—Cuán sutil eres, Voriax.
—¿Sutil? No entiendo por qué…
—Acabas de sugerir que intente atravesar otra vez el lugar que casi me cuesta una pierna.
La rubicunda cara de Voriax cobró nuevo color.
—Me cuesta creer que puedas caerte otra vez.
—Desde luego. Pero crees que yo lo pienso, y siempre has opinado que la forma de superar el miedo es tomar la ofensiva contra lo que temes. Por eso estás tramando una segunda carrera, para que se consuman los restos de la cobardía que este bosque puede haberme infundido. Al revés de lo que hiciste en los toboganes de espejos, pero equivale a lo mismo, ¿no te parece?
—No comprendo nada —dijo Voriax—. ¿Tienes fiebre hoy?
—En absoluto. ¿Hacemos una carrera?
—Creo que no.
Valentine, asombrado, puso en contacto sus puños.
—¡Pero si acabas de sugerirlo!
—He sugerido un paseo —respondió Voriax—. Pero tienes la cabeza llena de misteriosos peligros y dificultades, y me acusas de maniobras y manipulaciones que sólo tú imaginas. Si atraviesas el bosque con ese humor, volverás a caerte, y seguramente te destrozarás la otra pierna. Bien, sigamos hasta Amblemorn.
—Voriax…
—Vamos.
—Quiero cruzar el bosque. —Los ojos de Valentine estaban fijos en los de su hermano—. ¿Vas a venir conmigo, o prefieres esperar aquí?
—Creo que iré contigo.
—Y ahora dime que tenga cuidado y que esté atento a raíces escondidas.
Un músculo se contrajo de fastidio en la mejilla de Voriax, y éste suspiró para aliviar su exasperación.
—No eres un niño. No pienso decirte eso. Además, si creyera que necesitas esos consejos, te repudiaría y te expulsaría de mi casa.
Voriax espoleó a su montura y se alejó furiosamente por las estrechas avenidas que separaban los árboles pigmeos.
Valentine le siguió al cabo de un instante, cabalgando al máximo de sus posibilidades, esforzándose por acortar la distancia que los separaba. El camino era difícil y de vez en cuando aparecían obstáculos tan amenazadores como el que le hizo caer cuando corría junto a Elidath. Pero la montura de Valentine cabalgaba con seguridad y no hacía falta tirar de las riendas. Aunque el recuerdo de la caída era muy vívido, Valentine no sintió miedo, sólo la necesidad de reforzar la vigilancia: si caía otra vez, caería de un modo menos desastroso. ¿No estaba exagerando sus reacciones con Voriax? Quizás estaba siendo demasiado quisquilloso, demasiado sensible, demasiado brusco cuando llegaba el momento de defenderse de la protección, supuestamente desmedida, de su hermano mayor. Voriax estaba recibiendo instrucción para ser señor del mundo, era inevitable que asumiera la responsabilidad de todo y de todos, en especial de su hermano. Valentine decidió mostrar menos celo en la defensa de su autonomía.
Cruzaron el bosque y llegaron a Amblemorn, la ciudad más antigua del Monte del Castillo, una vieja maraña de calles y muros incrustados de enredaderas. En Amblemorn se inició, hacía doce mil años, la conquista del Monte, las primeras aventuras, temerarias y alocadas, en las desoladas y asfixiantes tierras de una excrescencia de cincuenta mil metros de altura que sobresalía del costado de Majipur. Para una persona que había pasado toda su vida en las Cincuenta Ciudades, en la eterna y fragante primavera del lugar, era difícil imaginar una época en que el Monte estuviera desierto e inhabitado. Pero Valentine conocía la historia de los pioneros que treparon metro a metro las titánicas laderas: el transporte de las máquinas que dieron calor y aire a la gran montaña, los siglos de transformación hasta acabar convirtiéndola en un mágico y bello dominio coronado por el diminuto y tosco torreón de la cima construido por lord Stiamot en el cuarto milenio de conquista. Ese torreón sufrió una increíble metamorfosis y se transformó en el vasto, inimaginable Castillo donde lord Malibor vivía en la actualidad. Valentine y Voriax se detuvieron ante el monumento de Amblemorn que señalaba el antiguo límite de la vegetación arbórea:
Un jardín de asombrosos halatingos, árboles de flores color escarlata y oro, rodeaba la columna de pulido mármol negro de Velathys que contenía la inscripción.
Un día y una noche, otro día y otra noche en Amblemorn, y después Voriax y Valentine descendieron el valle del Glayge hasta llegar a un lugar llamado Ghiseldorn, alejado de las rutas principales. Junto al borde de un oscuro y espeso bosque había brotado un pueblo de varios miles de habitantes, gente que había huido de las grandes ciudades. Vivían en tiendas de fieltro negro, hechas con la lana de los blaves salvajes que pastaban en los prados próximos al río, y apenas mantenían relaciones con sus vecinos. Se decía que había brujas y magos entre ellos, que eran una tribu de metamorfos que se salvó de la antigua expulsión de Alhanroel y que siempre tenían aspecto humano. La verdad, sospechaba Valentine, era que esa gente no se sentía a gusto en el mundo de comercio y esfuerzos que era Majipur, y habían decidido vivir allí a su modo, en su propia comunidad.
A últimas horas de la tarde Valentine y Voriax llegaron a un cerro que les permitió divisar el bosque de Ghiseldorn y el poblado de negras tiendas. El bosque no parecía muy acogedor: pinglos, árboles de poca altura y grueso tronco, con rollizas ramas brotando con bruscos ángulos y entrelazadas hasta formar una densa bóveda que no dejaba pasar un solo rayo de luz. Tampoco el poblado era atractivo. Las tiendas de diez lados, muy espaciadas, eran gigantescos insectos de peculiar geometría, momentáneamente detenidos antes de proseguir una inexorable migración por un territorio que les era indiferente por completo. Valentine sentía gran curiosidad por Ghiseldorn y sus pobladores, pero al llegar allí perdió el deseo de aclarar los misterios del lugar.
Miró a Voriax y vio idénticas dudas en el semblante de su hermano.
—¿Qué hacemos? —preguntó Valentine.
—Acampar en esta parte del bosque. Por la mañana nos acercaremos al poblado y veremos cómo nos reciben.
—¿Nos atacarán?
—¿Atacarnos? Lo dudo mucho. Creo que no son más pacíficos que el resto del mundo. Pero ¿por qué meternos donde no nos llaman? ¿Por qué no respetar su aislamiento? —Voriax indicó un semicírculo de hierba al borde de un arroyo—. ¿Qué te parece si acampamos allí?
Desmontaron, dejaron pastando las monturas, abrieron las mochilas y recogieron suculentos brotes para la cena. Después cogieron leña para hacer fuego.
—Si lord Malibor estuviera persiguiendo un animal raro por este bosque —dijo de pronto Valentine—, ¿le preocuparía la intimidad de los pobladores de Ghiseldorn?
—Nada puede impedir que lord Malibor persiga a su presa.
—Exactamente. Ni lo pensaría. Creo que serás mejor Corona que lord Malibor, Voriax.
—No digas tonterías.
—No son tonterías. Es una opinión razonable. Todo el mundo está de acuerdo en que lord Malibor es rudo y desconsiderado. Y cuando sea tu turno…
—Basta, Valentine.
—Serás Corona —dijo Valentine—. ¿Por qué fingir que no? Sucederá, y pronto. Tyeveras es muy viejo. Lord Malibor se trasladará al Laberinto dentro de dos o tres años, y en ese momento te nombrará Corona. Él no es tan estúpido como para desoír a todos sus consejeros. Y…
Voriax cogió a Valentine por la muñeca y acercó la cara a la de su hermano. Había angustia y preocupación en sus ojos.
—Esta clase de charla sólo trae mala suerte. Te ruego que calles.
—¿Puedo decir una cosa más?
—No quiero más especulaciones sobre quién será la próxima Corona.
Valentine asintió.
—No especularé, sólo quiero hacerte una pregunta de hermano a hermano, una pregunta que está en mi pensamiento desde haces meses. No afirmo que acabarás siendo Corona, pero me gustaría saber si tú deseas llegar a serlo. ¿Te han consultado? ¿Estás deseoso de soportar esa carga? Respóndeme, Voriax.