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—Si la compra —dijo—, obrará muy bien.

—Aún no estoy decidida —replicó Inyanna.

—¿Me permite verla?

Inyanna puso la talla suavemente en la palma del otro, y al mismo tiempo hizo que sus ojos entraran en descarado contacto con los del desconocido. Éste sonrió, pero dedicó toda su atención a la pieza de marfil, la esfera de Majipur hecha con deslizantes fragmentos de hueso.

—¿Qué vale? —preguntó al propietario al cabo de unos momentos.

—Obsequio de la casa —respondió el vendedor, un enjuto y austero gayrog.

—Perfectamente. Y un obsequio mío para usted —dijo el noble, volviendo a poner la chuchería en la mano de la atónita Inyanna. La sonrisa del desconocido era más íntima—. ¿Es usted de Ni-moya? —preguntó tranquilamente.

—Vivo en Strelain —dijo Inyanna.

—¿Suele cenar en la Isla de Narabal?

—Cuando estoy de humor.

—Perfecto. ¿Le gustaría estar allí mañana con la puesta de sol? Encontrará a alguien ansioso de conocerla.

Reprimiendo su sorpresa, Inyanna asintió. El noble hizo una inclinación de cabeza y se volvió. Compró tres minúsculas tallas, dejó una bolsa de monedas en el mostrador y se marchó con sus tres acompañantes. Inyanna contempló maravillada la obra de arte que tenía en la mano. Sidoun salió de las sombras.

—¡Eso vale diez reales! ¡Véndelo al mismo comerciante!

—No —dijo ella. Y dirigiéndose al vendedor inquirió—: ¿Quién era ese hombre?

—¿No lo conoce?

—Si lo conociera no le preguntaría su nombre.

—Claro, claro. —El gayrog emitió silbidos—. Es Durand Livolk. Es el chambelán del duque.

—¿Y los otros tres?

—Dos están al servicio del duque, y el tercero es compañero del hermano del duque, Calain.

—Ah —dijo Inyanna. Levantó la esfera de marfil—. ¿Podría montar esto en una cadena?

—Sólo tardaré un momento.

—¿Qué valdrá una cadena digna de este objeto? El gayrog le lanzó una larga, calculadora mirada.

—La cadena es un simple accesorio de la talla. Y puesto que la talla fue un obsequio, así será con la cadena.

El vendedor dispuso finos eslabones de oro en la bola de marfil y metió la joya en una cajita de reluciente piel de estaca.

—¡Por lo menos veinte reales, con la cadena! —murmuró Sidoun, perplejo, en cuanto salieron de la tienda—. ¡Llévalo a esa tienda y véndelo, Inyanna!

—Es un obsequio —dijo ella tranquilamente—. Lo luciré mañana por la noche, cuando cene en la Isla de Narabal.

Pero no podía acudir a la cena con la túnica que llevaba puesta. Y encontrar otra tan fina y elegante en las tiendas del Gran Bazar precisó dos horas de diligente trabajo al día siguiente. Pero por fin Inyanna encontró una que era lo más próximo a la desnudez y empero envolvía todo su cuerpo en misterio. Ésa fue la túnica que vistió en la Isla de Narabal, con la talla de marfil suspendida entre sus pechos.

En el restaurante no fue preciso identificarse. Al salir del transbordador, Inyanna fue recibida por un vroon serio y señorial vestido con librea ducal, que la guió por las exuberantes arboledas de parras y helechos hasta llegar a un umbroso cenador, apartado y fragante, en una parte de la isla separada del sector principal por densas espesuras. Tres personas aguardaban a Inyanna en una fulgurante mesa de madera de flor nocturna bajo una maraña de enredaderas cuyos tallos, gruesos y pilosos, soportaban el peso de enormes flores globulares de color azul. Uno de los presentes era Durand Livolk, el hombre que había regalado a Inyanna la talla de marfil. Había una mujer, esbelta y morena, tan elegante y resplandeciente como la misma mesa. Y el tercer comensal era un hombre que casi doblaba la edad de Inyanna, de constitución delicada, con finos labios muy apretados y suaves facciones. Los tres iban vestidos con tanto esplendor que Inyanna imaginó ir vestida con andrajos. Durand Livolk se levantó tranquilamente y se acercó a la recién llegada.

—Esta noche la encuentro más encantadora todavía —murmuró—. Bien, ahora conocerá a unos amigos. Ésta es mi compañera, lady Tisiorne. Y éste…

El hombre de frágil aspecto se levantó.

—Soy Calain de Ni-moya —se limitó a decir, en voz suave y dulce.

Inyanna se sintió confusa, pero sólo un momento. Había pensado que el chambelán del duque se interesaba por ella, y en ese instante comprendió que Durand Livolk sólo la había invitado en nombre del hermano del duque. Esa revelación encendió indignación en Inyanna, pero el fuego se apagó enseguida. ¿Por qué ofenderse? ¿Cuántas jóvenes de Ni-moya tenían la oportunidad de cenar en la Isla de Narabal con el hermano del duque? Si alguien creía que estaba utilizándola, muy bien. También ella pretendía aprovecharse del intercambio.

Había un lugar disponible para ella junto a Calain. Inyanna se sentó y el vroon llegó con una bandeja de licores, todos desconocidos, de colores que se mezclaban, formaban remolinos y fosforescían. Inyanna eligió uno al azar: olía a niebla de la montaña, y le produjo inmediato picor en mejillas y oídos. De arriba llegaba el chapaleteo de una llovizna, y las gotas caían en las grandes y lustrosas hojas de árboles y enredaderas, pero no en los comensales. Las ricas plantas tropicales de la isla, habían dicho a Inyanna, se conservaban mediante frecuentes lluvias artificiales que imitaban el clima de Narabal.

—¿Tiene algún plato favorito aquí? —dijo Calain.

—Preferiría que usted pidiera por mí.

—Como guste. No tiene acento de Ni-moya.

—Velathys —replicó Inyanna—. Llegué aquí el año pasado.

—Inteligente traslado —dijo Durand Livolk—. ¿Cuál fue el motivo?

Inyanna se echó a reír.

—Creo que explicaré esa historia en otro momento, si me lo permiten.

—Su acento es encantador —dijo Calain—. Aquí raramente conocemos gente de Velathys. ¿Es una ciudad hermosa?

—No lo creo, mi señor.

—Pero está cobijada en las Gonghar… Debe ser hermoso ver esas enormes montañas por todos los alrededores.

—Quizá. Te acostumbras a esas cosas cuando has pasado toda tu vida viéndolas. Es posible que hasta Ni-moya pareciera vulgar a una persona que ha crecido aquí.

—¿Dónde vive? —preguntó la mujer, Tisiorne.

—En Strelain —dijo Inyanna. Y a continuación, con malicia, porque había bebido otra copa de licor y notaba el efecto, añadió—: En el Gran Bazar.

—En el Gran Bazar —dijo Durand Livolk.

—Sí. Bajo la calle de las tiendas de queso.

—¿Y por qué motivo vive allí? —dijo Tisiorne.

—Oh —respondió Inyanna despreocupadamente— para estar cerca de mi lugar de trabajo.

—¿En la calle de las tiendas de queso? —dijo Tisiorne, con el horror deslizándose en su tono.

—Me ha entendido mal. Trabajo en el Bazar, pero no para los comerciantes. Soy ladrona.

La palabra salió de sus labios como un rayo que cae en una cumbre. Inyanna vio que la súbita expresión de asombro pasaba de Calain a Durand Livolk. El color subió de tono en las mejillas del chambelán. Pero se trataba de aristócratas, gente con aristocrática serenidad. Calain fue el primero en recobrarse de su perplejidad.