo un gesto típico de la Dama a modo de bendición.
—Eres de los nuestros. ¿Podrás vestir ropa de hombre?
—Sí, supongo que sí —contestó Inyanna, aturdida—. Pero no compren…
—Tengo un hermano más joven que yo que está inscrito en el gremio de ladrones. Vive en Avendroyne, con los cambiaspectos, y hace años que no se le ve en Ni-moya. Su nombre y su puesto son tuyos. Eso es más sencillo que pedir otra inscripción. Dame tu mano. —Inyanna no opuso resistencia. Las palmas del hombre estaban húmedas, y eran blandas. Agourmole la miró a los ojos y dijo en voz baja e intensa—: Tu verdadera vida acaba de empezar. Todo lo ocurrido hasta ahora ha sido un simple sueño. Ahora eres una ladrona de Ni-moya y tu nombre es Kulibhai. —Guiñó un ojo y agregó—: Veinte reales por Vista de Nissimorn es un precio excelente.
—Los di para pagar los gastos legales —dijo Inyanna—. Me explicaron que había heredado la mansión, gracias a la hermana de mi abuela.
—Si es cierto, tendrás que celebrar una gran fiesta en nuestro honor, en cuanto tomes posesión de la casa, para recompensar nuestra hospitalidad. ¿De acuerdo? —Agourmole se echó a reír—. ¡Avayne! ¡Vino para tu tío Kulibhai! ¡Sidoun, Hanoun, buscad ropa para él! ¡Venga, música! ¿Quién tiene ganas de bailar? ¡Quiero ver alegría! ¡Medill, prepara la cama del huésped!
El hombrecillo se agitó de modo irreprimible mientras iba dando órdenes. Inyanna, arrastrada por tan vehemente energía, aceptó un vaso de vino, dejó que un hermano de Liloyve le tomara medidas para una túnica y se esforzó en aprender de memoria el torrente de nombres que había pasado por su mente. Otras personas entraron en la habitación, más humanos, tres grisáceos yorts de rechonchas mejillas y, para sorpresa de Inyanna, una pareja de enjutos y silenciosos metamorfos. Aunque estaba acostumbrada a tratar con cambiaspectos en la tienda, no esperaba que Liloyve y su familia compartieran la vivienda con los misteriosos aborígenes. Pero quizá ladrones y metamorfos se consideraban razas aparte en Majipur, y por eso congeniaban.