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Eran dos hombres morenos con negra barba, altos y fuertes, ojos oscuros y brillantes, anchos de hombros y con natural apariencia de autoridad, y una ojeada bastaba para saber que eran hermanos. Pero había diferencias. El primero era un hombre y el segundo aún era un niño hasta cierto punto, y ello era evidente no sólo por la escasez de la barba y la tersura de la cara del más joven, sino también por la cordialidad, las ganas de jugar y el regocijo que reflejaban sus ojos. El mayor era más severo, más austero de expresión, más imperioso, como si terribles responsabilidades hubieran dejado huella en su semblante. En cierto modo así era, porque se trataba de Voriax de Halanx, primogénito de Damiandane, Sumo Consejero, y desde su infancia se decía de él en el Monte del Castillo que un día sería Corona.

Naturalmente también había personas que opinaban lo mismo del benjamín, Valentine: que era un noble muchacho muy prometedor, que tenía porte de rey… Pero Valentine no se hacía ilusiones con esos cumplidos, Voriax era ocho años mayor que él y, sin duda alguna, si uno de los dos acababa viviendo en el Castillo, sería Voriax. Aunque éste no tenía garantía alguna de ser el sucesor, pese a la opinión general. Su padre, Damiandane, había sido uno de los consejeros más próximos a lord Tyeveras, y todo el mundo había pensado en él como Corona. Pero cuando lord Tyeveras accedió al pontificado, la ex Corona bajó del Monte hasta la ciudad de Bombifale para elegir a Malibor como sucesor. Un detalle imprevisto, porque Malibor era un simple gobernador provincial, un hombre rudo más interesado en cazar y jugar que en soportar la carga del gobierno. Valentine no había nacido aún en esa época, pero Voriax le aseguró que su padre jamás pronunció una palabra de desilusión o de consternación por el hecho de que otro le arrebatara el trono, cosa que tal vez fue el mejor indicio de que estaba capacitado para el cargo.

Valentine se preguntó si Voriax reaccionaría con tanta nobleza si la corona del estallido estelar no acababa en su cabeza e iba a parar a otro noble príncipe del Monte (Elidath de Morvole, por ejemplo, o Tunigorn, o Stasilaine, o el mismo Valentine). ¡Qué extraño sería eso! A veces, en secreto, Valentine pronunciaba los nombres para escuchar cómo sonaban: lord Stasilaine, lord Elidath, lord Tunigorn… ¡lord Valentine! Pero tales fantasías eran absurdas. Valentine no ansiaba desplazar a su hermano, y además era improbable que tal cosa sucediera. Salvo alguna inimaginable travesura del Divino o algún extraño capricho de lord Malibor, Voriax sería Corona cuando lord Malibor se convirtiera en Pontífice, y la certeza de ese destino estaba impresa en el espíritu de Voriax y se reflejaba en su conducta y en su porte.

Las complicaciones de la corte estaban lejos de la mente de Valentine en esos momentos. Él y su hermano estaban divirtiéndose en zonas menos elevadas del Monte del Castillo. Ese viaje había sufrido un prolongado retraso, puesto que hacía un año Valentine padeció una terrible fractura en la pierna mientras cabalgaba en compañía de su amigo Elidath en el bosque pigmeo de Amblemorn, y hasta hacía poco no se había recobrado lo bastante para una excursión tan fatigosa. Él y Voriax descendieron la vasta montaña, un recorrido soberbio y maravilloso, tal vez las últimas vacaciones de Valentine antes de entrar en el mundo de obligaciones de un adulto. Tenía diecisiete años y, dado que pertenecía al selecto grupo de príncipes del que salían los monarcas de Majipur, le faltaba mucho que aprender sobre técnicas de gobierno, de modo que estuviera preparado para cualquier cosa que pudieran exigirle.

Acompañado de Voriax (que había huido de sus obligaciones, y no se arrepintió de hacerlo, con la excusa de compartir la alegría de su hermano por haber recobrado la salud) abandonaron las posesiones familiares en Halanx para ir a la cercana ciudad de la diversión, Morpin Alta, con intención de montar en enormes carrozas y recorrer túneles de energía. Valentine insistió en bajar también por los toboganes de espejos, para probar la fuerza de su pierna lesionada, y un tenue rastro de duda apareció en el semblante de Voriax, como si creyera que Valentine no estaba en condiciones de practicar ese deporte pero tuviera miedo de decirlo. Cuando entraron en los toboganes, Voriax se puso muy cerca de Valentine, fastidiosamente protector, y si éste intentaba separarse su hermano le acompañaba.

—¿Crees que voy a caerme, hermano? —dijo Valentine cuando ya no aguantó más.

—Eso es poco probable.

—¿Entonces por qué te pones tan cerca? ¿O es que tienes miedo de caerte? —Valentine se rió— Puedes estar tranquilo. Te cogeré a tiempo.

—Siempre tan considerado, hermano —dijo Voriax.

En ese momento los toboganes empezaron a formar curvas y los espejos despedían un brillante fulgor, y no quedó tiempo para seguir bromeando. Lo cierto es que Valentine tuvo un instante de intranquilidad, porque los toboganes de espejos no eran para inválidos y su lesión le había dejado una cojera, ligera pero irritante, que le impedía coordinar los movimientos. Pero no tardó en adaptarse al ejercicio y no tuvo dificultad para guardar el equilibrio, permaneciendo de pie incluso en los giros más violentos. Al pasar junto a Voriax vio que la tensión había desaparecido del rostro de su hermano. Sin embargo, la esencia del episodio dio mucho que pensar a Valentine cuando prosiguieron viaje Monte abajo: estuvieron en Tentag durante el festival de los árboles danzantes, luego visitaron Gran Ertsud y Minimool y cubrieron el trayecto de Gimkandale a Furible para presenciar el vuelo de apareamiento de los pájaros pétreos. Antes, mientras aguardaban a que los toboganes de espejos se pusieran en movimiento, Voriax había sido un guardián preocupado y solícito, y al mismo tiempo un poco condescendiente, un poco dúcticlass="underline" esa fraternal preocupación era para Valentine otro reflejo de la autoridad que su hermano mantenía sobre él. Ya en el umbral de la edad adulta, Valentine se sentía incómodo por ello. Mas comprendía que ser hermanos era parte de amor y parte de guerra, y no expresó su fastidio. Después de Furible atravesaron las dos Bimbak, la Oriental y la Occidental, con breves altos para contemplar las torres gemelas de dos kilómetros de altura: el fanfarrón más presuntuoso parecía una hormiga a su lado. Al salir de Bimbak Oriental siguieron la senda que llevaba a Amblemorn, donde diez turbulentos riachuelos se unían para formar el potente río Glayge. En la ladera de Amblemorn había un lugar de varios kilómetros de extensión donde la tierra estaba muy apretada y era blanca como la tiza. Árboles que en cualquier otro sitio crecían hasta perforar el cielo eran allí espectrales enanos, no más altos que un hombre y no más gruesos que una muñeca femenina. Valentine se había lastimado precisamente en ese bosque pigmeo, tras espolear demasiado a su montura en un lugar donde traicioneras raíces serpenteaban en el suelo. La montura perdió el equilibrio, Valentine cayó y su pierna quedó horriblemente retorcida entre dos árboles delgados pero fuertes cuyos troncos poseían la dureza de un milenio. Después del accidente, meses de angustia y frustración mientras los huesos se soldaban poco a poco, y un irreemplazable año de juventud que se escabulló. ¿Por qué habían vuelto a ese bosque? Voriax erró por el extraño lugar como si buscara un tesoro oculto.

—Este bosque parece encantado —dijo por fin.

—La explicación es muy sencilla. Las raíces de los árboles no pueden penetrar mucho en esta tierra tan improductiva. Se agarran lo mejor que pueden, porque en el Monte del Castillo todo crece, pero tienen una nutrición deficiente y…

—Sí, lo entiendo —dijo fríamente Voriax—. No he dicho que el lugar está encantado, sino que parece estarlo. Una legión de brujos vroones no habría podido crear algo tan deforme. Pero me alegra poder verlo por fin. ¿Vamos a cabalgar por el bosque?