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La improvisada fiesta zumbó alrededor de Inyanna durante varias horas. La ex tendera pensó que los ladrones rivalizaban por conseguir sus favores, puesto que todos, uno a uno, se esforzaron en trabar amistad, le ofrecieron diversas chucherías, algún relato íntimo, cierto chismorreo confidencial. Para la descendiente de una antigua familia de tenderas, los ladrones eran enemigos naturales. Y sin embargo esas personas, aunque fueran miserables proscritos, reflejaban cordialidad, amistad y sinceridad, y eran los únicos aliados de Inyanna en una vasta e indiferente ciudad. Inyanna no tenía deseo alguno de aprender esa extraña profesión, pero sabía que la fortuna podía haberle deparado cosas peores que arrojarla al seno de la familia de Liloyve.

Durmió a ratos, tuvo vaporosos sueños inconexos y varias veces despertó sumida en total confusión, sin la menor idea de dónde se encontraba. Finalmente el agotamiento la dominó y cayó en un profundo sopor. Normalmente despertaba con el alba, pero el alba era un rincón desconocido en un lugar muy parecido a una cueva, y cuando el sueño la abandonó podía ser cualquier hora del día o de la noche.

Liloyve estaba delante de ella, sonriente.

—Debías estar cansadísima.

—¿He dormido mucho?

—Has dormido hasta que has terminado de dormir. Las horas necesarias, ¿no?

Inyanna observó el lugar. Vio señales de la fiesta —botellas y vasos vacíos, prendas desperdigadas— pero los demás se habían ido. Tenían que hacer la ronda de la mañana, explicó Liloyve. Después de lavarse y vestirse, las dos jóvenes salieron al maelstrom del Bazar. De día era tan bullicioso como la noche anterior, pero tenía un aspecto menos mágico con luz ordinaria, poseía una atmósfera menos densa, menos cargada de electricidad. Era un vasto y atestado almacén, mientras que la noche anterior Inyanna pensó hallarse en un enigmático y autónomo universo. Sólo se detuvieron en tres o cuatro tiendas para robar el desayuno: Liloyve se sirvió resueltamente y entregó el botín a la avergonzada y vacilante Inyanna. Después, tras abrirse paso en la increíble complejidad del laberinto (Inyanna pensó que jamás conseguiría aprenderse el recorrido) encontraron de repente el aire puro del mundo exterior.

—Hemos salido por la Puerta de Piliplok —dijo Liloyve—. De aquí a las oficinas del pontificado hay muy poco trecho.

Un paseo breve pero asombroso, porque en todos los rincones había nuevas maravillas. En una espléndida avenida Inyanna vio un brillante chorro de luz, un segundo sol que brotaba del pavimento. Liloyve le explicó que era el principio del Bulevar de Cristal, que brillaba día y noche gracias al fulgor de unos reflectores giratorios. Cruzaron otra calle e Inyanna avistó un edificio que únicamente podía ser el palacio del duque de Ni-moya, situado muy hacia el este en la gran ladera de la ciudad, donde el Zimr describía una brusca curva. Era una cenceña columna de piedra cristalina sobre una amplia base de numerosos pedestales, enorme pese a la distancia, y rodeada por un parque que era una alfombra de verdor. Doblaron otra esquina, e Inyanna observó algo parecido al irregular capullo de la crisálida de cierto insecto fabuloso, pero con una longitud que superaba los mil metros, suspendido sobre una avenida increíblemente ancha.

—La Galería Telaraña —dijo Liloyve—, el sitio donde los ricos compran sus juguetes. A lo mejor un día gastas tu dinero en esas tiendas. Pero no hoy. Ya hemos llegado: Paseo Rodamaunt. Pronto aclararemos lo de tu herencia.

La calle era amplia y curvada, con torres de lisa fachada e idéntica altura a un lado, y una sucesión de edificios altos y bajos al otro. Los últimos eran, al parecer, edificios oficiales. Inyanna se asustó al ver tanta complejidad, y de haber estado sola habría errado durante horas, confusa, sin atreverse a entrar. Pero Liloyve averiguó los misterios del lugar con una serie de rápidas pesquisas y guió a Inyanna por los pasillos y recovecos de un laberinto poco menos intrincado que el Gran Bazar. Por fin se sentaron en un banco de madera de una sala de espera brillantemente iluminada, y contemplaron los nombres que aparecían y desaparecían en un tablón de anuncios. Al cabo de media hora surgió el nombre de Inyanna en el tablero.

—¿Es ésta la sección de validación? —preguntó Inyanna en el momento de entrar.

—Al parecer no existe nada con ese nombre —dijo Liloyve—. Aquí están los agentes imperiales. Si alguien puede ayudarte, son ellos.

Un yort de aspecto severo, inflado y de ojos saltones como casi todos sus hermanos de raza, inquirió el motivo de la consulta, e Inyanna, primero vacilante, luego verbosa, explicó la historia: los desconocidos de Ni-moya, la asombrosa revelación de la herencia, los documentos, el sello pontificio, los veinte reales para gastos. El yort, durante la exposición, fue hundiéndose detrás del escritorio, se frotó las mejillas y, de forma desconcertante, hizo girar sus grandes ojos globulares, primero uno, luego otro. Cuando Inyanna acabó, el funcionario cogió el recibo que le tendía la joven y pasó sus gruesos dedos por los bordes del sello imperial, muy pensativo.

—Con usted ya son diecinueve los demandantes de Vista de Nissimorn que se han presentado en Ni-moya este año —dijo tristemente—. Habrá más, me temo. Habrá muchos más.

—¿Diecinueve?

—Que yo sepa. Es posible que otros no se hayan tomado la molestia de comunicar el fraude a los agentes imperiales.

—El fraude —repitió Inyanna—. ¿Es un fraude? Los documentos que me enseñaron, la genealogía, los papeles que llevaban mi nombre… ¿Viajaron nada menos que de Ni-moya a Velathys simplemente para timarme veinte reales?

—Oh, no simplemente para timarla a usted —dijo el yort—. Seguramente habrán tres o cuatro herederos de Vista de Nissimorn en Velathys, otros cinco en Narabal, siete en Til-omon, una docena en Pidruid… Cuesta poco trabajo obtener genealogías, ¿sabe usted? Igual que falsificar los documentos y llenar los huecos en blanco. Veinte reales de ésta, treinta de aquél… Una bonita forma de ganarse la vida si uno va moviéndose, ¿comprende?

—Pero… ¿cómo es posible? ¡Estas cosas van contra la Ley!

—Cierto —convino cansinamente el yort.

—Y el Rey de los Sueños…

—Castigará a los culpables con suma severidad, puede estar segura de ello. Y nosotros les aplicaremos las correspondientes sanciones civiles en cuanto los detengamos. Sería una gran ayuda que describiera a esos individuos.

—¿Y mis veinte reales?

El yort se encogió de hombros.

—¿No hay esperanzas de recuperar un solo peso? —dijo Inyanna.

—Ninguna.

—¡Entonces lo he perdido todo!

—En nombre de su majestad, le ofrezco mi más sincera condolencia —dijo el yort, y ahí concluyó la entrevista. Una vez fuera, Inyanna tuvo un repentino impulso.

—¡Llévame a Vista de Nissimorn! —dijo a Liloyve.

—No seguirás creyendo que…

—¿Que me pertenece? No, claro que no. ¡Pero quiero verlo! ¡Quiero saber qué clase de lugar me vendieron por veinte reales!

—¿Por qué quieres atormentarte?

—Por favor —dijo Inyanna.

—De acuerdo, vamos —contestó Liloyve.

Liloyve llamó un flotador callejero y tecleó las instrucciones. Con los ojos muy abiertos, Inyanna observó el panorama, maravillada, mientras el vehículo avanzaba por las nobles avenidas de Ni-moya. Con el calor del sol de mediodía todo estaba bañado en luz, y la ciudad resplandecía, no con el gélido fulgor de la cristalina Dulorn sino con un esplendor vibrante y agradable que se reflejaba en las calles y en las blanqueadas fachadas. Liloyve describió los lugares más notables que encontraron en el camino.

El Museo Universal —dijo al tiempo que señalaba con el dedo una gran estructura coronada por una diadema de cúpulas de vidrio—. Tesoros de mil planetas, incluso algunos objetos de Vieja Tierra. Y ese edificio es el Salón de la Magia, también una especie de museo. Nunca lo he visitado. Y allí… ¿ves los tres pájaros de la ciudad en la fachada?… el Palacio de la Ciudad, donde vive el alcalde.