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Tampoco los robos turbaron su conciencia, después de superado el aprendizaje. Le habían enseñado a temer la venganza del Rey de los Sueños si se aventuraba en el pecado —pesadillas, tormentos, fiebre en el alma en cuanto cerrara los ojos— pero una de dos: o el Rey no consideraba pecado esta clase de ratería, o él y sus sirvientes no tenían tiempo para ocuparse de Inyanna por tener que castigar a peores criminales. Fuera cual fuera el motivo, el Rey no hizo ningún envío a la ex tendera. De vez en cuando Inyanna soñaba con él, un viejo y feroz ogro que emitía malas noticias desde el ardiente desierto de Suvrael, mas eso no era anormal; el Rey se introducía de tiempo en tiempo en los sueños de todos los ciudadanos, y ello carecía de importancia. Algunas veces Inyanna soñó también con la bendita Dama de la Isla, la apacible madre de la Corona, Lord Malibor, y tuvo la impresión de que aquella dulce mujer sacudía tristemente la cabeza, como si quisiera decir que estaba muy desilusionada con su hija Inyanna. Pero la Dama estaba facultada para hablar con más vigor a las personas que se habían apartado de su camino, y no había hablado así a Inyanna. Falta de corrección moral, la nueva ladrona no tardó en considerar su profesión como algo natural. No era un delito, se trataba de una simple redistribución de artículos. Al fin y al cabo, nadie sufría graves perjuicios.

Un día aceptó como amante a Sidoun, el hermano mayor de Liloyve. Era un joven de menor estatura que Inyanna, y tan huesudo que era difícil abrazarle sin hacerse daño. Pero se trataba de un hombre amable y considerado, que tocaba muy bien el arpa de bolsillo y cantaba viejas baladas con una clara voz de tenor. Cuanto más salía con él a robar, más agradable le resultaba su compañía. Se hicieron ciertos arreglos en el cubil de Agourmole, y los amantes pudieron pasar juntos las noches. Liloyve y el resto de ladrones consideraron encantador el inesperado acontecimiento.

Acompañada de Sidoun, Inyanna erró cada vez más lejos por la gran ciudad. Eran tan eficientes actuando en equipo que a menudo completaban su cupo de hurtos en un par de horas, y así tenían libre el resto de la jornada, porque no era conveniente exceder el cupo personaclass="underline" el contrato social del Gran Bazar permitía a los ladrones robar ciertas cantidades de artículos, y nada más, con impunidad. De ese modo Inyanna hizo excursiones a las deliciosas afueras de Ni-moya. Uno de sus lugares favoritos era el Parque de Bestias Fabulosas del montañoso barrio de Gimbeluc, donde se podía pasear entre animales de otras eras, desalojados de sus dominios por el avance de la civilización en Majipur. Inyanna vio rarezas tales como dimiliones de temblorosas patas, frágiles tajahojas de largo cuello que doblaban la estatura de un skandar, delicados sigimoines que andaban de puntillas y tenían peludas colas a ambos lados, y los torpes zampidunes de enorme pico que en otros tiempos oscurecían el cielo de Ni-moya cuando volaban en grandes bandadas y que en la actualidad sólo existían en el parque y en los emblemas oficiales de la ciudad. Mediante cierta magia ideada en tiempos remotos, la proximidad de una de esas criaturas iba acompañada por voces que surgían del suelo para informar a los visitantes del nombre y hábitat original del animal correspondiente. Además el parque poseía claros encantadoramente apartados, donde Inyanna y Sidoun pasearon cogidos de la mano sin apenas hablar, ya que éste era hombre de pocas palabras.

En varias ocasiones dieron paseos en barco por el Zimr y por el lado de Nissimorn, y visitaron la garganta del cercano río Steiche; un larguísimo recorrido por ese río les habría llevado al prohibido territorio de los cambiaspectos. Pero se trataba de un viaje río arriba de muchas semanas, y la pareja sólo llegó a los pueblos pesqueros de los líis, al sur de Nissimorn, donde compraron pescado fresco para merendar en la playa, nadar y tumbarse al sol. En noches sin luna visitaron el Bulevar de Cristal, donde los reflectores giratorios formaban deslumbrantes dibujos de luz, y contemplaron asombrados las cajas propagandísticas de las grandes compañías de Majipur, un museo callejero de costosos productos, una exhibición tan espléndida y exuberante que ni el ladrón más arrojado se atrevía a cometer un robo. Y la pareja cenó con frecuencia en los restaurantes flotantes, algunas veces acompañados por Liloyve, que gozaba en estos lugares más que en cualquier otro sitio de la ciudad. Todas las islas eran copias en miniatura de remotos territorios del planeta. Plantas y animales característicos medraban en ellas, y platos y vinos eran una peculiaridad del lugar. Había un restaurante de la ventosa Piliplok, donde los habitantes que podían permitírselo comían carne de dragón marino, otro de la húmeda Narabal con sus ricas bayas y suculentos helechos, otro de la soberbia Stee en el Monte del Castillo, otro de Stoien, otro de Pidruid, otro de Til-omon… pero ninguno de Velathys se enteró Inyanna sin sorpresa alguna. Tampoco la capital metamorfa, Ilirivoyne, gozaba del privilegio de estar representada en una isla, ni la soleada y cruel Tolaghai de Suvrael, porque Tolaghai e Ilirivoyne eran lugares aborrecidos por casi todos los habitantes de Majipur, y Velathys pasaba inadvertida.

Sin embargo, el lugar favorito de Inyanna entre todos los que visitó con Sidoun en esas tardes y noches de ocio fue la Galería Telaraña. Ese edificio de casi dos kilómetros de longitud, suspendido a gran altura sobre la calle, contenía las tiendas más elegantes de Ni-moya, es decir las más elegantes del continente de Zimroel y de Majipur si se exceptuaban las opulentas ciudades del Monte del Castillo. Cuando iban allí, Inyanna y Sidoun vestían su mejor ropa, robada en los más selectos establecimientos del Gran Bazar, que no era nada comparada con las prendas exhibidas por los aristócratas, pero sí muy superior a su vestimenta cotidiana. Inyanna disfrutaba librándose de las prendas masculinas que llevaba para desempeñar el papel de Kulibhai el ladrón; en esas visitas podía vestir apretadas túnicas de color púrpura y verde, y dejarse suelto el largo cabello rojo. Con las puntas de los dedos suavemente apretadas a las manos de Sidoun, Inyanna recorrió el gran paseo de la Galería y se permitió el placer de fantasear mientras examinaba joyas, antifaces de plumas, pulidos amuletos y chucherías metálicas que estaban a la venta, por dos puñados de relucientes reales, para los realmente ricos. Ninguno de esos objetos sería suyo nunca, e Inyanna lo sabía, porque un ladrón que progresara tanto como para darse esos lujos sería un peligro para la estabilidad del Gran Bazar. Pero bastaba con el gozo de limitarse a ver los tesoros de la Galería Telaraña, y aparentar.

En una de estas salidas a la Galería Telaraña, Inyanna se cruzó por casualidad con Calain, hermano del duque.

8

Naturalmente Inyanna no tenía la menor idea de lo que iba a pasar. Lo único que pensó es que iba a hacer un inocente flirteo, parte de la aventura en la fantasía que una visita a la Galería debía ser. Era una apacible noche de finales de verano y ella vestía una de sus túnicas más ligeras, un simple tejido menos substancial que la misma telaraña de la Galería. Y ella y Sidoun se hallaban en la tienda de tallas de hueso de dragón, examinando las extraordinarias obras maestras, no mayores que un pulgar, de un capitán de barco, un skandar que creaba enredos de astillas de marfil, piezas totalmente increíbles. En ese momento entraron en el local cuatro hombres con típicas vestimentas de la nobleza. Sidoun se ocultó al momento en un oscuro rincón, porque sabía que su ropa, su porte y el corte de su cabello no le señalaban como igual de los recién llegados. Pero Inyanna, consciente de que las líneas de su cuerpo y la serena mirada de sus ojos verdes podían compensar toda clase de deficiencias de porte, se atrevió a permanecer ante el mostrador. Uno de los hombres observó la talla que la joven tenía en la mano.