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El vehículo dio la vuelta para descender hacia el río.

—Los restaurantes flotantes están en esta parte del puerto —dijo Liloyve mientras su mano describía un amplio arco—. Hay nueve, parecidos a islotes. He oído decir que te ofrecen platos de todas las provincias de Majipur. Algún día comeremos en esos sitios, en los nueve, ¿eh?

Inyanna sonrió tristemente.

—Me gustaría pensar así.

—No te preocupes. Tenemos toda una vida por delante, y la vida de ladrona es cómoda. Recorreré todas las calles de Ni-moya antes de morir, y tú puedes acompañarme. En Gimbeluc, cerca de las montañas, ¿sabes?, está el Parque de Bestias Fabulosas, con animales que ya no existen en las selvas: sigimoines, galvares, dimiliones… Y está el Palacio de la Ópera, donde actúa la orquesta municipal… ¿has oído hablar de la orquesta de Ni-moya? Mil instrumentos, no hay nada parecido en el universo… Y también tenemos… ¡Oh, ya hemos llegado! Bajaron del flotador. Inyanna vio que el río estaba cerca. Ante ella se extendía el Zimr, el gran río, tan ancho en esa zona que apenas se distinguía la otra orilla, y era muy difícil ver la verde línea de Nissimorn en el horizonte. A la izquierda había una empalizada de varas metálicas dos veces más alta que un hombre normal. Las varas estaban separadas dos o tres metros y unidas por una malla nebulosa, casi invisible, que emitía un siniestro zumbido. Al otro lado de esa valla había un jardín de sorprendente belleza: elegantes arbustos con flores de color oro, turquesa y escarlata, y un césped tan podado que parecía estar pintado en el suelo. Más lejos, el terreno empezaba a ascender, y la mansión ocupaba un saliente rocoso con vista al puerto. Era un edificio de hermoso tamaño, con las paredes blancas según el estilo de Ni-moya, en cuya construcción se había hecho uso de casi todas las técnicas de suspensión e iluminación típicas de la ciudad, con pórticos que flotaban en el aire (ésa era la impresión) y balcones que sobresalían asombrosas distancias de la fachada. Igual que el Palacio Ducal (visible no muy lejos orilla abajo, esplendorosamente erguido sobre su pedestal). Vista de Nissimorn fue juzgado por Inyanna como el edificio más bello que había visto hasta la fecha en Ni-moya. ¡Y era el edificio que creía haber heredado! Se echó a reír. Corrió a lo largo de la empalizada, con esporádicas detenciones para contemplar la mansión desde diversos ángulos. Y la risa brotó de su garganta como si alguien le hubiera revelado la verdad más recóndita del universo, la verdad que explica los secretos del resto de verdades y que en consecuencia debe provocar un torrente de carcajadas. Liloyve fue detrás de Inyanna, gritándole que se detuviera, pero ésta corría como una posesa. Finalmente llegó a la puerta principal, donde dos gigantescos skandars con inmaculadas libreas blancas montaban guardia, con todos los brazos cruzados en un gesto categórico y dominante. Inyanna siguió riendo. Los skandars fruncieron el ceño. Liloyve, que llegaba en ese mismo momento, tiró de la manga de Inyanna y la instó a que se fuera antes de que surgieran complicaciones.

—Espera —dijo Inyanna, jadeante. Se acercó a los skandars—. ¿Sois siervos de Calain de Ni-moya? La miraron sin verla, y guardaron silencio.

—Decid a vuestro amo —continuó Inyanna, impasible— que Inyanna de Velathys ha estado aquí para ver la mansión, y que lamenta no tener tiempo para entrar a comer. Gracias.

—¡Vamonos! —musitó Liloyve.

El enojo empezaba a reemplazar a la indiferencia en los peludos rostros de los imponentes guardianes. Inyanna los saludó graciosamente, se echó a reír otra vez e hizo una señal a su amiga. Corrieron hacia el flotador, y Liloyve acabó participando en el incontrolable jolgorio.

6

Iba a transcurrir mucho tiempo antes de que Inyanna volviera a ver la luz del sol de Ni-moya, puesto que debía iniciar su nueva vida de ladrona en las entrañas del Gran Bazar. Al principio no tenía intención de adoptar la profesión de Liloyve y la familia de ésta. Pero consideraciones prácticas no tardaron en superar sus remilgos morales. Carecía de medios para regresar a Velathys, y además, después de los primeros vislumbres de Ni-moya, no tenía deseos de hacer tal cosa. Nada la aguardaba en Velathys aparte de una vida vendiendo menudencias, cola, clavos, satén de imitación y linternas de Til-omon. Pero si se quedaba en Ni-moya necesitaba ganarse la vida. No conocía otro oficio que no fuera el de tendera, y sin capital no podía abrir una tienda. Pronto se acabaría todo su dinero, no pensaba vivir de la caridad de sus nuevas amistades y no tenía otras perspectivas. Estaban ofreciéndole un puesto en una sociedad distinta y parecía aceptable emprender una vida de hurtos, por muy extraña que fuera para su forma de pensar anterior, puesto que aquellos charlatanes embaucadores le habían robado todos sus ahorros. En consecuencia Inyanna dejó que la vistieran con una túnica masculina —ella era una mujer alta, y un poco desgarbada, detalles suficientes para dar credibilidad al engaño— y con el nombre de Kulibhai, hermano del maestro de ladrones Agourmole, entró en el gremio de éste.

Liloyve fue su mentora. Durante tres días Inyanna la siguió por el Bazar y la observó atentamente mientras los ágiles dedos de ésta hurtaban artículos. A veces el método era muy tosco: Liloyve se probaba una capa y se esfumaba entre el gentío. Otras veces eran auténticas exhibiciones de prestidigitación en arcones y mostradores. Y de vez en cuando se precisaban meditados engaños, como embaucar a un repartidor con la promesa de un beso o algo mejor mientras un cómplice se alejaba con la carretilla llena de productos. Al mismo tiempo había que cumplir con la obligación de evitar robos de aficionados. En dos ocasiones durante esos tres días, Inyanna vio a Liloyve cumplir esa tarea: una mano en la muñeca del otro, una mirada fría e iracunda, enérgicas palabras musitadas… y en ambos casos hubo temor, disculpas, apresurada retirada. Inyanna dudaba que ella tuviera valor para hacerlo. Era un quehacer más difícil que robar, y tampoco estaba segura de adaptarse al robo.

—Quiero una botella de leche de dragón y dos de vino dorado de Piliplok —le dijo Liloyve el cuarto día.

—¡Deben valer un real cada una! —contestó Inyanna, consternada.

—Cierto.

—Quiero empezar robando salchichas.

—Eso no es más difícil que robar vinos raros —dijo Liloyve—. Y mucho menos provechoso.

—No estoy preparada.

—Piensas que no lo estás. Ya has visto cómo se hace. Tú puedes hacerlo. Ese miedo es absurdo. Tienes alma de ladrona, Inyanna.

Inyanna reaccionó furiosamente.

—¿Cómo te atreves a…?

—¡Calma, calma, sólo era un cumplido! Inyanna asintió.

—Aunque así sea. Creo que te equivocas.

—Y yo creo que te subestimas —dijo Liloyve—. Hay aspectos de tu carácter que son más visibles para otras personas que para ti misma. Yo los vi el día que visitamos Vista de Nissimorn. Bueno, venga. Roba una botella de dorado de Piliplok, otra de leche de dragón y basta de parloteo. Si quieres ser ladrona de nuestro gremio, empieza ahora.

No había escape posible. Pero tampoco había motivo para arriesgarse a hacerlo sola. Inyanna pidió a un primo de Liloyve, Athayne, que la acompañara, y juntos llegaron contoneándose a una vinatería del Pasaje Ossier: dos varones jóvenes dispuestos a pagarse algún gozo. Una extraña calma dominaba a Inyanna. Se prohibió pensar en temas no pertinentes, como moralidad, derecho de propiedad o miedo al castigo. Sólo había una tarea que considerar: un rutinario trabajo de latrocinio. En otro tiempo su profesión había sido vender, ahora era robar en las tiendas, y era absurdo complicar la situación con vacilaciones filosóficas.