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Hubo un largo silencio.

—Es una carga que nadie rechaza —dijo Voriax finalmente.

—Pero ¿la aceptarías?

—Si el destino lo quiere así, ¿debo decir no?

—No estás respondiéndome. Fíjate en nosotros: jóvenes, sanos, felices, libres. Si olvidamos nuestra responsabilidad en la corte, ni mucho menos abrumadora, podemos hacer lo que nos plazca, ir a cualquier parte del mundo que nos guste, un viaje a Zimroel, una peregrinación a la Isla, unas vacaciones en las Fronteras de Khyntor, cualquier cosa, en cualquier lugar. Renunciar a eso para llevar la corona del estallido estelar, firmar un millón de decretos, hacer grandes procesiones y muchos discursos, y algún día tener que vivir en el fondo del Laberinto… ¿por qué, Voriax? ¿A quién puede interesarle eso? ¿Es eso lo que quieres tú?

—Todavía eres un niño —dijo Voriax.

Valentine se echó atrás como si le hubieran abofeteado. ¡Otra vez ese aire de superioridad! Pero inmediatamente comprendió que se lo merecía, que estaba formulando preguntas ingenuas, pueriles. Se esforzó en reducir su enojo.

—Creía haber avanzado hacia el estado adulto —dijo.

—Hasta cierto punto. Pero aún tienes mucho que aprender.

—Sin duda. —Hizo una pausa—. Muy bien, aceptas la inevitabilidad de ser monarca si recurren a ti. Pero ¿lo deseas, Voriax, lo apeteces de verdad, o quizá tu educación y tu sentido del deber te impulsan a prepararte para el trono?

—No estoy preparándome para el trono —dijo lentamente Voriax—, sólo para desempeñar un papel en el gobierno de Majipur, igual que tú. Y es cierto, es un problema de educación y sentido del deber, porque soy hijo de Damiandane, Sumo Consejero (y tengo entendido que tú también). Si me ofrecen el trono, aceptaré encantado y cumpliré con ese deber tan bien como me sea posible. No pierdo tiempo apeteciendo el trono, y todavía menos especulando sobre si llegará esa oportunidad. Esta conversación me parece aburrida en extremo y te agradeceré que me permitas recoger leña en silencio.

Lanzó una colérica mirada a Valentine y se alejó.

Las preguntas florecieron en la mente de Valentine como los alabandinos en verano, pero se reprimió, porque había visto temblar los labios de Voriax y sabía que acababa de traspasar un límite. Voriax estaba podando las ramas caídas, arrancando las hojas con una vehemencia totalmente innecesaria, porque la madera estaba seca y era muy quebradiza. Valentine no hizo nuevas tentativas de romper las defensas de su hermano, a pesar de que había averiguado únicamente una parte de lo que deseaba saber. Sospechaba, por la posición defensiva de Voriax, que éste ansiaba el trono y dedicaba todas sus horas en vela a instruirse apropiadamente. Y tenía una noción vaga, sólo una noción vaga, de los motivos de su hermano. ¿Deseaba ser rey por razones personales, por el poder y la gloria? Bien, ¿por qué no? ¿Y para satisfacer un destino que exigía grandes responsabilidades a determinadas personas? Sí, también por eso. Y sin duda alguna para compensar el desaire sufrido por su padre al serle denegada la corona. De todas formas… renunciar a la libertad personal para gobernar el mundo… Este aspecto era un misterio para Valentine, y finalmente decidió que Voriax tenía razón, que era imposible comprender por completo estas cuestiones cuando se tenían diecisiete años.

Llevó su carga de leña al campamento y encendió la hoguera. Voriax no tardó en llegar, pero no dijo nada, y la fría persistencia del alejamiento entre ambos hermanos causó gran congoja a Valentine. Deseaba pedir disculpas a Voriax por haber hurgado tan profundamente, pero eso era imposible; él jamás había tenido gracia para esas cosas con Voriax, ni éste con él. Seguía creyendo que dos hermanos podían hablar de problemas íntimos sin ofenderse. Pero por otra parte, esa frialdad era difícilmente soportable, y si se prolongaba envenenaría por completo las vacaciones. Valentine buscó un medio de restablecer la concordia y, al cabo de unos instantes, eligió uno que había dado buen resultado cuando ambos eran más jóvenes.

Se acercó a Voriax, que estaba trinchando la carne de la cena de un modo hosco y sombrío, y le dijo:

—Mientras esperamos que hierva el agua, ¿por qué no peleas conmigo?

Voriax levantó la cabeza, sorprendido.

—¿Qué?

—Tengo ganas de hacer ejercicio.

—Trepa a esos pinglos, y brinca en las ramas.

—Vamos. Unas cuantas llaves, Voriax.

—No estaría bien.

—¿Por qué? No me digas que te ofenderás más si te tiro…

—¡Cuidado, Valentine!

—He sido muy brusco. Perdóname. —Valentine se agachó como un luchador y extendió las manos—. Por favor. Unas cuantas presas rápidas, un poco de sudor antes de la cena…

—Tu pierna acaba de sanar.

—Pero está curada. No tengas miedo de usar toda tu fuerza, yo haré lo mismo.

—¿Y si vuelves a partírtela, y estamos a un día de viaje de alguna ciudad que merezca llamarse así?

—Vamos, Voriax —dijo Valentine, impaciente—. ¡Te preocupas demasiado! ¡Vamos, demuestra que aún sabes luchar!

Valentine se rió, tocó palmas y provocó a su hermano. Tocó palmas de nuevo, acercó su sonriente cara hasta casi golpear la nariz de Voriax y obligó a éste a levantarse. Finalmente Voriax accedió y se inició la pelea.

Había un detalle extraño. Los dos hermanos habían peleado muchas veces, desde que Valentine creció lo suficiente para poderse enfrentar a Voriax. Valentine conocía las tácticas de Voriax, los trucos de equilibrio y ritmo. Pero el hombre que estaba luchando con él en esos momentos parecía un desconocido. ¿Sería un metamorfo aquel cobarde disfrazado de Voriax? No, no, no. Era la pierna, comprendió Valentine. Voriax estaba conteniendo su fuerza, exhibiendo deliberada blandura y torpeza, protegiendo una vez más a su hermano. Valentine atacó con asombrosa rabia y, pese a que en los primeros momentos de la pelea las normas exigían únicamente movimientos de tanteo, agarró a Voriax con el propósito de derribarle, y le obligó a doblar una rodilla. Voriax estaba perplejo. Mientras Valentine recuperaba el aliento y hacía acopio de energía para apretar contra el suelo los hombros de su hermano, Voriax reaccionó y presionó hacia arriba, poniendo en acción su formidable fuerza. A pesar de ello estuvo a punto de caer ante la arremetida de su hermano, pero en el último instante se libró y se puso de pie de un salto.

Ambos empezaron a dar cautelosas vueltas sin dejar de examinarse.

—Veo que te he subestimado —dijo Voriax—. Tu pierna debe estar totalmente curada.

—Exacto, te lo he dicho muchas veces. Sólo cojeo un poco, y no tiene importancia. Vamos, Voriax, vuelve a ponerte a mi alcance.

Valentine le provocó por señas. Se echaron uno encima del otro y quedaron pecho contra pecho, sin que ninguno pudiera superar al otro, y permanecieron así una hora o más (eso pensó Valentine, aunque en realidad debieron ser unos minutos). Después Valentine hizo retroceder a su hermano unos centímetros, Voriax aseguró los pies y resistió, y obligó a Valentine a retroceder idéntica distancia. Gruñeron, sudorosos y tensos, y se sonrieron en plena lucha. Valentine sintió inmenso placer por esa sonrisa, porque indicaba que ambos eran hermanos de nuevo, que el hielo se había derretido, que su impertinencia estaba perdonada. En ese instante Valentine quiso abrazar a Voriax en lugar de luchar con él. Y en ese mismo instante de tensión aflojada Voriax atacó, dobló el cuerpo, giró sobre sí mismo y tiró al suelo a Valentine. Después le sujetó el pecho con la rodilla y apretó sus manos contra los hombros del caído. Valentine resistió, pero era imposible resistirse mucho tiempo en esa postura. Poco a poco, Voriax empujó a Valentine hasta que los omoplatos de éste quedaron apoyados en la fría y húmeda tierra.